POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 97

Vittorio Emanuele Orlando, David Lloyd George, Georges Clemenceau y Woodrow Wilson en Versalles, 1919. GETTY

El presidente Wilson y los neoconservadores

¿Icono liberal o cruzada imperialista? La guerra de Irak y los “halcones” de la administración de George W. Bush han dado nueva relevancia al expresidente Woodrow Wilson. Su figura representa, más que la democracia, el excepcionalismo americano.
Ronald Steel
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Durante los últimos doce años, la imagen de Woodrow Wilson ha experimentado una notable transformación. Al piadoso idealista inspirado por una visión utópica de hermandad global se le ha otorgado una nueva identidad: la de un guerrero imperialista imbuido de un espíritu de cruzada. Para desagrado de sus viejos admiradores liberales y el aplauso de sus nuevos admiradores neoconservadores, Wilson ha sido invocado como el santo patrón de la guerra de Irak.

¿Qué ha sucedido? ¿Ha sido Wilson secuestrado y su nombre tomado en vano? ¿O es que ha sido siempre malinterpretado? Los liberales prefieren pensar que su Wilson, el profeta de la paz democrática mediante la cooperación internacional, nunca habría permitido una guerra unilateral por el control de recursos naturales, una guerra “preventiva” o incluso una guerra por la democracia. ¿Acaso Wilson no es justamente reconocido como uno de los más ardientes partidarios del internacionalismo, de una “comunidad de poder” para reemplazar al equilibrio de poderes, de un Parlamento de las naciones para mantener la paz?

Sí, pero… El internacionalismo de Wilson fue siempre de una categoría especial. Durante dos años y medio mantuvo a Estados Unidos fuera de la guerra europea, hasta que ambos bandos estuvieron tan debilitados que él creyó que podía dictar los términos de la paz. Y cuando instruyó al Congreso para que declarara la guerra a Alemania en abril de 1917 insistió en que EEUU ten dría una absoluta libertad de acción: no se uniría al pacto como un aliado, sino como una “potencia asociada” con su mando militar separado y objetivos políticos propios. Incluso su plan para la Sociedad de Naciones asumía que se remodelaría el mundo de acuerdo con los objetivos estadounidenses.

Algunos “halcones” de la guerra de Irak tienen, al menos en parte, razón. Wilson, la quintaesencia del icono liberal, fue un convincente cruzado imperialista. Da mucho que pensar que, durante décadas, el nombre de Wilson se haya invocado para santificar prácticamente todas las acciones militares emprendidas por un presidente estadounidense, incluyendo la de Irak. Y considerando que EEUU ha estado en guerra en una u otra parte del mundo casi continuamente desde 1941, no se trata de un logro menospreciable.

Woodrow Wilson es hoy honrado no como el príncipe de la paz sino como la fuente de inspiración para reconstruir el mundo según los principios de EEUU. Si se puede considerar a alguien como el epítome tanto del idealismo como de la arrogancia del “siglo americano”, ése es sin duda Wilson. Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, sesenta años después del ataque japonés a Pearl Harbor que galvanizó de modo similar la voluntad nacional de EE UU, han dado a su figura una nueva relevancia.

 

‘Wilsonianismo’ e Irak

La retórica wilsoniana ha sido invocada para justificar la actual cruzada global de EEUU. Cuando George W. Bush declaró que “la libertad del pueblo iraquí es una gran causa moral”, y que la guerra inauguraría un impulso para “traer la esperanza de la democracia (…) a cada rincón del mundo”, estaba hablando en el lenguaje de Wilson. El redactor de The New Republic, Lawrence F. Kaplan, dijo que esos objetivos hacían de Bush “el presidente más wilsoniano desde el propio Wilson”, y que “es posible que la influencia de los ideales wilsonianos esté desperdigada por doquier, desde los planes de la administración de utilizar a Irak como la piedra de toque para democratizar el mundo árabe, hasta la estrategia más amplia de transformar más que coexistir con regímenes totalitarios”.

