POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 99

El legado de Jacques Delors

Una Europa más amplia. Fue Delors quien, superados los obstáculos del muro de Berlín, impulsó las relaciones con los países de Europa central y oriental y una Europa más cohesionada en lo económico y político.
Pablo Benavides Salas
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Llegan las memorias de Jacques Delors en un periodo dramático de la vida de la Unión Europea. Su ampliación a diez nuevos países desde el 1 de mayo de 2004 trae una brisa de optimismo de aquella “fe del neófito” a la que se refirió el expresidente del gobierno español, Leopoldo Calvo-Sotelo, en las negociaciones de la adhesión de España, un optimismo y una fe puestos a prueba durante el proceso negociador con los países de Europa del Este, con Chipre y con Malta.

La UE se muestra todavía capaz de alimentar esperanzas y suscitar entusiasmos, aunque éstos sean moderados. Frente a ello, las discusiones sobre la Constitución europea se embarrancan por las divergencias de los diez Estados miembros y vuelven a plantear un gran interrogante.

La forma en la que se presentan estas memorias no es nueva en el caso de Delors. Su verbo fácil, preciso e imaginativo que tan útil le resultó siempre, lo usa en respuestas a veces largas y minuciosas a preguntas del periodista Jean-Louis Arnaud, como ya lo hiciera en alguna otra ocasión Dominique Wolton, para explicar su visión de los problemas de la nueva sociedad. Con este formato, la lectura cobra vida y produce resonancias de mayor actualidad.

Es difícil resumir los aspectos humanos y políticos de una personalidad compleja como la de Delors, que abarcan desde el experto en jazz y el fanático de fútbol y de cine hasta el líder político visionario. Pero aun así, tres son, a mi entender, las facetas de Delors que revelan sus memorias: la del socialista de raíces cristianas y sindicalistas, la del político activo en Francia y la del europeísta que culminó su carrera como presidente de la Comisión Europea.

De orígenes modestos, educado en un ambiente de gran exigencia intelectual y ética, Delors sigue un recorrido muy diferente al de la mayoría de los políticos franceses. Hay una enorme dosis de “autodidactismo” en su formación, primero como funcionario del Banco de Francia y, posteriormente, de la Comisaría General del Plan, una institución en la que durante muchos años se elaboraron las directrices económicas para Francia. Todo francés lleva dentro un fermento ineludible de “colbertismo” que, aun habiendo llevado a Francia a ocupar siempre un alto rango en la escala de las naciones, trasladado a otros países los hubiera arrastrado a rigideces impropias de una economía occidental.

Delors no pudo y no quiso nunca renunciar a atribuir al Estado un papel relevante en la vida económica, no sólo como gestor de bienes y servicios, sino como inversor en sectores que tradicionalmente en otros países se encomiendan a la actividad privada. Su reacción de frustración, que no oculta en sus memorias, ante la imposibilidad de llevar a cabo las inversiones programadas en el “paquete Delors II”, deja traslucir esa confianza en el papel motor de la economía estatal, en esta ocasión, extrapolada al ámbito comunitario.

Los orígenes sindicalistas cristianos de Delors lo marcarían de por vida. El diálogo social, ya sea en el marco de las actividades guber­na­men­tales, en el de los “clubs” de reflexión ligados a la acción política, o en el ámbito internacional, constituye para Delors algo más que un instrumento. Es la expresión de una forma de superar las confrontaciones. Es, posiblemente, ese concepto vital y esa actitud los que condicionaron más profundamente la dimensión de político activo de Delors y las que marcaron diferencias más profundas con sus propios correligionarios del Partido Socialista francés.

Las memorias se inician con un capítulo que rememora su decisión de 1994 de no entrar en la liza por la presidencia de la república francesa. Hay algo un tanto triste en esa parte del libro que vuelve en sus páginas finales y que me trae, personalmente, recuerdos de aquel acto en el Palais des Beaux-Arts de Bruselas de enero de 1995 al que me invitó entre el pequeño grupo de personas que lo arropábamos como testigos de una decisión que deseaba confirmar urbi et orbe para deshacer cualquier atisbo de duda que hubiera podido quedar después de su anuncio días antes en una emisión con la gran periodista Anne Sinclair.

