POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 21

Crónica de la Restauración Imperial (Kokoku isshin kenbunshi), por Tsukioka Yoshitoshi. Junio de 1876. HERITAGE/GETTY

Japón: historia del antiguo moderno

Geopolíticamente, Japón se sitúa en el punto concreto de encuentro de Oriente y Occidente, del Oeste y del Este. Su vocación era hacer la síntesis, y lo consiguió.
Jean-Louis Jacquet
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“Japan, the modern ancient”, decía Frank Lloyd Wright. En poco más de un siglo, y sin renegar de su pasado, Japón se ha introducido en el futuro completamente aparejado. Actualmente, se dice que está a punto de convertirse en la gran nación del siglo XXI. Ha entrado en la modernidad forzado. Fue necesaria la amenaza de los barcos del almirante Perry en 1853 para que se abriese a Occidente. Desde entonces su historia ha saltado de éxito en éxito, y la derrota de 1945 fue el momento del sobresalto. De él se decía que era el alumno, ahora es el maestro. ¿Tendrá este país, surgido del pasado, un secreto? Se ha hablado de milagro japonés, vemos ahora en esta nación un modelo. Nos volvemos hacia Japón para pedir las recetas del futuro. ¿Cuál es la química mental de este pueblo enigmático que, siguiendo el camino que nosotros hemos trazado, ha sabido tomar la delantera? Takeuchi Yoshimi (1910-1977), especialista en temas de China, soltó un día una humorada: “Si el liberalismo no funciona, pasaremos al totalitarismo, y si éste no marcha, al comunismo… La ideología japonesa ignora el fracaso. Porque gracias al fracaso continuo triunfa siempre”.

Los japoneses son diferentes, o eso dicen ellos. Si preguntamos a un japonés por su país, contesta invariablemente: “Son cosas de muy difícil explicación para los occidentales… Es muy importante, pero en el fondo, poca cosa”. Sin poner nunca en duda su “diferencia”, los japoneses se preguntan sin cesar: “¿Quiénes somos? ¿Por qué somos distintos de los demás?”. Dedican una abundante literatura a estas cuestiones, la de los “Nihonjinron” (tratados sobre los japoneses), que difunden un discurso ideado desde la era Meiji (1868-1912) por las élites preocupadas por facilitar el paso del Japón antiguo al Japón moderno. Era necesario tranquilizar a los japoneses, y demostrarles que el cambio no atentaría al “kokutai” (estructura nacional), estructura que creían única en el mundo, basada en la familia-nación y en los orígenes divinos de la dinastía imperial En una conferencia en Londres en 1912, el famoso especialista en Japón, Basil Hall Chamberlain, habló de falsificación, de creación de una nueva religión de culto imperial renovado y de retorno del sintoísmo, antigua religión del país de los dioses.

Según la idea básica aportada por los “Nihonjinron”, los japoneses aislados mucho tiempo del resto del mundo, se distinguían radicalmente de los demás pueblos por su raza, lengua y sentimientos. Su finalidad era reforzar el particularismo e insistir en la pertenencia al grupo más que en la exteriorización del individuo. Frente a la invasión cultural de Occidente, se trata claramente de una reacción defensiva. Todo lo japonés es incomprensible para los extranjeros. Los “Nihonjinron”, sutilmente, no hablan de superioridad, sino de diferencia, que viene a ser lo mismo. Abriéndose al exterior, los japoneses han querido guardar las distancias, sin llegar a la ruptura que habían mantenido siempre, pero a la que ya tenían que renunciar. Por eso, según los “Nihonjinron”, se enfrentarán por un lado los japoneses, agricultores pacíficos con sentido comunitario y del deber, practicantes de una religión natural y politeísta (el sintoísmo), y por otro lado los temidos occidentales, igualitarios e individualistas, obsesionados por el derecho y monoteístas. Por una parte el mundo de la armonía, por la otra el de la ruptura.

 

«Sutilmente, los ‘Nihonjinron’ o tratados sobre los japoneses no hablan de superioridad, sino de diferencia, que viene a ser lo mismo»

 

El idioma japonés, tan particular y difícil, no podría enseñarse a otros pueblos. Los “Yamatokotoba”, palabras indígenas, no se podrían traducir a las demás lenguas, contrariamente a las palabras tomadas del chino o del inglés. Ni siquiera el silencio japonés deja de ser alabado: “Los japoneses no comprenden cuando se les habla, sino sólo cuando no se dice nada”.