El vínculo entre Wilson y los neoconservadores expansionistas de hoy no es casual; no más, en cualquier caso, de lo que fue entre Wilson y los autores de la doctrina Truman, el Plan Marshall, la OTAN y las guerras en Corea y Vietnam. El lenguaje inspirador de Wilson, tan adulador como conmovedor, es un eficaz instrumento para ganar el apoyo popular. La guerra de Irak ha sido descrita por los entusiastas neoconservadores como una guerra wilsoniana, ya que promete difundir la democracia por todo Oriente Próximo e incluso más allá. Esto resulta también atractivo para muchos liberales, al apelar a su disposición de usar el poder de EEUU para fines virtuosos. Pero al buscarlos adoptan medios discutibles.

Tanto liberales como neoconservadores pueden tener razón al considerarse wilsonianos. Lo cierto es que se parecen más de lo que están dispuestos a admitir en sus ambiciones ideológicas y en sus justificaciones morales. Pero esto no debería sorprender, porque algunos de los neoconservadores de hoy fueron los liberales de ayer. En la práctica, la diferencia entre los liberales intervencionistas y los intervencionistas neoconservadores es más una cuestión de grado que de principios; radica en la magnitud del uso del poder militar que los liberales pueden racionalizar, y en cuánta deferencia a los clichés liberales pueden tolerar los neoconservadores.

Al buscar una justificación para el uso de la fuerza, el mantra es la palabra “democracia”. Cuando Wilson insistió en que “el mundo debe convertirse en un lugar seguro para la democracia”, no estaba expresando un deseo sino un mandato. Para los wilsonianos, el imperativo democrático no es negociable; como la mayoría de otras creencias, es intolerante con todos los sistemas ajenos a ella misma. La paradoja de la democracia es que puede ser intolerante en su demanda absoluta de tolerancia. No vacila, sea bajo criterios liberales o conservadores, en usar el poder militar para imponer el sometimiento a sus imperativos. En esto es similar a otras creencias monoteístas en sus cruzadas. Ser indiferente a la expansión de la democracia de estilo estadounidense es ser antipatriota. Preguntar por qué debe salvarse el mundo para la democracia es una cuestión subversiva.

 

«Para los wilsonianos el imperativo democrático es innegociable»

 

Pero a Wilson, como a las Escrituras, puede citársele para propósitos diversos. Sus pronunciamientos son tan amplios que le hacen susceptible de convertirse en un verdadero “ismo” en sí mismo. Y las partes que componen su discurso no encajan todas unas con otras. El wilsonianismo es un traje que se ajusta a muchas tallas, formas y necesidades. ¿Intervención unilateral? Por supuesto, wilsoniana. Sólo hace falta preguntarle a los mexicanos, haitianos, dominicanos o nicaragüenses, a los que les envió a los marines para que, como dijo, “enseñaran a las repúblicas suramericanas a elegir buenos hombres”. También wilsonianos son la autodeterminación, el anticolonialismo, el libre comercio, el internacionalismo y la globalización.

Sin embargo, también la guerra puede ser wilsoniana, si bien librada por los propósitos correctos, al lado del neocolonialismo, el nacionalismo, e incluso el imperialismo. La democracia, sin que importe la vaguedad con la que pueda definirse es, desde luego, casi siempre wilsoniana. Esto es cierto incluso cuando viene envuelta con el manto de la intervención y el autorita rismo, como Jeane Kirkpatrick, la embajadora ante la ONU de Ronald Reagan, sostuvo erróneamente en sus famosas explicaciones anteriores a 1989 sobre por qué las dictaduras derechistas podían evolucionar hacia la democracia y por qué las de izquierda presumiblemente nunca podrían hacerlo.