Jamás quedaron claras las razones de su decisión que cambió, sin duda alguna, la suerte de aquella elección presidencial francesa. Posiblemente, fue un cúmulo complejo de razones las que lo empujaron: circunstancias familiares y personales, incluso de salud, poco propicias, la entrada en política activa de su hija Martine Aubry, en la que el Partido Socialista empezó a cifrar grandes esperanzas, el escaso atractivo que en Delors, de carácter particularmente austero, ejercía el boato y la grandeur de las funciones de la presidencia y, sobre todo, el poco explícito y frío apoyo que le prometían sus compañeros de partido.

Con algunos de ellos las fricciones, fruto de visiones distintas del ­ideal socialista, habían sido frecuentes y profundas y habían dejado heridas que Delors apenas oculta y que le llevó a una actitud pasiva y distante a lo largo de una campaña electoral que terminó en un fracaso estrepitoso del candidato socialista, Lionel Jospin. No faltaron, por supuesto, dentro de las propias filas del partido quienes, después de regatearle su promesa de apoyo a una eventual candidatura, le acusaron de defección y de ser el principal responsable de la derrota.

Como político, Delors escala los sucesivos peldaños del poder hasta llegar a regir la economía y las finanzas francesas, apoyándose siempre en su experiencia doble de sindicalista y de hombre formado, no en las nobles aulas de Polytechnique o de la École Nationale d’Administration (ENA), sino en los despachos, humildes en sus comienzos, del Banco de Francia y del Commissariat Général au Plan. Le tocó, como ministro de Economía y Finanzas, lidiar las sucesivas devaluaciones del franco que la política desacertada de los primeros gobiernos socialistas –con cuatro ministros comunistas en su composición– aplicaron y que la oposición política y los estamentos corporativos y económicos más reaccionarios de la derecha francesa quisieron hundir desde el primer día. Y contó para ello con el apoyo del presidente francés, François Mitterrand, siempre en tonos matizadamente maquiavélicos y una hostilidad abierta del ex ministro de Economía, Laurent Fabius, posiblemente el reverso jánico de la imagen de Delors en cuanto a orígenes, formación intelectual y posicionamiento socialista.

El recorrido de Delors en la política francesa termina precisamente en la renuncia a aceptar la oferta –nunca suficientemente explicada– de ocupar Matignon como primer ministro, lo que implicaba aceptar a Fabius en el posible gobierno que se constituyera, un tándem de imposible “cohabitación”. Las dimisiones tantas veces comentadas de Delors terminan con la salida del gobierno y la llegada de su oponente Fabius a Matignon. Desde ahí, la alcaldía de Clichy (paso siempre obligado para todo político francés que se precie) es un paréntesis de la vida en contacto con la realidad local. Y, finalmente, su salida empujada por Mitterrand y por su ministro de Asuntos Exteriores, Roland Dumas, hacia Bruselas como presidente de la Comisión Europea, acogida con entusiasmo por quien sería su valedor, confidente y aliado, no siempre fácil, el canciller alemán, Helmut Kohl.

Si algo en la personalidad y en el recorrido político de Jacques Delors quedará, sin duda, para la posteridad, será el papel que desempeñó en unos años determinantes en la construcción europea. Para aquéllos que tuvimos la oportunidad de servir como funcionarios de la Comisión durante largos años a sus órdenes, el periodo Delors quedará como aquél en el que la Comisión alcanzó un relieve nunca igualado. No siempre fue fácil y el propio Delors recorre en sus memorias momentos fastos junto a fracasos y frustraciones.

