POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 84

José Luis Rodríguez Zapatero departe con George W. Bush en Washington, DC (15 de noviembre de 2008). REUTERS

España y Europa ante la crisis

Mientras se iban fraguando las nuevas amenazas, seguíamos operando con los esquemas anteriores a la caída del muro de Berlín. Hoy resulta imprescindible adoptar respuestas de manera concertada y que vayan más allá de las políticas de seguridad.
José Luis Rodríguez Zapatero
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El brutal atentado terrorista sufrido por Estados Unidos nos ha puesto, de golpe, frente a una nueva situación. Sé que ya lo han dicho muchos, pero lo cierto es que habrá un antes y un después a la tragedia de Nueva York y Washington. El mundo no volverá a ser el mismo.

En los últimos años la globalización se había convertido en la expresión de los cambios más importantes de este siglo. Pero no hemos sido suficientemente conscientes de que estábamos viviendo una nueva etapa, de que el mundo experimentaba una serie de transformaciones que afectaban a la política, a la economía, a las finanzas, a la sociedad y a la cultura. Transformaciones impulsadas por una revolución tecnológica, fundamentalmente en el terreno de la información, que aún no se han comprendido en todo su alcance.

Pero alguno de los efectos de ese fenómeno que llamamos globalización son efectos no deseados. Ha crecido la desigualdad, la distancia entre ricos y pobres. Ha estallado, con fuerza incontenible, el problema de las migraciones masivas. Han resurgido nacionalismos excluyentes de todo tipo. Por el contrario, las ideas de globalizar el progreso, los derechos humanos, la justicia social o la protección del medio ambiente siguen sin alcanzar su plasmación en esta nueva realidad. Ésa es nuestra tarea.

Tenemos que ofrecer respuestas ya, porque la amenaza que padecemos ha puesto en entredicho la inercia de las sociedades desarrolladas. Si existe alguna certeza en este momento de incertidumbre y confusión es que tras la caída del muro de Berlín –y la desaparición del sistema bipolar– el mundo carece de un sistema de seguridad que garantice el orden internacional. Que nadie crea que echo de menos el equilibrio del terror; mi deseo es que seamos todos conscientes de que hemos seguido operando con el esquema anterior a la caída del muro, mientras que en el seno de nuestras sociedades se iban fraguando nuevas amenazas no previstas.

Esta nueva forma de violencia, que es el terrorismo global, plantea la gran dificultad de no saber dónde está el enemigo. En el viejo orden, los Estados-nación eran los únicos actores de la confrontación y los únicos garantes de la seguridad. Pero la complejidad de la amenaza, que no permite identificar a los culpables con los Estados, tampoco hace posible protegernos –como lo hacíamos antes– contra ella. Por eso, parece claro que la mejor vía que tenemos de ser eficaces contra el terrorismo es una unión estrecha entre países. Si no ponemos en común toda la información disponible y operamos de manera concertada, no podremos combatir con eficacia las nuevas formas de inseguridad.

En esta reflexión, que busca poner en valor la cooperación internacional en materia de seguridad, económica, de defensa –en definitiva– de la civilización de las libertades, es imprescindible que las respuestas no se limiten a las políticas de seguridad. Hay que atacar directamente a los responsables de la violencia y abordar con decisión los problemas de marginalidad, exclusión y desesperanza. Si no cambian las tendencias, en 2020 la mitad de la población mundial subsistirá con menos de dos dólares de renta al día, muy por debajo de la línea que separa la dignidad humana de la pobreza. De esos 4.000 millones de personas, 3.000 no tendrán ni casa ni agua potable.

La seguridad ya no podrá verse exclusivamente desde la óptica militar convencional. Si algo han puesto de manifiesto los trágicos sucesos del 11 de septiembre es el fallo de los servicios de información, pero también la superación de la concepción de seguridad como una competencia exclusiva de cada Estado. En palabras del pensador japonés Daisaku Ikeda: “Necesitamos ir hacia un nuevo concepto de seguridad humana, centrado no en la seguridad de los Estados, sino en el bienestar de los pueblos”.