Este idioma es mágico hasta tal punto que “el que hable esta lengua no tiene ninguna necesidad de ser psicoanalizado”. La neurosis es una consecuencia de la occidentalización, porque la modernización ha destruido el armonioso y benevolente matriarcado original. Esta necesidad de volverse hacia sí mismos y de protección contra todo lo extranjero se resume en la noción de “Amae”, famosa gracias a los escritos del psiquiatra Doi Takeo. “Amae” es a lo que aspira todo japonés, es la dependencia, la indulgencia que se espera de la madre, del maestro o los superiores, de los demás, protección indispensable para el “Yo” de los japoneses, que se describe a menudo como un “Kara nashi tamago no jogazo”: un yo-huevo-sin-cascarón.

Tengamos presente que esta necesidad de protección es sólo un aspecto de la psiquis japonesa, que contiene otros, e incluso los contrarios, y que no existe otro pueblo tan abierto hacia el exterior y que haya buscado tanto fuera los modelos de la supervivencia y del éxito. Los japoneses no son simples imitadores; el sentimiento que tienen de ser únicos sólo es comparable a la curiosidad que sienten por todo lo ajeno. Ningún pueblo ha tenido este ansia de saber todo lo que se piensa y se hace en el resto del mundo. Todo lo publicado en Occidente se traduce inmediatamente al japonés. Se, complacen en la idea de su “diferencia”, comulgan en el culto a su mítica historia, pero no por ello dejan de escuchar a los demás. Pueden tener la cabeza en el pasado, pero tienen los dos pies en el futuro.

Los primeros habitantes, cuando el archipiélago aún estaba ligado al continente, fueron sin duda cazadores en busca de mamuts, miniaturas, según se decía… Según el mito de los orígenes, la pareja primordial, “Izanagi-Izanami”, creó las islas y parió a los dioses, de donde procede “Amaterasu”, diosa del sol, ancestro de la raza imperial. En este país los dioses están en todas partes, en los lugares elevados, árboles, rocas, donde a menudo una cuerda marca el límite entre el mundo de los espíritus y el de los humanos. La vieja religión sintoísta, heredera del chamanismo siberiano, agrupa en un todo a dioses, tierra y hombres, de ahí quizás el aspecto globalizador del pensamiento japonés. En este país saturado de humedad, al caer la bruma, se dice que los dioses están presentes. El sentimiento de lo difuso ha impregnado su sensibilidad: Japón se pinta con tinta china, con matices grises. Esta idea aparece también en una mentalidad en la que se evitan las rupturas. El idioma está plagado de expresiones que permiten refugiarse en posturas oscuras. Kawabata, antes de suicidarse, escribió: “Siento una vaga inquietud”.

Al mismo tiempo, los japoneses estratifican. Para ellos todo se acumula, una cosa antigua nunca puede reemplazarse. En las costumbres vestimentarias sobreviven todas las épocas anteriores. Lo mismo ha sucedido en el aspecto religioso en el que el sintoísmo se ha adaptado a la llegada del budismo. Entre las sectas budistas no hay lucha, sino cohabitación y superposición. Así Japón se ha convertido en el conservatorio de la Antigua Asia. El tesoro de Shosoin en Nara es el museo más fabuloso de Asia, con objetos traídos de China entre los siglos VII y VIII. El Gagaku, música de cámara inspirada en la de los tiempos de los Tang, sobrevive en Japón, mientras que ha desaparecido en China. Se creyó durante mucho tiempo que era una música de acordes, sin embargo las notas se tocaban una tras otra. El Gagaku actual no es el de hace mil años. La transmisión se ha efectuado, con algunas alteraciones. “Detrás de todo sentido hay un no sentido”, diría Levi-Strauss.

 

«Los chinos llamaban a Japón el país de los ‘Wa’, esto es, el país de los enanos y los jorobados. Los japoneses se quedaron con el nombre, pero lo transcribieron con un carácter chino que significa ‘Armonía’. Recogen, conservan, pero transforman»

 

Cuando nació el Estado japonés entre los años 400 y 648 de nuestra era, los chinos llamaban a Japón el país de los Wa, esto es, el país de los enanos y los jorobados. Los japoneses se quedaron con el nombre de Wa, pero lo transcribieron con un carácter chino que significa “Armonía”. Recogen, conservan, pero transforman. En los siglos V y VI Japón siguió la enseñanza de China. Monjes y estudiantes fueron al continente y regresaron con miles de pergaminos, que perduran aún en los viejos graneros, mientras que ya han desaparecido en China. Japón tuvo entonces una fuerte fiebre asimiladora, adopta la escritura china, estudió el budismo. En arquitectura, es la época de cambio del isba siberiano al palacio de estilo chino. Japón absorbió todo lo que procedía de Occidente. Se adoptaron miles de palabras chinas. El país de los Wa traga con frenesí, por miedo a ser engullido. A partir del 894, cesan las embajadas en China. Después de la época de absorción viene la fase de digestión: tras la apertura se encierra en sí mismo. Comienza entonces la época de oro de la aristocracia, que no abandona la capital ni los palacios si no es en palanquines cerrados. Los cortesanos que viven en los jardines tienen miedo de la naturaleza, componen poemas, participan en concursos de inciensos o de bulbos de iris, perciben el mal gusto y lloran cuando caen las flores de los cerezos.

