POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 100

Imagen de una cara de un niño con la bandera de Chile colocada en el rostro. GETTY.

Estado y sociedad en la democracia chilena

Chile ya ha conseguido fomentar el desarrollo económico. Ahora le toca sentar las bases de un desarrollo multidimensional y sostenible a partir de una plena institucionalidad democrática. ¿Un nuevo paso hacia la identidad colectiva de proyecto?
Manuel Castells
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En el incierto panorama económico y social en que sigue sumida América Latina, Chile aparece como una referencia de esperanza. A lo largo de la última década, ha consolidado su proceso de desarrollo y ha mejorado notablemente las condiciones de vida de su población, según demuestran los datos del censo de 2002, publicados en octubre de 2003. En contraste con el resto de América Latina, Chile ha incrementado su competitividad, demostrando la posibilidad de crecimiento económico con integración en sus beneficios de la mayor parte de la población, aun de forma desigual, en el marco de la nueva economía global. Sin embargo, hay mitos deformadores de la experiencia chilena, derivados de intereses ideológicos conservadores que continúan atribuyendo el éxito del desarrollo chileno a las políticas de la dictadura de Augusto Pinochet.

En realidad, los datos estadísticos y la observación histórica demuestran que hay dos modelos chilenos de desarrollo, radicalmente distintos: el modelo autoritario liberal excluyente (1974-89) y el modelo democrático liberal incluyente (1990-2004). En ambos, la relación entre Estado y sociedad desempeña un papel determinante. El primer modelo, además de ser socialmente regresivo y políticamente represivo, fue mucho menos eficiente y más inestable que el segundo en lo económico, ecológicamente destructivo y, en último término, funcionalmente insostenible. El modelo democrático acentuó la orientación de apertura económica y de estímulo al dinamismo del mercado del modelo anterior, pero cambió sustancialmente las condiciones y resultados del proceso de desarrollo, a partir de un pacto social y político con la sociedad chilena, que incluyó la reducción sustancial de la pobreza y la provisión de cobertura social, sanitaria y educativa, en un esfuerzo de incremento del bienestar social sin precedentes en América Latina.

Así pues, las lecciones del desarrollo chileno tienen una alta significación para el conjunto del mundo. Porque en un contexto en el que se argumenta a menudo la necesidad de priorizar la ganancia sobre la redistribución, demuestra que se puede crecer y redistribuir según el incremento de productividad y de competitividad de la economía. Y también muestra que el reparto de la riqueza es un factor de estabilidad social y de incremento de la capacidad productiva a partir de la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, que es lo que en último término significa el concepto de “capital humano”. Más aún, frente al dilema clásico de elección entre mercado y Estado en el proceso del desarrollo, lo que la experiencia chilena demuestra es que el funcionamiento eficiente del mercado en una economía inserta en la globalización exige una articulación entre Estado y sociedad que movilice los factores productivos en beneficio de y con el apoyo de la sociedad. En la raíz de la más importante experiencia de desarrollo en la América Latina actual, encontramos la transformación del Estado chileno. Este artículo intenta proporcionar apoyo empírico a la tesis así expuesta y plantear algunas hipótesis sobre la naturaleza del Estado latinoamericano y su transformación en el proceso de globalización en curso.

 

Dos modelos chilenos de desarrollo

En el siguiente cuadro se muestran indicadores del desarrollo chileno por periodos entre 1950 y 2003. Se observan resultados muy superiores, tanto en lo económico como en lo social del modelo democrático. En especial, la inflación cae del 27,3 por cien en 1990 al 4,7 por cien en 1998 y al dos por cien en 2003; el desempleo desciende del 15 por cien en 1984-89 al siete por cien y luego al nueve por cien de 1999 a 2003. El salario real, a partir de un índice 100 en 1970, pasa del 93 en 1974-83 (es decir, más bajo que antes de Salvador Allende) al 180 en 1999-2003. El más alto crecimiento (7,8 por cien anual) se produce en el periodo 1990-98, para caer al 2,3 por cien en 1999-2003, aun situándose por encima de América Latina y del promedio mundial en ese periodo y remontando al 5,5 por cien en 2004, en contraste con el 3,5 por cien para América Latina.