Se ha demostrado el desconocimiento profundo que Occidente tenía sobre lo que ocurría en muchos países y, realmente, no sabría decir si era ignorancia o incapacidad para calcular las consecuencias de determinadas realidades. Hemos creído que el mundo giraba sólo en torno a nosotros pero, también, hemos demostrado ser bastante insensibles ante la pobreza, la injusticia y la miseria. Insisto: tenemos que buscar a los responsables para que respondan de sus actos criminales pero, al tiempo, hay que desmontar las explicaciones que tratan de sustentar esta violencia.

Caer en la simplificación de explicaciones que enfrenten creencias o culturas diferentes sería hacer el juego a los violentos y aumentar su terrible espiral. Consciente de que existe este riesgo, propongo que trabajemos decididamente para evitarlo. Voy a ser muy claro: el enemigo no es el islamismo ni ninguna otra creencia religiosa; el principal enemigo es aprovechar la desigualdad, la injusticia y la marginación para alimentar el odio, que sólo será posible combatir eliminando la desesperación de la que se alimenta. Me niego a admitir que los atentados sean consecuencia del pronosticado choque de civilizaciones, pues ello sería señalar como culpable a una religión. No podemos caer en este grave error de aislar y condenar a toda una cultura, pues ello sólo conduciría a una mayor radicalización de sus posiciones.

La respuesta firme que el mundo libre tiene que dar al terror no puede ocultar la necesidad de atacar con decisión sus causas. La ciudadanía reclama de la política respuestas comprometidas que ofrezcan un nuevo contrato social mundial que permita hacer gobernable la globalización, extendiendo sus beneficios a todo el planeta. Tenemos que transformar en oportunidades un escenario que inquieta, que asusta incluso, y que corre el riesgo de que –desde la reivindicación legítima de la identidad propia– acabe por fomentar sentimientos fanáticos y excluyentes.

Por tanto, hay decisiones que ya podemos adoptar. La inmediata es la coordinación de los servicios de información para combatir con eficacia la amenaza terrorista. En este sentido estaría encaminada la propuesta de coalición amplia contra el terrorismo, pues de nuevo la cooperación se hace indispensable para el control de la situación. El paso siguiente debería ir encaminado a la disminución de la tensión en los conflictos regionales. El que europea tiene un mayor poder contaminante es el de Oriente Próximo, pero no puede olvidarse el enfrentamiento que aún persiste en los Balcanes y el que se puede reproducir en el Cáucaso, por citar los ejemplos más próximos. Los conflictos regionales son los elementos de mayor desestabilización en el actual panorama internacional y en ellos debemos concentrar nuestro esfuerzo. De nuevo el 11 de septiembre nos enfrenta a otra certeza: EE UU debe desarrollar una diplomacia más activa para contribuir a la pacificación de zonas en conflicto. Cualquier política de aislamiento, cualquiera que vuelva la espalda a la necesidad de contribuir a la distensión de regiones en conflicto, sería la peor de las soluciones.

Ningún país europeo, y menos aún una potencia como EE UU, puede permanecer ajeno a lo que ocurre en el resto del mundo. Voy aún más lejos: ni se puede permanecer ajeno ni se puede hacer nada solo; las grandes decisiones se habrán de adoptar de forma coordinada entre los Estados, deberemos consensuar las posiciones y evaluar los intereses en juego. Y, después, actuar en un marco definido y aceptado por todos. En estos días se discute sobre la incondicionalidad del apoyo que otros países prestarían a EE UU en una acción de respuesta al ataque terrorista. Pues bien –y para que no haya dudas– el gobierno sabe que cuenta con el respaldo del PSOE para apoyar las acciones que se adopten para castigar a los culpables de los atentados y prevenir otros en el futuro, del mismo modo que sabe que para contar con nuestro apoyo estas acciones deberán estar enmarcadas en la concertación necesaria entre los Estados (bien en la Alianza Atlántica, la Unión Europea o las Naciones Unidas) y ajustadas a la legalidad internacional. Como ha ocurrido hasta ahora. Si estamos defendiendo un modelo civilizado –como creo– no podemos ponerlo en cuestión a la hora de responder a la amenaza y hacer justicia contra los culpables.

