POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 39

Clinton y Yeltsin, durante la visita oficial del primero a Rusia, el 13 de enero de 1994. GEORGES DEKEERLE/GETTY

En busca de una estrategia conjunta

Todo está preparado para que Rusia y EEUU influyan positivamente en el curso del mundo, no a través de un dominio conjunto ni de la imposición de las prioridades de las superpotencias, sino mediante una cooperación constructiva.
Andréi Kozirev
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En agosto de 1991, al hablar en un mitin tras el fracaso del golpe de Estado comunista, expresé oficialmente algo que antes era sólo una idea: Estados Unidos y las demás democracias occidentales son amigos y aliados potenciales de la Rusia democrática de un modo tan natural como fueron enemigos de una URSS totalitaria. De hecho, la coo­peración es la mejor decisión estratégica para Rusia y EE UU. Su rechazo significaría la pérdida de una oportunidad histórica para hacer posible la formación de un Estado ruso democrático y abierto y la trans­formación de un mundo inestable en uno estable y democrático.

Conseguir esos objetivos es de vital importancia para Rusia y Estados Unidos, que ahora comparten valores democráticos comunes. Los intereses nacio­­na­les de ambos países ya no están en conflicto, sino que se com­plementan en la mayoría de las cuestiones internacionales. Todo está preparado para que Rusia y EE UU influyan positivamente en el curso de los acontecimientos mun­diales, no a través de un dominio conjunto ni de la imposición de las prioridades de las superpotencias, sino mediante una cooperación cons­tructiva.

Sin embargo, a pesar de éxitos como el segundo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas, el acuerdo para que las armas nucleares dejen de apuntar al otro país, y los planteamientos de cooperación ante varios conflictos regionales, en algunos campos la cooperación entre Rusia y EE UU se en­frenta a graves problemas o fracasa por completo. En mi opinión, eso no se debe a una estrategia equivocada, sino al hecho de que hasta aho­ra no hay nin­­gún tipo de estrategia. Aunque existen elementos de coope­ra­ción en cues­tiones concretas, todavía tiene que surgir una coope­ración estratégica ma­dura.

La cooperación no puede sino ir contra los intereses de ciertos grupos militares e industriales y facciones de la burocracia estatal en ambos países. Esas fuerzas ven cómo pierden terreno después de la guerra fría, y tratan de sobrevivir presentando sus reducidos intereses de grupo como si fueran nacionales. Se aprovechan de la inercia de la anterior confrontación y de las dificultades inevitables que conlleva construir una nueva relación ruso-norteamericana.

Los sovietólogos estadounidenses tradicionales insisten en las dificul­ta­des y en el carácter impredecible de los procesos internos de Rusia, que no encajan en los habituales criterios y estereotipos occidentales. Algunos ana­listas no pueden aceptar la idea de una Rusia fuerte, sea imperial o de­mocrática. Proponen que Occidente adopte un planteamiento de simple espera o que desarrolle una nueva estrategia de contención.

 

«Algunos ana­listas no pueden aceptar la idea de una Rusia fuerte, sea imperial o de­mocrática»

 

En Rusia, los oponentes a la cooperación no se agrupan tanto bajo la bandera roja del comunismo como bajo el estandarte pardo del ultrana­cio­nalismo. Rechazan la cooperación con Occidente como algo inseparable de la democratización de Rusia, y consideran a la democratización como un obstáculo para un nuevo autoritarismo y una imposición por la fuerza del “orden” en el territorio de la ex Unión Soviética.

Todos los que se oponen a la cooperación, rusos y norteamericanos, comparten la tesis de que Rusia está abocada a la confrontación con el mundo que le rodea, y de que el Este y el Oeste están destinados a ser incompatibles.

Bajo el régimen totalitario, la política exterior soviética era diseñada con gran secreto por la élite del Partido Comunista. En la Unión Soviética nadie tenía derecho a debatirla abiertamente, y mucho menos a criticarla. Los ingenuos intentos de los kremlinólogos occidentales para aislar a los “halco­nes” y alentar a las “palomas” en el Politburó acababan fracasando inevita­blemente.