Además, el modelo autoritario se caracterizó por su inestabilidad. La economía se hundió dos veces: en 1974-76 (explicable por la inestabilidad creada con el golpe militar); pero aún más importante fue el colapso de 1983, relacionado con la maxi-devaluación de 1982. En 1982-84 el PIB cayó en un 16 por cien, el desempleo llegó al 30 por cien de la población activa, y más del 50 por cien de los chilenos quedó en la pobreza. Como contraste, en la primera recesión del modelo democrático, en 1999, ligada a la contracción internacional derivada de las crisis asiática, rusa y brasileña, la economía chilena sólo cayó en un uno por cien, repuntando de inmediato en 2000 a un 5,4 por cien y situándose después en un 2,3 por cien de promedio en 1999- 2003, subiendo al 5,5 por cien en 2004.

Los datos del censo 2002 permiten una comparación con el anterior censo de 1992, midiendo así la transformación de Chile durante una década. Se observa una mejora sustancial de las condiciones de vivienda e infraestructura, así como del equipamiento del hogar en electrodomésticos, televisión, radio, teléfonos móviles y fijos (más de la mitad de la población), vehículos motorizados (35 por cien de hogares sin contar camionetas), ordenadores (23 por cien), acceso a Internet (15 por cien, en comparación con menos del cinco por cien para América Latina). La escolaridad promedio de la población pasó de 7,6 a 8,5 por cien. La escolarización en educación básica aumentó en un 20 por cien y es prácticamente universal. La enseñanza media de 14 a 17 años llega a una cobertura del 90 por cien, la cobertura en educación superior duplica y en el grupo de 20-29 años, el 23,7 por cien accede a la universidad. Hay una fuerte caída de la mortalidad infantil al 10,1 por mil y un incremento de la esperanza de vida igual que en los países más avanzados, casi 80 años para las mujeres y más de 70 para los hombres. Los grupos sociales más atrasados son los que más han progresado. El porcentaje de población bajo el nivel de pobreza descendió del 40 por cien en 1990 al 20,6 en 2003. Con más del 72 por cien propietarios de sus viviendas, la movilidad residencial ha decrecido, las migraciones rurales-urbanas se han detenido (85 por cien de la población está urbanizada), aunque la concentración metropolitana se mantiene. La estructura productiva se transforma: el empleo primario (incluyendo minería) pasó del 23 por cien en 1982 al 12 por cien en 2002, mientras que la industria repunta levemente su participación y el sector terciario ocupa a un 67 por cien de la fuerza laboral. Aumentó sobre todo el empleo en los servicios de mayor cualificación: los servicios públicos y personales mantuvieron su nivel de empleo, pero aumentaron los servicios no personales y dobló el empleo de servicios en el sector financiero.

 

«El porcentaje de población bajo el nivel de pobreza descendió del 40 por cien en 1990 al 20,6 en 2003»

 

La participación de la mujer en el mercado de trabajo aumentó del 28,1 al 35,7 por cien. La tasa de escolaridad femenina es la misma que el promedio. La familia redujo su tamaño. Se da una segunda modernización, en términos de Tironi, caracterizada por la desinstitucionalización creciente de las familias y el aumento de los hogares unipersonales (y ello en un país como Chile donde, anacrónicamente, el divorcio aún no es legal).