Es la hora del multilateralismo, es el momento de reforzar el papel de las Naciones Unidas. Más allá de las resoluciones de apoyo a EE UU que se han aprobado y que comparto, quiero resaltar el valor político que una institución como la ONU puede tener en este caso. Cuanto más amplio sea su apoyo, en mejores condiciones estaremos para abordar el reto siguiente: construir la paz. Tenemos que responder al terrorismo y, además, tenemos que construir la paz y edificar un mundo más justo.

Se está forjando una gran coalición de países para acabar con el terrorismo y esa gran coalición tiene otra misión igual de importante: extender el desarrollo económico y los derechos humanos a todo el planeta.

 

Una oportunidad para Europa

El proyecto europeo, el que estamos diseñando ahora, no puede ni debe quedar al margen de la nueva situación creada, debe desempeñar un papel determinante. Y para hacerlo creo que estamos ante una oportunidad histórica de hacer una apuesta decidida por una mayor integración de Europa. Lo dije el pasado junio y ahora una realidad dramática pone en evidencia que la UE es el mejor instrumento para afrontar los desafíos de la nueva era.

Hace ya cuatro meses presenté en Bruselas la propuesta socialista sobre el futuro de Europa. Lo que pretendía entonces era no sólo participar en el debate sobre el modelo necesario para una UE ampliada, sino hacer una apuesta decidida por avanzar hacia una integración cada vez mayor entre los países europeos. Tengo la convicción de que la mejor respuesta a los problemas que surgen en el escenario internacional es la articulación de conjuntos regionales que actúen como poderes. Estoy pensando en un poder, o mejor en una potencia, que sirva como factor de cooperación, estabilidad y equilibrio en un mundo crecientemente globalizado, pero también pienso en una Europa que sirva como modelo de desarrollo social, político y económico en otros lugares del mundo.

La globalización, ya lo decíamos antes, está provocando grandes transformaciones en muchos ámbitos, pero hay un cambio que me interesa especialmente poner de relieve: el que se está produciendo en el propio Estado-nación, en el que ha sido siempre el espacio de realización de la democracia y la soberanía. Cuando los países que conformamos la UE nos ponemos de acuerdo en qué queremos hacer juntos y cómo lo vamos a hacer estamos realizando una cesión de competencias y, por tanto, de soberanía que cambia el papel tradicional de los países y sus representantes. El problema al que nos enfrentamos hoy es que creemos que podemos construir Europa hablando de complicadas reformas institucionales y compitiendo para ver quién tiene más votos, cuando lo que de verdad es relevante es la decisión de poner en común aquellas políticas a las que ya nunca podremos hacer frente solos. Dar un paso en esta dirección exige liderazgo y audacia pero creo que los acontecimientos recientes reclaman precisamente esto.

En el nuevo orden de paz y seguridad que habremos de construir, la UE debe asumir un mayor protagonismo. En este momento de incertidumbre estamos en condiciones de ofrecer nuestra unión como elemento de equilibrio ante una amenaza que concierne a todos, un conflicto global, pero ello sólo será posible si estamos dispuestos a hacer de Europa un poder relevante en la política, la economía y la seguridad. Sin duda, Javier Solana, que ha venido haciendo un trabajo extraordinario como Alto Representante, ha puesto voz y rostro a la política exterior de la UE. Pero todos los Estados miembros hemos de tomar la decisión de compartir soberanía en el ámbito de la política exterior para conseguir objetivos que son comunes. Ya veremos a través de qué método, pero ¿queremos tener una política exterior propia? Yo, desde luego, sí y más aún en esta coyuntura internacional que reclama posturas de una mayor coordinación, fuerza y firmeza. Lo que tengo claro es que si Europa actúa unida en esta materia, la presencia e influencia españolas aumentarán exponencialmente. Es evidente que me importa pertenecer a un conjunto integrado que puede desempeñar un papel destacado en el mundo pero, sobre todo, me importa saber que la fuerza de la UE redundará en más equilibrio y seguridad para todos.