Puede considerarse injusto describir al wilsonianismo como simplemente un subterfugio para un imperialismo cínico, que utiliza preceptos virtuosos como cobertura moral para su expansión permanente. Más bien, puede verse al wilsonianismo como un cuerno de la abundancia inagotable, del cual los políticos pueden extraer una justificación idealista, provista de su propia retórica inspiradora, para perseguir cualquier estrategia que se adecúe a sus fines. En este sentido, es la contrapartida cuasiteológica de esa otra abstracción inmensamente útil, aunque totalmente indefinible: el “interés nacional”. Al buscar una justificación a la política del día, cualquiera que sea, los políticos han encontrado útiles las homilías de Wilson. Richard Nixon a menudo invocaba “la retórica de Wilson para explicar sus objetivos mientras apelaba al interés nacional para justificar sus tácticas. (…) En la mente de Nixon se fusionaban el wilsonianismo y la Realpolitik”.

También se han fusionado para otros. En su importante estudio America’s mission, el politólogo Tony Smith señala que el hincapié que hacía Wilson en la democracia no radicaba en un idealismo confuso, sino en “la convicción de que los intereses nacionales estadounidenses podían perseguirse mejor mediante la promoción de la democracia a escala mundial”. La teoría subyacente en ese planteamiento es que las democracias no tienden a lanzar guerras de agresión, al menos no unas contra otras. Así, Smith vincula de manera provocativa dos tradiciones aparentemente incompatibles: el realismo clásico, con su énfasis en el poder, y el internacionalismo liberal con su preocupación por la democracia.

Como quiera que se le interprete, el genio político de Wilson, del que sus sucesores han aprendido mucho, consistió en formular una política que se correspondía a la perfección con la estrategia y los intereses políticos de EE UU, y en haberlo expresado en un vocabulario que lo hacía parecer idealista y altruista. Al hallar que Dios bendecía lo que dictaba el interés propio, este hijo de predicador no abrió nuevos caminos, pero sí fijó un elevado estándar a partir del cual se juzga a sus antecesores y al que aspiran sus sucesores.

Lo que requiere una diplomacia wilsoniana no es meramente un deseo de reorganizar el mundo, sino también una razonable convicción de que EEUU tiene el poder para hacerlo. Así, el impulso wilsoniano ha experimentado altibajos en relación proporcional a la confianza de los líderes estadounidenses en su habilidad para amoldarse a los acontecimientos. Últimamente ha resurgido, pero esto podría cambiar si los costes de la actual aventura militar en Irak derivan en una espiral fuera de control y los beneficios prometidos resultan ilusorios, como ocurrió en Vietnam y podría ocurrir tanto en Afganistán como en Irak.

El primer anteproyecto de un “nuevo orden mundial” estadounidense fue el enunciado por Wilson en su discurso de los “catorce puntos” en enero de 1918. Allí delineó los principios de una paz diseñada por EEUU para todos los beligerantes europeos y continuó en la Conferencia de Paz de París, donde intentó imponer su plan a los recalcitrantes aliados de EEUU. Tras el fracaso de Wilson, EEUU se ensimismó con el entusiasmo del boom de la bolsa de valores, y luego en la mañana después de la Gran Depresión.

No fue hasta la victoria sobre Alemania y Japón en 1945 cuando los americanos soñaron otra vez con transformar el mundo. La guerra de medio siglo con el comunismo soviético y chino proporcionó el incentivo, y la ausencia de cualquier otro rival ofreció la oportunidad. Ese largo conflicto, con su sucesión de guerras abiertas y encubiertas a lo largo de las fronteras donde los mundos “libre” y “comunista” se encontraban, marcó el que ha sido llamado “siglo americano”. Éste culminó con una nota de triunfalismo por el colapso del comunismo y encontró su expresión perfecta en la prematura celebración del “fin de la historia” de Francis Fukuyama y el reinado eterno del capitalismo democrático.

 

«El gobierno de Bush se ha involucrado en la construcción de otro nuevo orden mundial»

 

Ahora que estamos de regreso en la historia, la administración Bush se ha involucrado en la construcción de otro nuevo orden mundial. En esa empresa, Wilson sirve como inspiración y guía. “La victoria intelectual de Wilson demostró ser de una naturaleza más seminal de la que podría haber sido cualquier otro triunfo político”, por citar de nuevo a Kissinger. “Porque, siempre que EEUU se ha enfrentado a la tarea de construir un nuevo orden mundial, ha regresado de un modo u otro a los preceptos de Wilson”.