Así pues, Chile consolidó su desarrollo en los años noventa: su PIB per cápita aumentó en casi un 90 por cien entre 1989 y 2004. Se ha construido como sociedad moderna, mejorando sustancialmente sus condiciones de vida, con un proceso significativo de redistribución en acceso a bienes y servicios. Sin embargo, hay que recordar que en renta per cápita, corregida por la paridad de poder de compra (PPC) se sitúa muy lejos de los países europeos o incluso asiáticos desarrollados. Según datos recientes del Fondo Monetario Internacional, la renta per cápita de Chile está un 20 por cien por encima de la media de América Latina, superando a Brasil y Argentina, y situándose igual que México, en torno a los 10.000 dólares. Ello quiere decir menos de la mitad de la renta per cápita española. Más seria aún es la desigualdad de renta, medida por el índice Gini, que es una de las más altas de América Latina (57,5), cerca de Brasil (59,1) y muy por encima de México (51,5), no precisamente una sociedad igualitaria (recordemos que en Finlandia el índice es del 25,6). Cierto es que las encuestas muestran un fuerte efecto compensatorio para los hogares pobres mediante subsidios monetarios y ayudas en salud, educación y alimentación. Por otra parte, en la medida en que las políticas de vivienda, salud y educación son redistributivas, forman un elemento de compensación de la desigualdad social. Incluyendo los efectos redistributivos de las políticas públicas, la disparidad del ingreso entre el 20 por cien más rico y el 20 por cien más pobre se reduce de 20 a 11 veces. De hecho, el 40 por cien de la disminución de la pobreza se debe a las políticas sociales, una lección importante para quienes confían exclusivamente en el mercado. La desigualdad regional de renta y servicios sociales sigue siendo muy alta, en beneficio de la región metropolitana central. Con respecto a las pensiones, la privatización del sistema de cobertura, mantenida del modelo anterior, crea una situación de incertidumbre en el marco de la volatilidad del mercado financiero. Y además, no cubre la totalidad de la fuerza de trabajo. Aun así, en este asunto esencial ha habido progreso: el porcentaje de cubiertos por planes de pensiones sobre la fuerza de trabajo en 1989 era del 56,81 por cien y pasó al 72,6 por cien en 2002. En los últimos dos años se está planteando de forma acuciante la reforma de las pensiones para extender la cobertura y garantizar las prestaciones.

En suma, el modelo democrático liberal incluyente chileno, manteniendo el dinamismo del crecimiento y la exportación, ha mejorado las condiciones de vida de la población y ha reducido a la mitad la proporción de pobres. Pero no ha podido solventar la herencia de desigualdad, que se mantiene a altos niveles. Y, por otro lado, está todavía muy lejos de los niveles de riqueza de los países europeos desarrollados o de los “tigres asiáticos”. Chile no ha terminado su esfuerzo desarrollista ni su esfuerzo redistribuidor. Va bien comparado con lo mal que va América Latina y con lo que era antes. La pregunta es si las condiciones actuales del desarrollo permiten mantener la trayectoria a partir del mismo modelo, es decir, si el modelo es sostenible.

Las características del modelo chileno de desarrollo democrático liberal-incluyente de los años noventa se basan en una economía abierta (el sector exterior representa un 50 por cien del PIB) con amplia liberalización de intercambios y de mercados internos, pero con intervención estratégica del sector público, tanto reguladora de la política macroeconómica, crediticia y de comercio exterior, como de asignaciones de recursos al gasto social. Se ha producido una transformación profunda del modelo exportador: en 1990 las exportaciones mineras eran el 55,5 por cien del total, y en 2000 el 46,4 por cien. Asimismo las agropecuarias, silvícolas y de pesca disminuyeron del 11,9 al 9,4 por cien. En cambio, las industriales se incrementaron del 28,3 al 44,2 por cien, con un crecimiento especialmente intenso en las no tradicionales, del 12,3 al 32,7 por cien. Ha habido pues una modernización del aparato productivo, con apertura de nuevas líneas de competitividad industrial.

Analizando los factores explicativos del crecimiento económico de Chile, el estudio de Francisco Gallego y Klaus Schmidt-Hebbel del Banco Central de Chile muestra que, comparando el periodo 1961-85 con el de 1986- 2000, la contribución decisiva al crecimiento en el segundo periodo proviene de la productividad total de los factores, muy por encima de la contribución del trabajo y del capital. En este sentido, se acerca al modelo intensivo de crecimiento (combinación más eficiente de los factores de producción) característico de las economías “informacionales”, en contraste con el modelo extensivo, característico de las economías industriales clásicas basado en la aportación cuantitativa de capital, trabajo y recursos naturales. Además todos los sectores aumentan de modo similar. Por tanto, es un proceso de productividad y competitividad crecientes de la economía, no de un sector que tira de los demás.