En la actualidad, en Rusia está tomando forma una verdadera opinión pública, que a su manera no es menos sensible a las cuestiones de política exterior que la opinión pública de EE UU. Como la opinión pública es decisiva en una democracia, se ha convertido en el centro de la lucha entre las fuerzas democráticas y nacionalistas en Rusia. Por primera vez, la política de los reformadores rusos y la de sus amigos en el extranjero debe ser llevada a cabo teniendo en cuenta la forma en que se percibe esa política en Rusia.

La mayoría de las fuerzas políticas rusas quiere una Rusia fuerte, inde­pendiente y próspera. De este hecho fundamental se deduce que la única política que tiene alguna posibilidad de éxito es una que reconozca la igualdad de derechos y los beneficios mutuos de la cooperación tanto para Rusia como para Occidente, así como la condición e importancia de Rusia como gran potencia. Necesariamente, la política exterior rusa debe tener un carácter independiente y firme. Si los demócratas rusos no lo logran, serán barridos por una oleada de nacionalismo agresivo, que en la actualidad está explotando la necesidad de autoafirmación nacional y estatal.

Esta perspectiva se vio confirmada en las primeras elecciones par­la­mentarias libres de Rusia, celebradas en diciembre del pasado año. Algunos observadores occidentales se apresuraron a utilizar los resultados electo­rales como demostración de que la “conciencia imperial” casi es una carac­terística nacional del pueblo ruso. Sin embargo, como candidato victorioso en la campaña de las elecciones parlamentarias, me di cuenta de que los votantes rusos no estaban en realidad interesados en recuperar el imperio o alcanzar militarmente los “mares cálidos”, incluso aunque una tercera parte de los mismos votara por el partido que defendía esa política, el Partido Demócrata Liberal (PDL) de Vladimir Zhirinovski. Los votantes de mi circunscripción de Murmansk, en el norte de Rusia, reaccionaron más bien contra el insostenible coste social de las reformas de mercado, contra la criminalidad y la corrupción que han florecido en los restos del Estado totalitario y contra la torpeza y suficiencia de algunos políticos demócratas. La ambivalencia de los resultados electorales fue puesta en evidencia por el hecho de que un tercio de los electores que votó por mi candidatura demócrata en la papeleta nominal también votó en la papeleta de partido a la agrupación de Zhirinovski, aunque el PDL quiere destituirme como ministro de Asuntos Exteriores y acusarme de actos delictivos.

 

«El poeta ruso Vasili Zhukovski, encargado de la educación de Alejandro II, le enseñó que ‘el verdadero poder de un zar no está en el número de sus soldados, sino en el bienestar de su pueblo’. La tragedia de Rusia es que a ese principio se le ha venido dando la vuelta a lo largo de su historia»

 

A principios del siglo pasado, el poeta ruso Vasili Zhukovski, encargado de la educación del heredero al trono, enseñó al futuro reformador, Alejandro II, que “el verdadero poder de un zar no está en el número de sus soldados, sino en el bienestar de su pueblo”. La tragedia de Rusia es que a ese principio se le ha venido dando la vuelta a lo largo de su historia. No fue el pueblo ruso, sino el régimen comunista totalitario el que desperdició el potencial intelectual y espiritual de la nación en absurdas carreras arma­mentistas y en aventuras militares en Checoslovaquia, Hungría y Afganistán. No fueron los rusos, sino el sistema comunista el que perdió la guerra fría. Pero fue el pueblo el que destruyó el sistema, no un redentor extranjero. Es importante recordar eso porque diferencia la caída del comunismo soviético de, por ejemplo, la caída del nazismo alemán o el militarismo japonés.

En la actualidad, Rusia se enfrenta a una decisión histórica: seguir adelante en la difícil tarea de continuar las reformas o enfrentarse al peligro de caer en una u otra forma de extremismo. Ahora es cuando Rusia tiene que estar segura de que el mundo la necesita como un miembro fuerte de la familia de Estados libres y democráticos en los que impera la ley, y no como un “enfermo” de Europa y Asia. La política de apoyo es la mejor inversión para Occidente, pero no puede estar motivada por el paternalismo o por una supuesta desigualdad. Rusia está predestinada a ser una gran potencia. Lo siguió siendo durante siglos a pesar de la continua agitación interna. Lo que importa ahora es si resucita como una nación hostil bajo dominio naciona­lista o como una nación pacífica y democrática.