Los sermones de Wilson abrazaron los principios de la autodeterminación, la democracia, las “puertas abiertas” (es decir, el libre comercio), la globalización, la seguridad colectiva y la fe en una historia progresista que condujera a un mundo mejor. Todos los presidentes norteamericanos, cada uno con su propio estilo –y sin tomar en consideración su verdadera conducta– han rendido pleitesía a esos preceptos. Son parte de nuestros rituales nacionales. Pero no han estado exentos de críticas. El historiador Lloyd Ambrosius, en su estimulante conjunto de ensayos, Wilsonianism, sostiene que “Wilson fracasó en suministrar una visión o un legado realista para EEUU en los asuntos mundiales”. En gran parte se debió a la convicción de Wilson de que sus principios eran universales, cuando de hecho eran tan parroquianos como aquéllos a los que se oponía. “Al equiparar el americanismo con el internacionalismo”, tanto Wilson como George W. Bush “se erigieron en campeones de un sistema de globalización bajo el liderazgo de EEUU. Pero ninguno de ellos entendió la reacción contra él”, escribe Ambrosius en relación a la peligrosa falacia que conecta a Wilson con los neowilsonianos de hoy.

 

La filosofía de Wilson

Para entender el sentido de la diplomacia de Wilson ayuda saber algo de su vida. “La filosofía de un hombre es su autobiografía”, escribió el joven Walter Lippmann durante la presidencia de Woodrow Wilson: “Se puede leerla en la historia de su conflicto con la vida”. Para nadie es esto más cierto que en el caso de Wilson. En Woodrow Wilson, su amena biografía, el prolífico historiador H.W. Brands, aunque no revela nada nuevo, proporciona algunas pistas sobre el modo en que la herencia sureña de Wilson, su estricta educación presbiteriana, su temor a la debilidad, su necesidad de imponer su voluntad a los demás, sus ansias de reconocimiento y respeto y su semiconsciente búsqueda del martirio contribuyeron tanto a sus triunfos como a sus fracasos.

Profundamente religioso, Wilson creía que su misión era mejorar el mundo de acuerdo con los mandatos revelados a él por el Creador y perfeccionados en EEUU. “América nació para ejemplarizar la devoción a los elementos de rectitud moral que se derivan de las revelaciones de las Sagradas Escrituras”, fue la explicación que ofreció sobre por qué creía que la guerra era una santa cruzada. Sus convicciones religiosas le dieron una gran fortaleza en su lucha contra sus adversarios. Pero también le hicieron inflexible en asuntos que le preocupaban profundamente. En tales casos –como durante el debate en el Senado en torno a la Sociedad de Naciones– veía el compromiso como equivalente a la humillación.

Wilson llegó a la Casa Blanca en 1913 como un reformador con tendencias progresistas en cuestiones internas. Pero el estallido de la guerra europea el año siguiente le proporcionó el escenario que ansiaban sus ambiciones. Durante dos años intentó mediar entre las coaliciones imperialistas rivales, cada una de las cuales aspiraba a la victoria total: los británicos, los franceses y los rusos por un lado, y los alemanes (con sus socios austrohúngaros y otomanos) por el otro. En un primer momento de la guerra, pidió con insistencia un compromiso de “paz sin victoria”, e incluso cuando los barcos mercantes norteamericanos estaban siendo atacados declaró (para la sarcástica burla de Theodore Roosevelt y los “halcones” belicistas) que “existe tal cosa como una nación demasiado orgullosa para combatir”.

Para Wilson, el enfrentamiento sólo era el medio para un fin mayor: la abolición de la guerra mediante la creación de una estructura internacional que impusiera la paz. Los norteamericanos estaban emprendiendo, dijo a la nación en su llamamiento a una declaración de guerra en abril de 1917, una “guerra para acabar con todas las guerras”. En enero de 1918 fue incluso más allá para proclamar “la guerra final por la libertad humana”. También ésa era una meta ambiciosa, particularmente porque los aliados de EEUU en la gran cruzada –Gran Bretaña, Francia, Rusia, Japón e Italia– tenían otros objetivos.