En el siglo XII, los problemas internos favorecen el nacimiento de una casta guerrera. Pero los nuevos amos del poder no eliminan a los antiguos. Una vez más, se superponen. Las antiguas estructuras, incluso siendo inútiles, se conservan. Al Emperador y a los Regentes se añade el Shogun, pero no se suprimen ni el Emperador ni los Regentes. Mientras que los antiguos aristócratas continúan manejando el pincel y el abanico, los recién llegados, guerreros adeptos a Bushido, viven con frugalidad y practican el espíritu corporativo. Van a la guerra con un saco de arroz y ciruelas conservadas en vinagre. El jefe no debe disfrutar más de la vida que sus subordinados. Este espíritu perdura en el Japón contemporáneo; se hacen inversiones de prestigio, mientras que la vida diaria transcurre con sobriedad.

En el plano religioso se dibuja una evolución. Se dijo que el budismo tendría tres fases, la de la ley que se mantiene, la de la ley imperfecta y la de la ley incomprensible. Los japoneses creen estar en la tercera fase. La doctrina de Buda es incomprensible, y se encuentra consuelo creyendo en la existencia del paraíso del Oeste en donde se encuentran los bodhisattvas, que retrasan el momento de la iluminación para seguir predicando. Una imagen femenina se confirma, toda ella amor y bondad, cuya femineidad fue adquirida en el norte de Irán. Su nombre es Kannon, Avalokiteshvara en sánscrito, imagen pura del “Amae”, símbolo de la indulgencia.

En aquella época de desorden en la que reina un ambiente de pesimismo, los monjes-guerreros introducen la práctica del Zen, con su sentimiento de lo absurdo del destino, y reactivan, sorprendentemente, el confucianismo, doctrina de la armonía social que condena todo lo relacionado con las armas.

En 1547, llegan los primeros europeos a las costas japonesas. Primero los portugueses, que introducen las armas de fuego, después los españoles, y finalmente los holandeses. Muy pronto estos últimos substituyen a los primeros. Viendo despuntar el peligro, Japón se cierra en sí mismo. En 1641, el aislamiento es oficial, y durará tres siglos. Las relaciones con el mundo exterior se reducen a contactos con China y Holanda a través de la isla Deshima, en la bahía de Nagasaki. Los shoguns crearon un cuerpo de samurais para aprender el holandés, y gracias a esta isla, los descubrimientos europeos, las ciencias de la naturaleza, la metalurgia, y la que se denominará “Rangaku”, ciencia holandesa, se conocerán en Japón a lo largo de estos tres siglos de aislamiento. Japón no permaneció completamente apartado, como se ha pensado. Cuando los barcos negros del almirante Perry amenazaron el archipiélago en 1853, Japón estaba preparado para la apertura. Durante la Restauración Meiji (1868), Japón iniciará con naturalidad el camino de la modernización.

Cuando se restablecen los privilegios del Emperador en 1868, éste tiene 16 años. La oligarquía decide transformar el país, verdadera revolución mental, social y económica, decidida desde arriba. El inspirador de los oligarcas, Fukuzawa Yukichi (1835-1901), hombre impregnado de clásicos chinos y versado en la ciencia holandesa, afirmará con radical clarividencia que había que “salir de Asia, integrarse en Europa”, contribuir al desarrollo de todos “mediante el progreso de la sabiduría y de la virtud” y que “aunque el territorio japonés se encuentre en Asia, su espíritu nacional ya la había abandonado para establecerse en la civilización occidental”. Sobre su guerra contra China en 1894 dijo que había sido un enfrentamiento entre la civilización y la barbarie.