Es alentador que algunos analistas estadounidenses entiendan esa rea­lidad. Según Stephen Sestanovich, del Centro de Estudios Estratégicos e Inter­nacionales de Washington, “el objetivo de la retórica nacionalista de Kozi­rev no es tanto mantenerse en el Parlamento como mantener a Rusia en su rumbo pro-occidental. De momento, Occidente tiene la suerte de tratar con un nacionalismo cuyo propósito es precisamente la cooperación inter­na­cional. Cuando nos enfrentemos a la alternativa, notaremos la dife­ren­cia”1.

También hay que darse cuenta de que una política firme y a veces agresiva en defensa de los intereses nacionales no es incompatible con la cooperación. Alemania y Francia han demostrado que se pueden defender los intereses nacionales mediante la cooperación en lugar de mediante la guerra. Sería ingenuo esperar otra cosa cuando se habla de grandes nacio­nes, especialmente países como Rusia y EE UU.

Por supuesto, Occidente tiene otra opción: dejar las cosas como están, basándose en que “hemos vivido sin Rusia durante setenta años y podemos vivir otros setenta sin ella”. Los rusos también tienen esa alternativa. Pero eso no significa que rechacen la reforma o una política exterior abierta, puesto que esa es una decisión que han tomado ellos mismos en beneficio de sus intereses. Lo que significaría es que el camino para lograr esos objetivos sería más largo y doloroso, tanto para Rusia como para la comu­nidad internacional. De ahí que acelerar la paz mediante la adaptación mutua y la cooperación vaya en interés de todos.

 

La cooperación en un mundo multipolar

Ha pasado la era de la guerra fría, pero seguimos teniendo sólo una vaga idea del sistema internacional en el que viviremos el siglo que viene. El mun­do actual es como un conductor de automóvil que conoce su punto de partida pero no tiene un destino definido, ni un mapa, ni indicadores de carretera. Por un lado, es evidente que existen enormes oportunidades para que el mundo evolucione por el camino de la democracia y el progreso económico. Pero es igual de evidente el peligro de que las cuestiones interna­cionales resulten caóticas e imprevisibles, y surjan nuevos conflictos y enfrentamientos dentro de los Estados y entre ellos mismos.

Una cosa sí está suficientemente clara: el orden internacional del siglo XXI no será una Pax Americana ni ninguna otra versión de dominio uni­polar o bipolar. Estados Unidos no tiene la capacidad de dirigir en solitario. Rusia, aunque está en un período de dificultades transitorias, mantiene las características inherentes a una gran potencia (tecnología, recursos, arma­mento). Y otros centros de influencia en alza buscan un mayor papel en los asuntos mundiales. La naturaleza de los problemas internacionales moder­nos exige soluciones sobre una base multilateral.

No me interpreten mal. No hablo de negar a EE UU, a Rusia o a ningún otro país sus objetivos nacionales en política exterior, ni de delegarlos en “subcontratistas” extranjeros o supranacionales. El presidente norteame­rica­no, Bill Clinton, habló acertadamente contra un planteamiento seme­jante en su discurso ante las Naciones Unidas. El dilema que se le plantea a la comunidad internacional es otro. Si un nacionalismo estrecho de miras se convierte en la norma de las relaciones internacionales, el mundo se con­vertirá en una hirviente masa de intereses nacionales enfrentados. El resultado podría ser un intento de acabar con las rupturas e imponer orden mediante un nuevo equilibrio del terror entre las superpotencias o un equilibrio de poder similar al que existía en 1914. Por eso, Rusia defiende intensamente los esfuerzos colectivos para oponerse al nacionalismo agresivo, que ha dejado una estela de conflictos sangrientos en Eurasia.

El nacionalismo es hoy un peligro no menor que lo era ayer el conflicto nuclear. En los años setenta, la lucha contra el totalitarismo iba de la mano de la afirmación de ciertos principios morales. Los partidarios de la Realpo­litik, entonces y ahora, lo consideran un ejercicio de retórica idea­lista. Sin embargo, la incansable defensa de esos principios resultó ser más peligrosa para el totalitarismo que todo el poder nuclear de Occidente.