 

«Wilson llegó a la Casa Blanca como reformador con tendencias progresistas en asuntos internos»

 

Algunos de ellos habían sido establecidos en los tratados que los miembros del pacto habían acordado entre sí para repartirse el botín una vez que hubiesen derrotado a Alemania y a los imperios austro-húngaro y otomano. Hacer del mundo “un lugar seguro para la democracia” no estaba en su agenda. Esos tratados habían sido –comprensiblemente– negociados con un gran secretismo. Pero cuando los bolcheviques, tras tomar el poder en Rusia en noviembre de 1917, los revelaron al mundo, la virtuosidad de los nuevos socios bélicos de EEUU quedó seriamente en entredicho.

Para neutralizar el impacto de los tratados secretos en la opinión pública norteamericana, Wilson elaboró apresuradamente su propio plan de paz. En enero de 1918 desveló sus “catorce puntos”. Ocho de ellos abordaban reclamaciones y ajustes territoriales (la restauración de la independencia de Bélgica, el retorno de Alsacia-Lorena a Francia, etcétera), pero en el núcleo de su plan residían los seis principios generales para reorganizar el mundo. Eran principios grandilocuentes: libertad de los mares, diplomacia abierta, libre comercio, control de armamento, derechos para los pueblos colonizados y una asociación de las naciones para mantener la paz. Sin embargo, también esos puntos entraban en conflicto con las ambiciones de los aliados de EEUU, que los encontraron intolerables y de hecho risibles. No importa, dijo Wilson a su principal consejero, el coronel Edward House. La posición económica de EEUU al final de la guerra sería tan poderosa que los líderes aliados tendrían que acceder a un plan de paz justo. Todo se resolvería en la Conferencia de Paz de París. Allí él sería el autor de un Novus Ordum Seculorum para el mundo, del mismo modo que los padres fundadores lo habían sido para la república norteamericana siglo y medio antes. Él sería su heredero y sucesor.

La clave para ese nuevo orden mundial sería una asamblea de Estados que se enfrentaría a los agresores con el poder de una comunidad internacional unida. Wilson no inventó esta idea. Había estado rondando durante años, especialmente en 1915 entre los inspiradores de la Liga para Aplicar la Paz, dirigida por el expresidente, William Howard Taft, y en 1916, en los discursos de Henry Cabot Lodge y el propio Wilson. Pero éste fue su más elocuente defensor. Su fe en el poder redentor de la Sociedad de Naciones era total, y en ello radicó su última, en gran parte autoinfligida, derrota.

El tratado de paz forjado en París durante el primer semestre de 1919 por las potencias victoriosas no fue ni idealista ni práctico. Los alemanes fueron excluidos, y si bien su derrota les había hecho irrelevantes para el futuro de Europa, también lo fueron los rusos, en castigo por su revolución. Pero París otorgó un terreno propicio para la proliferación de una serie de peticionarios codiciosos, cada uno de los cuales ambicionaba los territorios de sus vecinos y citaba reclamaciones que se remontaban a siglos atrás.

El cínico regateo y los pactos en las sombras, el desmembramiento de los Estados existentes, la distribución del botín entre los vencedores, el reparto de los imperios, el chalaneo de viejas civilizaciones y la subyugación de los pueblos colonizados no sólo fue injusto –como cabía esperar en esas circunstancias– sino además autodestructivo. Todo ello hizo burla de la etérea retórica de Wilson y engendró una generación de cínicos, tanto entre los vencedores como entre los vencidos. Al final, su legado no fue “la guerra para acabar con todas las guerras”, sino una todavía más terrible.

Los editores de la progresista The New Republic habían respaldado la guerra en 1917 con entusiasmo, prometiendo una “transformación de los valores tan radical como nunca antes había ocurrido en la historia del intelecto”. Dos años después, cuando los vencedores concluyeron su trabajo y presentaron el tratado de Versalles a los derrotados, los mismos editores lo describieron como “el más desvergonzado y, esperamos, el último de esos tratados que, mientras pretenden traer la paz a un mundo atormentado, meramente escribe las especificaciones para las futuras revoluciones y guerras”.