En otro estudio, descomponiendo los elementos contribuyentes a la tasa de crecimiento de la productividad total de los factores (PTF) usando series de tiempo para Chile, Schmidt-Hebbel encuentra que para el periodo 1990-97, el crecimiento de la PTF se produce a pesar de peores términos de intercambio, gracias a tres componentes que, en orden decreciente de su contribución, son: mejores políticas estructurales; estabilidad macroeconómica; y el “residuo” de la función agregada de producción. El residuo puede ser interpretado de forma diversa: mejor gestión y organización de empresas, tecnología y generación/difusión de conocimiento entre ellos. Otros dos elementos no son identificados de forma específica en el estudio, pero pueden ser puestos en relación con las políticas económicas y el contexto institucional creado en Chile a partir de 1990. En efecto, el análisis de los servicios de estudios del Banco Central muestra que el crecimiento chileno en esa década anticipa el ahorro interno y el externo; y que la acumulación de capital, tanto nacional como extranjero, sigue el crecimiento más que la causa. Se trata pues de una productividad y competitividad del sector privado que se expande, tanto en el mercado externo como en el interno, a partir de la estabilidad macroeconómica y de las políticas públicas. ¿Cuál es el contenido de estas políticas y de este contexto institucional?

 

El Estado como agente estratégico de desarrollo

En primer lugar, la base de las políticas públicas de desarrollo en los años noventa, como explica el arquitecto de la reforma económica chilena, Alejandro Foxley, fue la estabilidad institucional a partir de un sistema democrático legitimado por la voluntad popular, en cuyo marco los actores sociales pudieron concertarse sin restricciones y cuyas instituciones ofrecieron garantías de transparencia, legalidad y continuidad a los inversores, tanto nacionales como extranjeros, a largo plazo. A partir del momento en que el dictador perdió el control del país y que la población pudo expresarse, sólo una consolidación democrática permitía generar la estabilidad y la previsibilidad para el desarrollo económico. En este sentido, en las condiciones concretas de Chile en este periodo histórico, y en el actual contexto internacional, desarrollo y democracia son complementarios, se necesitan mutuamente, en lugar de contraponerse. Por ejemplo, nunca hubiese podido firmar Chile el ventajoso acuerdo comercial con la Unión Europea bajo el régimen de Pinochet. Pero ¿cuál fue el contenido de las políticas públicas de la transición chilena?

 

 

«La política pública chilena ha sido alabada y tomada como modelo por muchos países»

 

 

  • Continuación de la orientación de economía abierta, pero creando las condiciones para su consolidación, mediante reducción arancelaria unilateral y acuerdos comerciales con la UE, con los países vecinos y con el tratado de Libre Comercio (TLC) impulsado por Estados Unidos.
  • Política antiinflacionista mediante tasas elevadas de interés medio real y política presupuestaria de superávit en el sector público, con el efecto añadido de proveer una reserva para políticas expansivas anticíclicas.
  • Incremento sustancial del gasto en educación, vivienda y salud, financiado de forma no inflacionista, contando con un alto crecimiento y con un aumento impositivo del dos por cien del PIB aplicado en 1990.
  • Creación de un sistema de relaciones industriales estable, mediante la reforma del código laboral para asegurar estabilidad relativa del empleo, aumento del salario mínimo y mecanismos de negociación colectiva con sindicatos representativos. Merced a estas reformas, los actores sociales se han comportado de forma responsable y los aumentos salariales han podido pactarse según la inflación futura esperada y a un incremento de productividad, frenando así las tensiones salariales En ese contexto, se ha dado un aumento del 5,3 por cien del salario real en el periodo de los años noventa, manteniendo la credibilidad de la política antiinflacionista.
  • En esas condiciones de estabilidad institucional y monetaria pudo producirse un aumento significativo de la inversión, que pasó del 19 por cien del PIB en 1984-89 al 28 por cien del PIB en 1990-98 y al 27 por cien en 1999-2001. La inversión extranjera aumentó también, a un nivel del cinco por cien del PIB en los años noventa y, a diferencia de los años ochenta, no fue para comprar empresas privatizadas sino para participar en proyectos nuevos en diversos sectores, tanto de tecnología, como de minería, recursos naturales y servicios, en particular, financieros.
  • La política pública tuvo también una intervención reguladora cuando hizo falta, en especial, mediante el impuesto a la entrada de capitales a corto plazo, para frenar la especulación financiera y el contagio de crisis de los mercados financieros Esta política ha sido comentada favorablemente en la mayoría de medios expertos en el mundo y es tomada hoy como modelo por muchos países.