 

«El nacionalismo es hoy un peligro no menor que lo era ayer el conflicto nuclear»

 

Sin embargo, la afirmación de los valores democráticos será papel mo­jado si no es apoyada por la cooperación práctica. Además, puede que los acontecimientos nos acaben superando si sólo reaccionamos a hechos aisla­dos, o a un episodio dramático televisado por la CNN, en lugar de tomar decisiones basadas en una visión estratégica a largo plazo. Después de la Segunda Guerra mundial, Occidente desarrolló una estrategia conjunta unificada para enfrentarse a los principales problemas de la época. El Plan Marshall desempeñó un papel clave en el renacimiento económico de Euro­pa occidental, y el concepto de la contención hizo posible una res­puesta eficaz al desafío del totalitarismo. La respuesta adecuada a los desafíos ac­tuales sería una estrategia conjunta de cooperación entre los países demo­cráticos del Este y Oeste.

Ante todo, deberíamos decidir qué entendemos por cooperación: ¿una colaboración estrecha y sincera en los asuntos mundiales o una relación desigual en la que todos los derechos corresponden a una parte y todas las obligaciones a la otra?

Rusia opta por un planteamiento pragmático. La cooperación puede ser, por así decirlo, de geometría variable; es decir, puede englobar situaciones y cuestiones en las que nuestros intereses converjan. Pero si la cooperación significa un sistema a gran escala –y eso es lo que Rusia desea– debería estar basada en los siguientes elementos:

Primero, debería incluir el reconocimiento mutuo de Rusia y EE UU como naciones de planteamientos similares, comprometidas con la demo­cra­cia, los derechos humanos y un comportamiento internacional respon­sable.

Segundo, en términos prácticos, un reconocimiento así significa reducir las distancias institucionales entre Rusia y Occidente. Por ejemplo, el grupo de las siete principales naciones industrializadas (G-7) –una organización importante, pero no vital– coordinaría primero entre sus miembros los planteamientos políticos y económicos y después los discutiría con Rusia. La OTAN actuaría de forma similar. La Alianza Atlántica se creó para bloquear la expansión comunista. Pero ahora esa institución, por muy eficaz que sea, es inadecuada, sencillamente porque la OTAN ya no tiene un ene­migo militar y Rusia no es miembro de la OTAN.

El G-7 necesita transformarse en un G-8 en dos fases. Este proceso debería comenzar por las cuestiones políticas, en las que Rusia ya es un socio insustituible, y puede ser completado a medida que Rusia se vaya incorporando a la economía mundial. En cuanto a la OTAN, la propuesta de “Asociación para la Paz” responde por el momento a la necesidad de acercar a Rusia a la Alianza. Pero este programa no debería estimular un “Otan­centrismo” en los políticos de la Alianza o una “OTAN-manía” entre los candidatos impacientes al ingreso. Ambos están buscando pruebas de que el Gobierno ruso, supuestamente, está cambiando su política exterior para complacer a la oposición nacionalista. De hecho, le hacen el juego a la oposición que temen y, lo que es más importante, se apartan de un análisis serio de los problemas de la seguridad europea y de un diálogo con Moscú sobre las soluciones.

 

«Fueron los principios democráticos de los 56 miembros de la CSCE los que ganaron la guerra fría, no la maquinaria militar de la OTAN»

 

La mejor forma de lograr la creación de una Europa unificada sin blo­ques es dar mayor relevancia a la Conferencia de Seguridad y Coope­ración en Europa (CSCE) y convertirla en una organización más amplia y universal. Después de todo, fueron los principios democráticos de los 56 miembros de la CSCE los que ganaron la guerra fría, no la maquinaria militar de la OTAN. A la CSCE le debería corresponder el papel fundamental a la hora de transformar el sistema de cooperación euroatlántica en un régimen realmen­te estable y democrático.