 

«El tratado de paz forjado en 1919 por las potencias victoriosas no fue ni idealista ni práctico»

 

Irónicamente, la guerra por los valores democráticos en el exterior se convirtió, bajo Wilson, en una guerra cuyo resultado fue su supresión en el interior. Después de que el Congreso aprobara la declaración de guerra, su administración promulgó una serie de leyes represivas que restringían la libertad dentro de sus propias fronteras. La ley de espionaje de 1917 y la ley de Sedición de 1918 declararon ilegales lo que se calificó de expresiones “desleales, profanas, difamatorias o abusivas” sobre el gobierno estadounidense, o cualquier palabra susceptible de causar “desprecio, menosprecio o agravio”, incluyendo cuestionamientos sobre la guerra o la sabiduría de sus líderes. Los ofensores fueron sometidos a penas de deportación o cárcel. La líder sindicalista Emma Goldman fue enviada a Rusia. Eugene Debs, el candidato socialista a la presidencia en 1912, fue enviado a prisión por criticar la guerra y no fue liberado hasta que Wilson fue sustituido por Harding en 1921. La intolerancia de Wilson hacia cualquier oposición, al lado de sus simpatías por la segregación racial, hizo de él un adversario ineficaz –e incluso poco dispuesto– de la erosión de las libertades civiles durante la guerra y sus postrimerías.

La desilusión con la guerra y la paz llegó bastante pronto. Pero al principio hubo grandes esperanzas, como la historiadora Margaret MacMillan de la Universidad de Toronto muestra en su libro Paris 1919, su meticulosa reconstrucción de la conferencia. A diferencia de muchos otros trabajos que abordan ese momento crucial, ella no tiene ninguna gran causa que defender, un hacha que esgrimir o un marco analítico en el cual colgar su crónica de los hechos. Pero en un agradable estilo, cuenta la historia con una prosa equilibrada, luminosa y elegante. Cuenta en colorido detalle las largas y con frecuencia reñidas negociaciones entre los tres líderes: Wilson, Georges Clemenceau de Francia y David Lloyd George de Gran Bretaña, al lado de breves apariciones de extravagantes peticionarios como Gabriele d’Annunzio y Eleutherios Venizelos. MacMillan tiene un don para relatar vívidamente una historia complicada, con una habilidad especial para capturar la esencia de sus personajes en retratos maestros.

Si se quiere conocer cómo se gestó el Estado híbrido de Yugoslavia, por qué Rumania salió de la guerra dos veces más grande después de absorber un enorme trozo de Hungría, por qué se permitió a Japón engullir la provincia de Shantung de China, cómo Italia se apoderó de una parte germano parlante de Austria pero perdió luego su apuesta por ganar ambas orillas del mar Adriático, cómo Mustafa Kemal Atatürk conformó un Estado turco de los restos del imperio otomano y evitó que los griegos capturaran Constantinopla y, particularmente, con gran sentido de la oportunidad, cómo los británicos crearon cuatro Estados árabes –Jordania, Siria, Líbano e Irak, por no mencionar un puñado de reinos y principados– a partir de los territorios otomanos e instaló a un príncipe suní en el trono de Bagdad, éste es el libro donde encontrarlo.

Gran parte de las críticas posteriores a la conferencia se centraron en el trato que los vencedores dieron a Alemania, despojada no sólo de sus colonias sino también de buena parte de su territorio, para luego sufrir las reparaciones punitivas que contribuyeron a la inestabilidad política de la república democrática de Weimar. MacMillan sostiene que el castigo de Alemania no fue irracional y que las reparaciones no fueron tan onerosas como parecían, una opinión hoy compartida en los estudios académicos. Sin embargo, vale la pena destacar que el trato dado a Alemania después de la Segunda Guerra mundial fue muy distinto y que la República Federal, como resultado, fue no sólo mucho mejor que la de Weimar, sino una democracia pacífica y admirable.