Japón tenía entonces tres salidas: Asia, integración en Europa, o un aislamiento que implicaría su total superioridad en Extremo Oriente. La política expansionista empezará con la guerra contra China (1894) y fundamentalmente con la guerra ruso-japonesa de 1905. En la Conferencia de Paz de 1919, Japón será considerado como gran potencia vencedora, pero reclamará en vano la igualdad de trato para todas las naciones “sin distinción de razas”, por lo que abandonará en 1932 la SDN. A pesar de su deseo de integrarse en Occidente, sintiéndose víctima del imperialismo anglosajón, seguirá a la vez una política conquistadora en Asia y defensiva con respecto a las potencias aliadas: ocupación de Manchuria (1931), “Nuevo Orden en Asia Oriental” (1938), “Esfera de coprosperidad de la mayor Asia Oriental” (1942), con el eslogan “Asia para los Asiáticos”. La aventura acabará en fracaso. En 1945, por primera vez en su historia, Japón será ocupado por tropas extranjeras. Una vez superado el choque, se produce la sorpresa. Una vez más, Japón se abrirá al exterior. Desde ese momento, su finalidad será extender su influencia por todo el planeta.

 

«En China, el mandato del Emperador viene del cielo, en Japón es el ‘Cielo’, el alma de la nación»

 

A pesar de que la política expansionista se realizó en nombre del Emperador, después de la derrota de 1945 sólo perdura la institución imperial. Los orígenes míticos de la dinastía más antigua del mundo se remontan a la noche de los tiempos. El Tenno sería descendiente de Amaterasu, diosa del sol. Sería un kami, es decir un dios, “el único kami que aparece en forma humana”. Pero ¿qué es un kami. ¿Es, como pensamos, un dios, o se trata de una fuerza mágica? En Japón, los kamis son innumerables, son espíritus ligados a lugares. En 1945, el Emperador renunció a su Naturaleza divina, pero no por ello dejó de ser un personaje sagrado. Por sí solo el Emperador no es nada. No ha sido nunca destronado, porque no había nada que destronar. No tiene el poder, pero de él emana el poder. No hay que matar al Emperador, pero hay que apoderarse de él, porque de él viene la legitimidad. Hubo tiempos en que el Emperador era un niño que abdicaba al llegar a la mayoría de edad. En China, el mandato del Emperador viene del cielo, en Japón es el “Cielo”. Es el alma de la nación. Las relaciones con sus fieles son indisolubles, porque dioses, dinastía y país son una sustancia común. Durante la restauración Meiji (1868) el papel de la institución imperial fue magnificado, pero se trataba de dar coherencia al kokutai, estructura nacional, mas que de reforzar la autoridad del Emperador. En cuanto a si el Tenno desciende de la diosa del sol, más vale pensar, como dicen los japoneses: “Sabemos que no es cierto, pero lo creemos igualmente”.

Durante la Restauración Meiji, las palabras clave eran: “Moral oriental, técnica occidental”. ¿Iba a acabar la técnica occidental con la moral oriental? En el caso de Japón, la herencia moral venía por una parte de los orígenes míticos cuyo símbolo era el Emperador, pero también del confucianismo, que había sido la doctrina oficial del shogunato durante tres siglos. ¿Desaparecería el confucianismo al mismo tiempo que la antigua sociedad de la que era fundamento?

En la apertura a Occidente, el consejero de la Corte, Nishima Shigeki (1828-1902), defendió la idea de que educación y Gobierno del país no eran dos cosas distintas, lo fundamental era la moral, y las instituciones eran secundarias. Añadió: “Si seguimos el confucianismo, sólo debemos retener su espíritu, y espero que no sea utilizada la palabra confucianismo.” Podía hundirse el mundo antiguo, había que guardar, sin nombrarlos, los valores tradicionales qué seguirían inspirando las conductas sin alimentar el conservadurismo. Así sobreviven los valores esenciales del confucianismo: piedad filial, rectitud y cordialidad en sociedad, fidelidad y sinceridad hacia el país, placer del estudio, del ahorro y de la vida sobria. El confucianismo predica que el nombre es un ente social, y que es la sociedad la que da sentido al individuo, no a la inversa. La cosmología que propone no está plagada de creencias religiosas, su única finalidad es la armonía social, reflejo de la armonía cósmica. El confucianismo japonés ha conservado toda su eficacia para resistir a la invasión de ideas nuevas, y lejos de frenar la modernización, la ha acelerado.

Hay que añadir una consideración geográfica a este rápido repaso de la mentalidad japonesa y su historia. Además de los misteriosos orígenes del pueblo japonés, Japón se encuentra en un punto muy particular de nuestro planeta. Se dirige hacia él una corriente de fuerza que sale de las Indias y atraviesa China; de las Indias le ha llegado el budismo, de China ha tomado la escritura, la cultura clásica y el confucianismo. Otra corriente de fuerza desde Estados Unidos ha trazado el camino por el que han llegado la civilización occidental y la técnica. Geopolíticamente, Japón se sitúa en el punto concreto de encuentro de Oriente y Occidente, del Oeste y del Este. Su vocación era hacer la síntesis, y lo consiguió, en el sentido en que lo ha logrado mejor que los demás.