No sería coherente con la afirmación anterior si no pidiera, al mismo tiempo, el desarrollo de una política de defensa europea. Es más, estaría dispuesto a defender un aumento de recursos para pensar en incrementar la autonomía y la responsabilidad europea en materia de defensa. Quiero hacer dos aclaraciones al respecto: una, soy perfectamente consciente de que para llegar a esta situación tendrá que pasar mucho tiempo. La segunda es que no renuncio, en asboluto, al marco de la OTAN, más bien pienso en reforzar esta alianza al ofrecer un pilar europeo más preparado y con mayor capacidad defensiva.

La OTAN debe intervenir en esta crisis, en su resolución, y España debe responder también a la solidaridad de todo aliado. No tenemos dudas al respecto. La OTAN no es ya sólo una alianza militar sino que sus misiones se han extendido al mantenimiento de la paz en diversos territorios y, como en este caso, a afrontar catástrofes naturales o amenazas reales que puedan surgir de ataques terroristas de gran intensidad. Concebimos la OTAN como una organización de seguridad, no sólo militar, o un organismo dirigido por la política.

Iguales obligaciones surgen para España al formar parte de la UE. En el último Consejo Europeo, que apoyamos y valoramos positivamente, se han configurado tanto medidas específicas contra el terrorismo como, sobre todo, la comunitarización del tercer pilar. Cuando se cumpla lo acordado por el Consejo, dispondremos de una definición común de terrorismo y de listas compartidas de personas y organizaciones vinculadas con el terrorismo. Las actuaciones contra el crimen organizado, el blanqueo de dinero, el tráfico de personas o drogas y el terrorismo no estarán sujetas a la mayor o menor voluntad de los gobiernos ni sometidas a legislaciones dispares.

En ese sentido, la desaparición de la extradición y la orden de arresto europea suponen la creación, por fin, de un espacio común europeo de justicia y seguridad. Es necesario ahora que el plazo fijado por el Consejo se cumpla rigurosamente y que ningún Estado miembro obstruya o debilite los contenidos del acuerdo mediante la introducción de listas de reserva a la orden de arresto y captura relativa al terrorismo. Es muy importante también que el Consejo reconozca la existencia de un conjunto de instrumentos, de convenciones adoptadas por las Naciones Unidas o por la OCDE, que permitirían una lucha más eficaz contra el terrorismo.

Éstos son nuestros objetivos inmediatos, pero necesitamos también una europolicía y una agencia de información europea. Hacer desaparecer las fronteras ha sido siempre una vieja aspiración de los más europeístas (entre los que me encuentro), pero si trazamos una frontera única debemos saber que los obstáculos habrán desaparecido para todos, también para los criminales. Que nadie me confunda: no pretendo restablecer las fronteras, sino tener una política de justicia e interior común en la lucha contra la criminalidad organizada.

No quisiera dejar de mencionar algo que me preocupa de forma especial en estos días: los flujos migratorios. Éste es uno de los asuntos que más me inquietan, no sólo por las dificultades que entraña la ordenación de los mismos, sino por la necesidad de arbitrar políticas que favorezcan la integración. Europa no puede ser una isla de prosperidad en un océano de miseria, tiene que comprometerse de forma decidida con el desarrollo de otros lugares del planeta. Todo ello debería ser la prioridad de una política migratoria común, a través de la cual conseguiríamos una convivencia armónica en nuestras fronteras, al tiempo que evitaríamos las oleadas masivas de personas huyendo de la miseria y la marginación.

La Europa del futuro será una Europa plural. El mestizaje cultural es ya una realidad del paisaje cotidiano de nuestras vidas, pero dar una respuesta acertada a este desafío de civilización será la mejor garantía para la paz, pues evitará el choque cultural y religioso, el fanatismo y la exclusión. Lo que mejor ha definido siempre a nuestra sociedad es su cohesión interna.

Ser europeo, tener un sentimiento de pertenencia a la Europa que estamos construyendo, significa saber que nadie va a ser abandonado a su propia suerte. La solidaridad será así el principio que mejor definirá esa “identidad de identidades” del ser europeo.