En tercer lugar, la cooperación, como todos los esquemas de in­teracción, tiene sus normas, y la fundamental es la confianza mutua. Última­mente se han manifestado con frecuencia sospechas respecto a Rusia, a la vez que se han pedido diferentes pruebas de su buen compor­tamiento. Los críticos occiden­tales de la política exterior rusa recuerdan a veces a los columnistas del Pravda de los viejos tiempos, que siempre veían una “política imperialista” en las grandes decisiones de la política exterior de EE UU. También se podría resaltar la suspicacia histórica hacia EE UU en parte de la opinión pública de Rusia y de otros países. Nosotros no cedemos a esas tentaciones y recha­zamos cualquier intento de introducir una cuña entre Rusia y EE UU para explotar sus diferencias, como hicieron muchos durante la guerra fría para obtener lo máximo posible tanto de Moscú como de Washington.

Si la cooperación está basada en la confianza mutua, resulta natural reconocer también otras normas: la necesidad, no sólo de informar al otro de las decisiones tomadas, sino también de consensuar los planteamientos de antemano. Sería difícil aceptar una interpretación de la cooperación en la que una parte pide que la otra coordine todos sus pasos con ella, mientras que la primera mantiene una libertad plena. Los socios deben respetar mutuamente los intereses y preocupaciones del otro.

Esta es una lección clave del proceso de toma de decisiones que llevó en febrero al levantamiento del asedio a Sarajevo. La amenaza de la OTAN de bombardear las posiciones de los serbios bosnios si no se levantaba el cerco antes de una fecha determinada se llevó a cabo sin participación rusa. Inmediatamente, resultó claro que Rusia no podía ni debía ser excluida de los esfuerzos comunes para resolver el conflicto en los Balcanes, una región donde Rusia tiene intereses e influencia desde hace mucho tiempo. Al final, las ventajas de la cooperación quedaron de manifiesto cuando Rusia y Occidente coordinaron sus esfuerzos para persuadir a las partes beligeran­tes de que llegaran a un acuerdo. Pero la falta inicial de consultas y coordi­nación hizo que, antes, ambas partes tuvieran que correr el riesgo de volver a la antigua relación benefactor-cliente, que desempeñó un papel tan pernicioso en los conflictos regionales de la época de la guerra fría.

 

Prioridades de la cooperación

Rusia y EE UU han reforzado la seguridad mundial a través de la reducción de armamentos y los acuerdos para que sus misiles dejen de apuntar a los objetivos del otro país. Ahora deben reforzar el sistema de no-proliferación de armas nucleares, armas de destrucción masiva y tecnología de misiles, un sistema que se está debilitando gravemente. Es hora de pasar de tapar huecos en el sistema a tomar medidas que incluyan el refuerzo de los controles sobre la venta de la tecnología de doble uso y de las armas convencionales más destructivas, sobre todo en zonas de conflicto.

La política de Rusia en el comercio de armas ya no está dictada por el apoyo a clientes ideológicos. Pero Rusia sigue siendo un importante pro­ductor de armas. Sus exportaciones tienen una gran importancia para garantizar la estabilidad económica y la reconversión. La cooperación ruso-norteamericana debe estar orientada a evitar que la competencia normal en ese terreno se convierta en rivalidad política.

La nueva generación de conflictos regionales se ha convertido en un desafío sin precedentes para Occidente y para Rusia. El ejemplo de Somalia es ilustrativo. La operación de EE UU de mantenimiento de la paz en ese país, que parecía tan esperanzadora en un primer momento, se encontró con graves dificultades y terminó con la decisión de Washington de retirarse. Ante esa situación, lo más fácil para Rusia habría sido frotarse las manos alegremente y hablar de los errores cometidos por los militares, de forma parecida a como se comportaron algunos en Occidente con respecto al papel ruso en Abjazia. Pero, en lugar de sermonear sobre los fallos de la operación somalí, resaltamos el resultado positivo: muchas personas fueron salvadas del terror y la muerte por inanición.