Delors intentó dar nuevos impulsos a una Europa que él ambicionaba más amplia, cohesionada y presente en el mundo. La fortaleza y la importancia de la Comisión no fueron el objetivo de su acción, sino su instrumento. Nadie más que Delors fue consciente de que el poder de iniciativa debía residir en la Comisión y de que el ejercicio de dicho poder podría exponerse a censuras y frenos de los Estados miembros, permanentemente celosos de sus prerrogativas de soberanía nacional que les llevaban a mirar con recelo cualquier propuesta de la Comisión.

Una Europa más amplia. Fue Delors quien, superados los obstáculos del muro de Berlín, impulsó las relaciones con los países de Europa central y oriental y en un encuentro con el entonces primer ministro polaco, Tadeusz Mazowiecki, lanzó la idea de unos acuerdos europeos, innovadores y ambiciosos, llamados a “anclar definitivamente esos países a Europa”, según la expresión de aquella ocasión y acompañarlos hasta el umbral de una adhesión que, en 1990, aún se veía lejana. De Delors surgió la idea de unos fondos financieros como el programa Phare, que allanaría el camino de esa aproximación. Como suyo también fue el impulso para establecer unas relaciones profundas y amplias con Rusia y sus países satélites, apoyadas en otros recursos financieros como el programa Tacis.

El propio Delors dedica en sus memorias unos comentarios minuciosos a la reunificación alemana en la que la complicidad con el canciller Helmut Kohl fue determinante para superar los recelos de Mitterrand y la primera ministra británica, Margaret Thatcher. En todas estas acciones la implicación y el aliento personales de Delors, secundado siempre por un gabinete que dirigía y motivaba el actual comisario de Comercio, Pascal Lamy, fueron decisivos.

Una Europa más cohesionada en lo económico y en lo político. Delors abrigó siempre la ambición de una Europa no sólo monetaria, sino económicamente cohesionada. Una y otra vez repitió –y reitera hoy, cuando el Pacto de Estabilidad y Crecimiento se tambalea en sus cimientos– la necesidad de llegar a políticas económicas convergentes y consensuadas sin las cuales la moneda común sería solamente un soporte amenazado por los vaivenes de la coyuntura. Hoy, probablemente más que nunca, cuando las locomotoras económicas de la UE –Francia y Alemania– jadean y se agotan, las tesis de Delors cobran validez y actualidad, aun cuando las posibilidades de edificar unas políticas económicas convergentes –ya que no comunes– y adaptadas a la coyuntura aparezcan también lejanas.

Una Europa más presente en el mundo, representada en la medida de sus competencias propias por la Comisión. Delors se batió silenciosa y eficazmente por atribuir a la Comisión, no ya en el plano europeo, sino en el de un mundo que se globalizaba aceleradamente, una presencia y un papel de coordinación que no podían asumir ni la presidencia del Consejo ni países como Estados Unidos ni organismos internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. Y así es como, iniciado el proceso de transición en los países del Este, se creó el G-24, que agrupaba a los miembros de la OCDE, coordinaba la indispensable ayuda a estos países y presidía la Comisión.

Y así es, también, como Delors se convirtió en pieza respetada y escuchada en un G-7 que acogería después a Rusia en su seno. Y finalmente, por citar otro ejemplo, cómo venciendo mil y una resistencias de EE UU y de ciertos países comunitarios, la Comisión participó en la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa y Delors junto con el entonces presidente del Consejo, Giulio Andreotti, firmó el tratado constitutivo de la OSCE en la cumbre de París (noviembre 1990).

Nada de todo esto se realizó de manera fácil ni gratuita. Fue necesaria la fe digna de los “padres de Europa”, la tenacidad, la capacidad de trabajo y el sentido de equipo que Delors aportó a sus años de presidencia de la Comisión. Sus Mémoires traen ahora a aquéllos que vivimos esos años y afanes en primera línea con Delors, un relente de nostalgia y una brisa de esperanza de que, al margen de los recelos institucionales, reflejo de concepciones divergentes de la idea de Europa, la Constitución europea siga formando parte de un sueño que podamos legar un día a nuestros hijos.