La cohesión es algo más que una mera transferencia de recursos materiales sujeta a discusiones sobre su reparto. Debemos superar estériles disputas sobre “cuánto entregas y cuánto recibes” y asumir la obligatoriedad de mantener la cohesión, sobre todo ante la próxima ampliación. Desde el tratado de Maastricht, Europa representa un ejemplo único de integración supranacional en el que la cohesión entre sus territorios forma parte de los objetivos de todas las políticas de la Unión, de ahí que no podamos renunciar a un principio esencial que vertebra a nuestra sociedad. Lo que está claro es que la política de cohesión debe someterse a una reflexión profunda en torno a sus objetivos, mecanismos y modalidades. La introducción de nuevos criterios, como la tasa de desempleo o el nivel de desarrollo tecnológico de las regiones en plena sociedad de la información, constituyen algunas de las propuestas que venimos realizando, tanto para proyectar hacia el futuro la política de cohesión, como para ofrecer fórmulas que puedan ser entendidas por todos.

La cohesión da fuerza al proyecto europeo, al tiempo que permite ofrecer una respuesta a los efectos negativos que provoca la globalización. No podemos permitir por más tiempo que los ciudadanos sitúen a la UE como uno de los culpables de las injusticias que provoca la globalización económica, como si se tratara de una nueva sigla que representa intereses comerciales. Tenemos que poner en valor nuestro modelo.

Con deficiencias, sin duda, con limitaciones, Europa empieza a gobernar la globalización e influye en ella: apuesta por la integración monetaria, enterrando la vieja idea de la soberanía territorial y dando a trescientos millones de ciudadanos una misma moneda; prohíbe acuerdos empresariales entre gigantes estadounidenses que perjudican al consumidor; limita la voracidad de la globalización financiera poniendo condiciones a las OPAS; salva in extremis los compromisos medioambientales de Kioto para preservar la integridad del planeta que heredarán nuestros hijos; encabeza la fila de los que se oponen al racismo en la cumbre de Durban (Suráfrica); da un decidido impulso a la creación de un Tribunal Penal Internacional; abre sus mercados a los productos de los países pobres con su iniciativa “Todo menos las armas”. Es verdad que no lo hemos conseguido todo, que tenemos que trabajar mucho todavía en este proyecto de construir la unidad de los europeos, pero no entiendo por qué nuestros líderes tienen que renunciar a reunirse por temor a las protestas. Algo falla cuando los ciudadanos no sienten el proyecto como propio. Necesitamos, ahora más que nunca, una Europa de los ciudadanos, fuerte y cohesionada, capaz de impulsar a la gobernabilidad de la globalización bajo el principio de la solidaridad de todos los seres humanos.

En unos pocos meses dispondremos de una moneda común que, en contra de los pronósticos de los pesimistas, ofrecerá un importante elemento de cohesión interna. Pero si hemos decidido tener una moneda propia no podemos olvidar la necesidad de llegar a una política económica común. Conozco las reticencias y las dificultades que ello entraña pero ¿debería ser esto un obstáculo para un político? Estoy pensando, de nuevo, en la tragedia de EE UU, en la reacción de sus mercados, en el papel de la Reserva Federal, en el comportamiento, en definitiva, de sus líderes políticos, económicos y sociales. Fue ejemplar. También Europa fue solidaria y el Banco Central Europeo se comprometió a inyectar liquidez al sistema y bajar los tipos, pero no puedo dejar de preguntarme si, ante un desastre como los atentados en Nueva York y Washington, la UE estaría en condiciones de responder con tanta solidez.

La UE tiene ahora como principal reto hacer posible la ampliación. Con ella estaremos completando el mapa de Europa, al tiempo que cumplimos con una responsabilidad histórica. En contra de lo que muchos afirman, la ampliación no es incompatible con una mayor integración, por el contrario, es la oportunidad de dar un salto cualitativo en la construcción de nuestro modelo. Es cuestión de voluntad política y sentido de la historia.

Si a Europa le faltaba un motivo suficientemente relevante para asumir y comprender la necesidad de su unidad política, la brutalidad del ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono deja pocas dudas sobre la conveniencia de la misma. Al líderazgo europeo le toca ahora decidir si quiere desempeñar un papel activo en el nuevo escenario político que se ha abierto o, por el contrario, permanecer perplejo ante la incertidumbre e inerme ante el desorden de la globalización.