Comprendemos los problemas a los que se enfrentan los demás; tene­mos problemas similares y dificultades aún mayores en nuestras opera­ciones de paz en la ex Unión Soviética. En muchos casos, tuvimos que intervenir y retirarnos. El ejército soviético todavía se está transformando en un ejército ruso, y la diplomacia está aprendiendo nuevos métodos desconocidos y renunciando a los viejos. Por ello, es importante que Occi­dente demuestre que entiende debidamente nuestras dificultades. Estados Unidos tuvo que tratar más de una vez con situaciones complejas y ambiguas con sus socios más cercanos en Europa y Latinoamérica. En algunas ocasiones, tuvo que tener en cuenta la inmadurez de los procesos democráticos e incluso desviaciones evidentes del camino democrático.

 

«El ejército soviético todavía se está transformando en un ejército ruso, y la diplomacia está aprendiendo nuevos métodos desconocidos y renunciando a los viejos. Por ello es importante que Occi­dente demuestre que entiende debidamente nuestras dificultades»

 

La principal diferencia entre Somalia y Abjazia o Tayikistán es que Rusia no puede retirarse de las zonas en conflicto de la ex Unión Soviética como hizo EE UU en Somalia. Además, es poco probable que EE UU se permitiera hacerlo si tuvieran lugar conflictos similares tan cerca de su frontera abierta de par en par. Sabemos que Occidente no quiere ni puede resolver nuestros problemas, y no pedimos a EE UU que participe en operaciones de paz en Tayikistán o Georgia. Pero sí queremos que nuestros socios occidentales respondan a nuestras peticiones de apoyo. Por ejemplo, al aprobar en el Consejo de Seguridad el envío a Somalia de fuerzas de paz de la ONU, no pedimos resultados previos en la negociación política (sigue sin haberlos). ¿Por qué, entonces, el representante de EE UU en Naciones Unidas pide una condición así en el caso de Abjazia? La misión de paz de Rusia no necesita carta blanca, puesto que Rusia actúa en completo acuerdo con los principios del Derecho internacional y a petición de los Estados implicados. Pero la cooperación de la comunidad mundial, incluido el envío de observadores internacionales y el apoyo material, es de gran valor. Todavía se puede mejorar mucho la eficacia de ese esfuerzo de paz y la cooperación entre Rusia y Occidente.

Hasta los últimos momentos del régimen totalitario, Occidente estaba en contra de la caída de la Unión Soviética, y se mostraba incluso dispuesto a aceptar una “elección socialista” por parte de los líderes soviéticos. No debe extrañar que el apoyo de Occidente a Rusia en agosto de 1991 resultara sorprendente para los líderes del golpe de Estado. Con la misma miopía, Occidente insistió en conservar la unidad de la ex Yugoslavia. Y la señal enviada a Belgrado era igual de engañosa: el ejército yugoslavo trató de lograr ese objetivo por la fuerza.

Rusia no cayó en una trampa de tipo yugoslavo sólo porque en el Kremlin hubiera demócratas rusos, dirigidos por el presidente libremente elegido, Boris Yeltsin. En lugar de utilizar la fuerza para reintegrar a las repúblicas del territorio post-soviético, Rusia decidió reformarse volunta­riamente a través de la Comunidad de Estados Independientes. El propio nombre contiene dos elementos fundamentales de nuestra política, vincu­lados entre sí. Por un lado, un reconocimiento de la soberanía e indepen­dencia de las repúblicas ex soviéticas, incluidas las repúblicas de Asia Central, que se puso especialmente de manifiesto a través del apoyo activo de Rusia a su ingreso en las Naciones Unidas y la CSCE. Por otro lado, el reconocimiento, no menos importante, de la necesidad de una cooperación más estrecha entre los países de la CEI, teniendo en cuenta su interdepen­dencia económica, política, cultural y humana. No tener en cuenta cual­quiera de esos elementos llevaría inevitablemente a una repetición del escenario yugoslavo.