 

EEUU y la Sociedad de Naciones

No obstante, la incógnita permanece: ¿por qué Wilson no hizo un mejor trabajo al defender sus principios de “una paz sin victoria”? Las duras negociaciones sobre la “culpa de la guerra” de Alemania y el precio que se le debía exigir se llevaron a cabo esencialmente entre Clemenceau y Lloyd George. El habilidoso viejo líder francés, cuyos recuerdos se remontaban a la humillante derrota de 1871, estaba convencido de que Francia sólo podría sentirse segura si Alemania se veía considerable y permanentemente debilitada, e incluso reducida en tamaño mediante la amputación de la Renania así como de las áreas germano parlantes en la nueva Polonia y Checoslovaquia.

Wilson estaba preocupado por los peligros de un acuerdo territorial reivindicativo y por las exageradas reclamaciones de los peticionarios con antiguos agravios que demandaban fueran resueltos a su favor. Pero la Sociedad de Naciones fue para él una prioridad suprema y sabía que, para conseguir lo que quería, también tenía que ceder. Al final, sacrificó demasiados principios porque creyó que el tratado de paz, sin importar lo defectuoso que pudiera ser, podría redimirse con la Sociedad de Naciones.

Fue un juego peligroso. Y no necesitó haberlo hecho. Lo que no pareció advertir fue que sus socios en la negociación, británicos y franceses, eran quienes realmente necesitaban la Sociedad de Naciones, no EEUU. Eran ellos quienes dependían del poder y del apoyo norteamericano para su seguridad contra una Alemania restaurada y contra la amenaza de revolución que se difundía por Europa desde Rusia. EEUU podía, y de hecho lo hizo, prescindir de la Sociedad de Naciones; pero no los amenazados directamente por las ambiciones de los emergentes regímenes militaristas.

En lugar de comprarles la Sociedad a sus aliados de guerra, debería habérsela vendido. En vez de acceder a sus capturas de territorios como precio por su aceptación de la Sociedad, debería haberles dicho que EEUU estaría de acuerdo con adherirse a ella sólo si aceptaban una paz no punitiva y equitativa. Pero Wilson quería la Sociedad de Naciones con desesperación, porque únicamente ella podía justificar su decisión de entrar en una guerra que anteriormente había denunciado como una locura. Y pagó un precio demasiado alto por ello.

Al presentar con orgullo su defectuoso tratado al Senado para su ratificación, lanzó uno de sus sermones: “El escenario está establecido, el destino desvelado. Ha llegado no como resultado de ningún plan de nuestra propia concepción, sino por la mano de Dios que nos condujo por este camino (…). Fue con esto con lo que soñamos desde nuestro nacimiento”. El escenario estaba, en efecto, establecido, pero no para lo que Wilson había anticipado.

A Wilson se le presenta generalmente como el mártir de la Sociedad de Naciones, con su noble sueño frustrado por un puñado de obstinados senadores aislacionistas que bloquearon la ratificación del tratado y, por tanto, condenaron al mundo a otra terrible guerra. De hecho, el principal oponente de Wilson en el Senado, Henry Cabot Lodge, abrazó un internacionalismo cualificado –como muestra John Milton Cooper en su libro Breaking the heart of the world, su admirable y equilibrado estudio sobre el debate en torno a la Sociedad de Naciones– e incluso antes de la guerra se había unido a Theodore Roosevelt en el esfuerzo para crear una “Sociedad de Paz” que previniera la guerra.

La cuestión ante el Senado no fue si EEUU debía comprometerse con el mundo, sino en qué términos habría de hacerlo. Wilson creía que su fórmula era perfecta como estaba establecida y que, por ello, no podía sufrir la más leve enmienda. Para asegurarse de que tendría control total sobre su obra, había rechazado nombrar a un solo republicano para que integrase su equipo en París. Tontamente, ese gesto dejó al partido sin su participación en el acuerdo. Cuando presentó el tratado al Senado en julio de 1919 lo hizo como si estuviese arrojando un guante: “¿Nos atreveremos a rechazarlo y romper así el corazón del mundo?”, demandó.