El contenido y alcance de estas políticas fueron la expresión de una re- definición de las relaciones entre Estado y sociedad, en ruptura con el periodo de la dictadura. Veamos exactamente de que forma.

 

Estado, nación y globalización en Chile

Históricamente, el Estado fue siempre el centro impulsor de la sociedad y la economía, en Chile, como en el resto de América Latina. La identidad fundamental de las sociedades latinoamericanas fue la nacional, y esta identidad fue una construcción del Estado-nación: el Estado configuró a la nación por encima de las clases y como principio de defensa y negociación frente al mundo exterior. Aquellas sociedades, como en Centroamérica, donde el Estado se convirtió en apéndice neocolonial, nunca alcanzaron una estabilidad mínima.

En el caso de Chile, y hasta 1973, lo peculiar fue la legitimidad del Estado. Fue un Estado democrático. Basado en una institucionalidad respetada por las fuerzas armadas. Y fue un Estado democrático-populista que integró a las clases medias burocráticas y a los sectores populares organizados mediante una política clientelista, merced a la capacidad redistribuidora que proporcionaban al Estado las regalías pagadas por las empresas extranjeras minero-exportadoras.

El golpe militar de Pinochet destruyó no sólo la democracia, sino el modelo de relación entre Estado, nación y sociedad. El Estado se separó de la nación y se hizo Estado de clase y corporativo-militar. La nación se rompió a partir de la agravación de la división en clases y de la separación entre vencedores y vencidos. El Estado, en la práctica, se convirtió en vasallo de EEUU, inspirador directo del golpe, y se alineó con la política de bloques en América Latina, transformándose en bastión anticomunista según el emulado modelo de la dictadura de Franco. La búsqueda de la legitimidad se basó, por un lado, en el mantenimiento del orden y de los tradicionales valores conservadores; por otro lado, mediante el desarrollo económico, con distribución de beneficios según las leyes del mercado, sin control social y, por tanto, aceptando la exclusión de gran parte de la población de dicho mecanismo de legitimación. En esas condiciones, la ideología del mercado reemplaza a la de la nación. La relación entre nación y Estado es sustituida por la de mercado e individuo, bajo vigilancia del Estado. La nación se hace referencia puramente ideológica. Las identidades locales se anulan. Las regiones tradicionales se redefinen como zonas administrativas numeradas como legiones romanas.

 

«El golpe de Pinochet destruyó la democracia y el modelo de relación Estado, nación, sociedad»

 

La construcción pinochetista no fue capaz de institucionalizar su dominación bajo una legitimidad democrática liberal excluyente. El dinamismo del mercado no bastó para estabilizar la relación Estado-sociedad, una vez pasada la situación de emergencia derivada del enfrentamiento social de los años setenta. La represión no es eficaz contra las clases medias urbanas y sus actores políticos cuando la amenaza de guerra de clases ha desaparecido. La derrota de Pinochet en el referéndum de 1989 fue la consecuencia de una derrota anterior: la de su modelo político en la opinión de una sociedad chilena que afirmó de nuevo su voluntad democrática y negociadora. Por ello, la constitución de una nueva relación entre Estado, nación y sociedad en la transición democrática fue la condición indispensable para las políticas de reforma que estuvieron en la base del nuevo modelo chileno de desarrollo. Los gobiernos de la Concertación democrática chilena, a partir de 1990, negociaron con los poderes fácticos instalados por Pinochet. Mantuvieron la legitimidad del mercado como facilitador de proyectos personales y emprendedores. Pero añadieron un correctivo fundamental: el Estado dejó de ser instrumento de exclusión para convertirse en institución integradora, mediante políticas sociales redistributivas y mediante la creación de un sistema de relaciones industriales, restableciendo la relación entre sociedad y Estado.