 

La posición de España

La actitud del Partido Socialista en relación con la crisis surgida del ataque terrorista del 11 de septiembre ha sido siempre clara: no hay neutralidad posible con el terrorismo. El apoyo a EE UU y al gobierno español fue inequívoco desde el primer momento, sin expresar reserva de ningún tipo en la solidaridad con el pueblo estadounidense. No era difícil adoptar esa actitud, es cierto. Por todo tipo de razones. Una de ellas, que en España sufrimos hace mucho tiempo la violencia terrorista. Pero, aunque no existiera ETA, la respuesta de España hubiera debido ser la misma.

Tenemos que actuar ante la realidad dramática surgida del 11 de septiembre siendo fieles a una doble personalidad: somos un país integrado sólidamente en la comunidad internacional y somos a la vez un Estado soberano que toma sus decisiones libre y democráticamente. Es una dualidad inescindible. En esa doble condición, España tiene el derecho y la obligación de formar parte de una amplia concertación supranacional contra el terror, una coalición de países lo más amplia posible vinculados a los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y auspiciada por ésta.

Todas las organizaciones internacionales a las que pertenece España han actuado en la línea que cabe esperar ante hechos semejantes. Más que nunca la internacionalización de la respuesta al terrorismo es necesaria. Primero, porque la amenaza es generalizada a muchos países. Al nuestro también. Segundo, porque, por las características político ideológicas del terrorismo que actuó el 11 de septiembre, es absolutamente esencial que nada ni nadie pueda instrumentalizarlo como un conflicto entre culturas, religiones o civilizaciones, entre Occidente y el islam, o entre cristianos y musulmanes. De eso sólo saldría la comunidad internacional dividida, maltrecha y debilitada para combatir al terrorismo.

Ahora bien, España no es una parte pasiva de la comunidad internacional, a la espera de que le digan qué hacer. Por el contrario, puede y debe contribuir a la formación de la voluntad de esa comunidad, en la UE, en la OTAN, en las Naciones Unidas, y también en la relación bilateral con Estados Unidos, en aplicación del convenio de cooperación.

España tiene que configurar una voluntad y una posición propias, con arreglo a las normas de un país democrático con un sistema parlamentario; es decir, siendo un aliado leal de EE UU y miembro de la UE, la OTAN y la ONU, es, a la vez, un sujeto político autónomo con relaciones de igual a igual con otros Estados y con respeto a la opinión pública y al pueblo español. El Partido Socialista, cuya colaboración con el gobierno en el desarrollo de esta crisis es y será incuestionable desde todos los puntos de vista, tiene claro que la complejidad del problema y su trascendencia para el futuro de la humanidad es de tal magnitud que requiere un solución concertada, que genere más confianza y más seguridad, no lo contrario, y que debe tener por objetivo supremo la paz.

Pensamos que una concertación internacional contra el terror requiere y necesita también una concertación interna. El Parlamento español es el órgano legitimado para conocer, debatir y acordar la política exterior que España debe sostener y defender. Es el lugar adecuado para obtener ese consenso y para darle al gobierno toda la fuerza que demanda e implica gestionar, con otros gobiernos, una política antiterrorista tan delicada y decisiva como la que tenemos delante.

El PSOE no va a escatimar esfuerzos en la lucha contra el terrorismo, ni va a oponerse a una contribución militar de España, material y personal, a la solución de la crisis, si se solicita y se demuestra necesaria. Pero el Parlamento debe ser consultado, debe pronunciarse, antes de comprometer la voluntad del gobierno, determinando los objetivos de esa contribución directa, para que podamos todas las fuerzas políticas representantes del pueblo español expresar la voluntad de las cámaras en la lucha contra el terrorismo y en la política que lo combata, en sus efectos y en sus causas. Sin que queramos discutir al gobierno sus legítimas competencias constitucionales, consideramos que una decisión que compromete a nuestro país, afectando a sus intereses vitales, debe ser conocida y debatida por el representante máximo de la soberanía popular, de modo que éste participe activamente en la decisión.