 

Límites del moralismo

Presentado en esos términos, el asunto se convirtió no en una cuestión de cómo establecer un camino razonable para un compromiso internacional más profundo con el que los dos partidos pudiesen estar de acuerdo, sino en una prueba de voluntades. Había un amplio terreno para el acercamiento de posiciones que podría haber conducido a un acuerdo de compromiso, de no haber sido por la rigidez y la santurronería moralizante de Wilson, según demuestra Cooper. Al negarse a aceptar una sola enmienda a su convenio, e incapaz de ganar la requerida mayoría en el Senado, Wilson llevó el asunto directamente ante el pueblo. Creyendo que sus habilidades retóricas podían forzar a los senadores recalcitrantes a apoyarle, se embarcó en una agotadora gira para vender su tratado. En ese viaje mal concebido, sufrió un infarto que le incapacitó para el resto de su vida, convirtiéndolo en un presidente que lo era sólo de nombre.

Desde octubre de 1919 hasta el final de su mandato en marzo de 1921, estuvo aislado en la Casa Blanca. Para todas las cuestiones prácticas, el presidente en funciones fue su formidable segunda esposa, Edith Galt.

¿Afectó la enfermedad de Wilson a la pelea en torno a la Sociedad de Naciones? Cooper sostiene que sí, que si Wilson hubiese estado en pleno control de sus facultades, habría forjado un pacto con el Senado que le habría concedido, en esencia, lo que buscaba. Quizá. Pero antes de su enfermedad, Wilson nunca mostró el menor interés por llegar a un compromiso negociado. Las cosas debían hacerse a su manera o no se harían: o un tratado libre de enmiendas o ningún tratado en absoluto. Dada la elección entre una rendición parcial y el martirio, Wilson escogió esto último. Al hacerlo, bloqueó con ello una implicación internacional de EEUU que podría haber tenido un efecto mayor sobre la historia que sus visiones utópicas. Si alguien, por utilizar su melodramático lenguaje, rompió el corazón del mundo, fue él.

Al final, quizá no haya importado mucho si EEUU se sumó o no a la Sociedad de Naciones. Ninguna de las democracias, unidas o separadas, tenía la voluntad suficiente para desafiar a los agresores. Así quedó demostrado en Munich en 1938, cuando Reino Unido y Francia intentaron alcanzar un acuerdo con Hitler dirigiendo su agresión hacia el Este, a costa de Checoslovaquia y, en último término, de Rusia. No fue la ausencia de EEUU de la Sociedad de Naciones lo que alimentó las agresiones de los dictadores. La causa fue el rechazo a crear un equilibrio de poderes que pudiera contenerlos, un rechazo arraigado en el utopismo de Wilson.

Una vez más estamos en sintonía con el ánimo wilsoniano de rehacer el mundo a la imagen de EEUU, aunque en este caso George W. Bush rechazó inicialmente una cooperación de la sucesora de la Sociedad de Naciones, las Naciones Unidas, que ahora busca. Curiosamente, con el triunfo del poder de EEUU, la admiración por Wilson lo único que ha hecho es aumentar. Ello es comprensible una vez que se advierte que el wilsonianismo no es principalmente la doctrina de la democracia o del internacionalismo; es la doctrina del excepcionalismo norteamericano. Es la “ciudad sobre la colina” ampliada a dimensiones globales, el acompañante ideológico de la hegemonía estadounidense.

Los norteamericanos no estaban preparados para esa gran aventura en 1919, cuando Wilson la propuso. Desde finales de los años cuarenta, hemos abrazado la retórica de Wilson de rehacer el mundo según los valores de EEUU. Su plan para un nuevo orden mundial, dijo al Senado en enero de 1917, descansaba firmemente en “los principios americanos”. Éstos no eran negociables, sostuvo, “porque son los principios de la humanidad, y deben prevalecer”. Ésta es la razón por la que Wilson es honrado hoy no como un idealista fracasado, sino como una figura imperial para una nación en plena euforia de una era imperial.