Sin embargo, no se restableció la identidad nacional porque la nación siguió dividida, con las clases dominantes y las fuerzas armadas refugiadas en su propio sistema autolegitimador, al no tener posibilidades reales de acceso democrático al poder por su mismo rechazo a las normas de convivencia. Siguieron por un tiempo afirmando el mercado frente a la sociedad. En esas condiciones, la identidad se individualizó y fraccionó según lo que el mercado pudo ofrecer a cada uno. La nación siguió separada del Estado y el nuevo Estado democrático tuvo que operar a partir de una triple fuente de legitimidad y dentro de un límite: el sistema de libertad vigilada constitucional impuesto por Pinochet a cambio de dejar el poder. La triple legitimidad: democracia en lo posible (democracia amnésica de las violaciones de derechos humanos); reconocimiento de los actores sociales y políticas redistributivas; y, sobre todo, continuidad del crecimiento económico y mantenimiento del mercado como principio común aceptado por toda la sociedad. Por eso la ideología del mercado es aún dominante en Chile, porque es la única común, al extender ahora sus posibilidades prácticas a las clases populares mediante la difusión de los beneficios del crecimiento económico. Pero con el gobierno democrático se esbozó tímidamente la revalorización de la identidad local. Surgieron incipientes movimientos sociales (ecologismo, feminismo) y se desarrolló un tejido asociativo autónomo.

Por todo ello se dio, al final de la década de los noventa, el llamado “malestar chileno”, una crítica ideológica, esencialmente protagonizada por intelectuales, en contra de la dominación de los valores del mercado y a partir de la constatación de la pérdida de la identidad nacional, la solidaridad social y el proyecto colectivo. Pero la crítica fue minoritaria en la medida en que la sociedad se mostró precavida ante el riesgo de involución y también en la medida en que el crecimiento sostenido permitía acceder al consumo. Por eso, la recesión económica de 1999, pareció poner en cuestión la viabilidad del nuevo modelo chileno de desarrollo.

 

Crisis y reconstrucción del modelo democrático

La crisis económica de 1999 en realidad fue limitada: caída del uno por cien del PIB, para luego crecer al 5,4 por cien en 2000 y al 2,8 por cien en 2001. Pero la crisis sociológica, en expresión de Tironi, fue más profunda: “La contracción del crecimiento tuvo efectos que trascendieron lo estrictamente económico, sobre todo para una amplia clase media que no contaría ya –como antaño– ni con la protección estatal ni con las redes comunitarias extinguidas a consecuencia de la individuación y competencia que acarreó la violenta modernización de los años noventa. Esto provocó, en 1999, una suerte de  síndrome de  privación con  sus  consecuencias; frustración, pesimismo, angustia, depresión”. El Informe de Desarrollo Humano en Chile de 1999 evidenció la inseguridad subjetiva de la población como problema fundamental. Y es que para considerarse portador de proyecto individual, prescindiendo de la identidad colectiva, hay que poder asumir el riesgo a nivel individual. Y eso, el mercado no lo garantiza a la mayoría en casi ningún país y desde luego no en Chile.

En esas condiciones, el nuevo gobierno de la Concertación, elegido en 2000 y presidido por Ricardo Lagos, primer presidente socialista después de Allende, amplió la reconstrucción de legitimidad de lo económico-social a lo institucional-ideológico. La crisis indujo una recomposición de iniciativas políticas y sociales, que revelaron que había más reservas de lo que se creía en la sociedad chilena. Varios procesos concurrieron hacia esta recomposición:

  • Las encuestas del Centro de Estudios Públicos revelan que la ideología de mercado en Chile no es fundamentalmente consumista, excepto en un sector reducido de la clase media-alta. Es más bien, en la fracción mayoritaria de los encuestados, una ideología individualista de tipo ética protestante: esfuerzo propio, trabajo y, sobre todo, educación, como vía de mejora individual y colectiva. Es decir que, en contra de la percepción generalizada, Chile, la mayoría de su población, no es una sociedad de consumo sino de desarrollo individualista. Por tanto, se responde a la crisis redoblando el esfuerzo individual y preocupándose por la educación de los hijos.
  • El capital social es relativamente importante en términos de asociaciones formales y de redes informales, como revela el Informe de Desarrollo Humano de La reconstitución de la sociedad civil se hace también en la pluralidad de su existencia: así se produce la emergencia, potencialmente conflictiva, de la identidad indígena mapuche. Sin embargo, el capital social está desigualmente distribuido: es mayor en los grupos socioeconómicos de mayor nivel, por lo que existe el peligro de que los pobres y las clases populares no dispongan de recursos a través del mercado ni a través del capital social.
  • Eso requiere por tanto un esfuerzo redistribuidor del Estado que, de hecho intervino, tanto en salud, vivienda y educación como, sobre todo, en el seguro de cesantía y en la reforma de las pensiones, el gran problema pendiente en Chile para prevenir crisis de mayor envergadura. Se apunta así hacia un Estado de bienestar que vaya más allá del Estado liberal incluyente, si bien esta tendencia es todavía más tentativa que afirmada.
  • Se produce también una importante reconstrucción político-institucional: tras la caída relativa de la Concertación en las elecciones de 1997, se aprecia una posición competitiva de la derecha, las clases dominantes piensan que de nuevo tienen posibilidades de ganar mediante el juego democrático. El candidato presidencial conservador, Joaquín Lavín, se distancia de Pinochet y, en cierto modo, se restablece así el juego democrático en la realidad, con una elección competitiva entre la derecha y el centro-izquierda que conduce a la victoria de Lagos. Al mismo tiempo, la presión interna y externa sobre Pinochet llevan a la deslegitimación del dictador, a su retirada bajo el pretexto de demencia legal y, en íntima relación con ese proceso, a la redemocratización y normalización de la institucionalidad de las fuerzas armadas.
  • En ese contexto, se produce la progresiva recuperación de la memoria colectiva, la afirmación de los derechos humanos, la reparación de las injusticias y la reivindicación de la historia democrática de La recuperación de símbolos como Víctor Jara y el homenaje institucional al presidente Allende en el 30º aniversario de su muerte en 2003, crean las bases para que la nación se reúna en torno a una memoria común fraccionada pero no negada, conflictiva pero asumida.

En ese proceso el Estado chileno restablece la legitimidad democrática y la legitimidad de protector/redistribuidor junto a la legitimidad del mercado como principio de cohesión de la sociedad, frente al poder disgregador, pero dinámico, de la identidad individualista y de la ideología del mercado. Pero no es tan fácil restablecer la identidad nacional como identidad colectiva una vez que los principios de individuación han operado a gran escala.

Y sin embargo, es esencial la existencia de una identidad colectiva como principio de cohesión en el momento en que Chile se enfrenta a una etapa decisiva de acción en la globalización: nueva competitividad, transición informacional y articulación en Estado-red, en el marco de nuevos acuerdos transnacionales en los que el Estado, para no perder su anclaje, necesita saber que representa a más que una suma de individuos, distintos de Argentina o EE UU. Tal vez lo que se plantea es la reconstrucción de un nuevo tipo de identidad nacional, basada en el proyecto colectivo de futuro más que en la recuperación mítica del pasado. ¿Puede Chile albergar una identidad colectiva de proyecto, más allá de la satisfacción individual de cada familia a través del mercado? Todo depende del proyecto y de su forma de construcción. Es un proceso, no una ideología. La articulación de la vivencia individual y la identidad colectiva requieren una profundización de la relación entre Estado y sociedad en el doble sentido de la democratización y la protección social. Éste es el verdadero y actual desafío del desarrollo chileno. Pasar del crecimiento económico al desarrollo multidimensional y sostenible a partir de una plena institucionalidad democrática. La administración Lagos ha situado a Chile en el umbral de dicha posibilidad. Pero la necesaria transición a un modelo de desarrollo informacional y de economía del conocimiento, capaz de competir en la nueva etapa de la globalización, exige un cambio cultural y un esfuerzo de integración social que todavía son incipientes. Tras el mercado y el Estado, es la hora de la sociedad.