En un marco de principios compartidos, de democracia, libertades e imperio de la ley, es posible conseguir un gran consenso parlamentario. El gobierno debe esforzarse en obtenerlo mediante el diálogo, como corresponde a la magnitud del desafío, a la profundidad de sus implicaciones políticas, económicas, sociales y culturales, y a la pluralidad y entidad de los Estados con los que hay que lograr un amplio acuerdo contra el terrorismo, salvaguardando la seguridad y los intereses estratégicos de España.

Todo lo anterior es más necesario aún si tenemos en cuenta que España presidirá la UE durante el primer semestre de 2002 y que tiene que fortalecer su capacidad de iniciativa en asuntos tales como: el desarrollo de la política exterior, de seguridad y defensa de la UE; la comunitarización completa consultadas del tercer pilar de justicia e interior de la Unión; una antes de política común antiterrorista en sus aspectos policiales, judiciales y financieros; una política común de inmigración y asilo.

Para todo ello, para contribuir al mayor protagonismo de Europa, para que ésta tenga una sola voz en política exterior, para que sirva como modelo de desarrollo social, político y económico en
otros lugares del planeta en un mundo crecientemente globalizado, para hacer del Viejo Continente un espacio de cohesión y de solidaridad, de compromiso medioambiental, para todos estos objetivos, pedimos al gobierno capacidad de iniciativa y liderazgo, más allá de estrictos intereses de partido.

En estas circunstancias, de gran trascendencia para el futuro, quiero resaltar la importancia que adquiere demostrar ahora nuestra unidad como país. El gobierno debe abrir un diálogo amplio y riguroso para discutir el papel que desempeñará España en este momento histórico que nos ha tocado vivir. El Partido Socialista está en condiciones, como lo ha demostrado en anteriores ocasiones, de asumir su responsabilidad y llegar a acuerdos básicos sobre los grandes retos que habremos de afrontar.

Quiero llamar la atención sobre lo que España puede aportar por su propia historia. Una historia de siglos que nos coloca en una buena situación para establecer puentes y complicidades que contribuyan a reducir la brecha que separa a diferentes identidades. En este momento en el que el diálogo y la confianza se convierten en las mejores armas contra la amenaza de división y enfrentamiento, podemos acercar posiciones y contribuir entre todos a un nuevo orden mundial. Hemos de recuperar, en primer lugar, el valor que tienen para España tantos siglos de convivencia con el mundo árabe, tanta historia y cultura compartida, y establecer una comunicación fructífera entre nosotros que permita el entendimiento y haga posible el acuerdo.

Fue posible hace diez años cuando se reunieron en Madrid, después de medio siglo, enemigos irreconciliables. Les recuerdo la Conferencia de Paz de Oriente Próximo. Fue posible hace seis años cuando se celebró en Barcelona la Conferencia Euromediterránea, en la búsqueda de una política de seguridad, de paz y de cooperación de Europa con sus vecinos del Sur. Tiene que ser posible recuperar una relación estrecha y fluida con Marruecos, algo que para nosotros es una prioridad en la cooperación euromediterránea.

Pero nuestra capacidad de interlocución no se acaba ahí, más bien se ensancha al mirar hacia la otra orilla del Atlántico. América Latina necesita de nuestra solidaridad, del mismo modo que nosotros necesitamos a América Latina, no sólo por los sólidos vínculos que tejen una lengua y cultura comunes, sino porque con ella, con la presencia de lo hispano, podemos estar presentes en EE UU, formando un triángulo con una enorme fuerza de futuro. También, y sobre todo, es en nuestra relación con los países latinoamericanos donde reside parte de nuestro peso internacional.

Estas dos zonas del mundo, tan diferentes entre sí, pero con vínculos tan próximos nos abre numerosas vías de contacto, intercambios y acuerdos. En definitiva, en un mundo cada vez más interdependiente, en el que no será posible ni responsable quedarse al margen de ninguna gran decisión que se tome, se impone una nueva forma de hacer política internacional.

Son retos que lo sucedido el 11 de septiembre han aumentado en prioridad y urgencia. Todas las fuerzas políticas debemos estar dispuestas para que, sea quien sea quien gobierne España, el país responda a las tareas de universalidad, comunicación y convivencia que le corresponde desarrollar para la finalidad inalterable de paz, libertad y seguridad, que son valores plena y necesariamente compatibles.