En un primer momento, tras la desintegración de la Unión Soviética, Occidente reconoció abiertamente el papel de Rusia como factor estabili­za­dor y motor de la reforma económica en la ex Unión Soviética. Nunca re­chazamos ese papel, aunque nos cuesta miles de millones de dólares. ¿Qué hay de malo en que Rusia anuncie como objetivo la reintegración gradual –sobre todo económica– del territorio post-soviético de modo voluntario e igualitario? La situación es similar a la de la Unión Euro­pea, donde se reconoce el liderazgo económico de los Estados más grandes, como Francia y Alemania. En la CEI, incluso un Estado grande y econó­mi­camente desarrollado como Ucrania no puede prescindir de unos vínculos estrechos con Rusia. ¿Existe una alternativa? ¿Está dispuesto Occidente, por ejemplo, a pagar el petróleo o el gas suministrado por Rusia a Ucrania, Georgia y los Estados de la CEI, o a hacerse cargo del pago a Rusia de la deuda ucraniana por valor de miles de millones de dólares? Por eso los socios occidentales deben tener en cuenta y apoyar el papel y responsa­bilidad especiales de Rusia en la ex Unión Soviética.

 

«Los partidarios de una política imperial consideran a la población ruso parlante de las repúblicas ex soviéticas como una especie de quinta columna en los nuevos Estados independientes»

 

Hace diez años, si un encuestador hubiera preguntado a la gente en las calles de Moscú qué es lo que Occidente quería de la Unión Soviética, la mayoría de la gente habría contestado: el respeto a los derechos humanos. Pero ahora, después de la revolución democrática, cuando en Rusia hay libertad de información y todos los periódicos extranjeros se venden en Moscú, estoy seguro de que nadie daría la misma respuesta. Sin embargo, el problema de los derechos de los rusos en el “extranjero próximo” es una cuestión real. Casi todo el mundo tiene familiares o amigos que están sufriendo alguna forma de discriminación o que se han convertido en refu­gia­dos. Pero nadie oye alzarse en su defensa la voz de Occidente. Entre­tan­to, los extremistas nacionalistas explotan ese hecho.

No se puede pasar por alto la diferencia fundamental entre la posición del Gobierno ruso y la de los partidarios de una política imperial. Estos últimos consideran a la población ruso parlante de las repúblicas ex soviéticas como una especie de quinta columna en los nuevos Estados independientes, con lo que siguen esencialmente la misma lógica que Hitler en relación con los alemanes de los Sudetes. Los demócratas rusos quieren algo completamente diferente: no privilegios, sino la ciudadanía normal, e igualdad para los rusos en esos Estados. A Rusia le costó mucho garantizar la instauración del cargo de la CSCE de Alto Comisionado para las Minorías Étnicas. Sin embargo, sus recomendaciones a las autoridades letonas y estonas no están siendo seguidas, mientras que Occidente permanece pasivo. También ahí tenemos derecho a esperar comprensión y apoyo.

Los progresos de Rusia hacia una economía de mercado continúan, a pesar de las dificultades. Pero hay que recordar que el antiguo sistema económico, creado por el método dirigista y frecuentemente mediante la coacción directa, no puede renovarse por sus propios medios. Por ello debe ser sustituido por medios políticos. Una cooperación política bien organi­zada entre Rusia y Occidente puede contribuir enormemente a garantizar el éxito de las reformas económicas rusas, especialmente mediante la integra­ción de Rusia en la economía mundial. Rusia necesita una rápida admisión en las organizaciones internacionales de comercio, así como un acceso sin discriminaciones a los mercados europeos y mundiales para sus productos y tecnologías.

Las perspectivas y beneficios de la cooperación son reales. Son obje­ti­vos que merecen la pena y ni nosotros ni Occidente tenemos que ser exageradamente optimistas para justificar el esfuerzo. No ocultamos nues­tras dificultades y desde luego no esperamos que EE UU aplauda todos nuestros pasos. Es normal y natural que existan valoraciones divergentes. Sin duda, en el futuro pueden surgir problemas entre nuestras naciones que requieran un diálogo franco y a veces desagradable. La pregunta es la si­guiente: ¿cómo trataremos esos problemas, con confianza o con suspi­ca­cia, con una actitud de simple espera o con espíritu de cooperación? Fre­cuen­temente se acusa a la política exterior norteamericana de optimis­mo idea­lis­ta. Pero eso es una virtud, no un defecto. En el pasado, EE UU ha de­mos­trado su capacidad de ir más allá de una interpretación estrecha de miras de sus intereses nacionales en aras de objetivos estratégicos fundamentales. Ahora es el momento de que EE UU muestre esa capacidad a la hora de lograr la transición de la guerra fría a una paz democrática segura.