Autor: Steven W. Hackel
Editorial: Hill and Wang
Fecha: 2013
Páginas: 325
Lugar: Nueva York

Fray Junípero y las trampas de la fe

La exhaustiva biografía de Steven Hackel sobre el misionero español deja claro que los indios de las misiones no podían abandonarlas y que muchos de ellos trabajaban en condiciones serviles y sufrían constantes castigos corporales.
Luis Esteban G. Manrique
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“Mucha miseria habrá en los años de la codicia. Los hombres esclavos han de hacerse. Triste estará el rostro del Sol (…) Se despoblará el mundo, se hará pequeño y humillado…”.
Chilam Balam de Chumayel (siglo XVI)

 

En 1931 se desveló en el Capitolio de Washington una imponente estatua de un fraile franciscano mallorquín que apenas medía 1,50 metros, fray Junípero Serra (1713-1784), que en 1749 abandonó su carrera clerical y académica en su isla natal para embarcarse rumbo al virreinato de la Nueva España y cumplir así su sueño de evangelizar el Nuevo Mundo.

Unos 20 años después, jugó un papel decisivo en la colonización de la Alta California al fundar una cadena de misiones que se extendieron desde San Diego a San Francisco, las edificaciones más antiguas del Estado y sus monumentos más visitados, lo que explica que sea uno de los dos californianos honrados en el Statuary Hall del Congreso.

En 1984, en el bicentenario de su muerte, dos tercios de los californianos le consideraron la figura más relevante de su historia pese a que extendió las fronteras del imperio español por los amplios espacios de América del Norte. Eclipsados por los fundadores protestantes de Nueva Inglaterra y los padres de la Unión, los nombres de los misioneros que protagonizaron esa épica historia han sido olvidados. La excepción es Serra, que hasta hace poco había sido visto solo a través del tamiz de las versiones hagiográficas de su vida, como la Relación Histórica (1787) de Francisco Palou, su compañero y discípulo predilecto.

En 2015, Serra fue canonizado en la basílica de la Inmaculada Concepción en Washington por el papa Francisco, que en su homilía destacó que el “primer santo hispano” de EEUU siempre “buscó defender la dignidad de la comunidad nativa”.

 

Anomalía histórica

Su subida a los altares, sin embargo, no despejó las sombras que rodean su figura. Durante el proceso de beatificación, organizaciones de pueblos nativos californianos criticaron al Vaticano por no atender a sus objeciones. La furia iconoclasta que se desató en el país tras el asesinato de George Floyd se ensañó en California con sus efigies, que han sido tumbadas, pintarrajeadas o retiradas con el consentimiento de las autoridades civiles.

La estatua del centro de Los Ángeles la derribó un grupo de 30 personas atándole una soga al cuello. Ni el ayuntamiento de Los Ángeles, ni el condado, ni el Estado de California objetaron la retirada de las estatuas de Sacramento y San Francisco. Ni un solo agente de policía apareció cuando cayó la del parque angelino. Jessa Calderón, una activista de etnia Paiute que participó en el derribo, declaró a El País que la historia de las misiones era una de “horror, brutalidad y opresión”.

 

Una estatua de San Junípero Serra sufre un acto de vandalismo en San Francisco el 19 de junio. REUTERS

 

Para los descendientes de los Chumash, Yokuts y otros pueblos originarios californianos, ver su estatua en un lugar público, dice, era como obligar a un judío a pasar por delante de una de Hitler todos los días. El 22 de junio, la propia diócesis de Monterrey anunció que retiraría la de la misión de San Luis Obispo para protegerla de actos vandálicos. Probablemente, la del Capitolio ya habría sido  retirada si Francisco no se hubiese detenido a rezar delante de ella durante su visita al Congreso en 2015.

 

En el limbo del purgatorio

La revitalización desde 1992 de los movimientos nativistas, desde Alaska a la Patagonia, no tardó en revisar la figura de Serra, que el arzobispo de Los Ángeles, José Gómez, cree que está siendo usada como símbolo de los “trágicos abusos” que se cometieron contra los pueblos nativos de California.

El arzobispo de San Francisco, Salvatore Cordileone, ha subrayado los “heroicos sacrificios” que hizo Serra caminando hasta Ciudad de México con una pierna ulcerada para abogar por las misiones ante el virrey, por lo que representa el “verdadero espíritu de una Iglesia identificada con los pobres y marginados”.

Robert Senkewicz, historiador de la Universidad de Santa Clara, recuerda, por su parte, que las mayores masacres ocurrieron cuando a los indios no les protegían las órdenes religiosas. Durante la “fiebre del oro” (1848-55), los colonos pagaban recompensas por cada cabellera de indio que se les entregaba. Leland Stanford, fundador de la famosa universidad californiana, fue un abolicionista que mantuvo las políticas genocidas cuando fue gobernador del Estado.

El revisionismo histórico ha sido poco amable con Serra. En su exhaustiva biografía, Steven Hackel, historiador de la Universidad de California (Riverside), deja claro que los indios de las misiones no podían abandonarlas y que muchos de ellos trabajaban en condiciones serviles y sufrían constantes castigos corporales. Según el autor, la prueba de ello es que las tasas de mortalidad en las misiones eran altas incluso para la época, debido a que el hacinamiento provocaba periódicas epidemias –viruela, sarampión…– que las diezmaban.

 

América se reimagina

El movimiento contra fray Junípero puede ser marginal, pero es revelador de la forma en que Estados Unidos y otros países hemisféricos honran a sus héroes, integran en sus relatos nacionales a las voces minoritarias y replantean su identidad para contar la historia desde la perspectiva de los vencidos. No debería extrañar a nadie. Hasta John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville, los grandes teóricos del liberalismo británico y francés, justificaron la conquista de India y Argelia y la invasión de México por Napoleón III en nombre de la “civilización”. El despotismo, escribió Mill, era “una forma legítima de gobierno de pueblos bárbaros”.

Ahora, en cambio, el panteísmo ecologista New Age, los rituales chamánicos con alucinógenos como el peyote y el ayahuasca y la simbología nativista se han convertido en parte de la identidad y cultura populares en su lucha contra el racismo. Más de 50 ciudades –entre ellas Austin, San Francisco, Denver, Cincinnati y la propia Columbus (Ohio)– han dejado de celebrar el Columbus Day el 12 de octubre y lo han rebautizado Native American Day.

Las revueltas del año pasado no dejaron una sola estatua del conquistador Pedro de Valdivia en las plazas y parques chilenos. En México, Hernán Cortés nunca tuvo estatuas ecuestres. Es lógico. El símbolo que eligió para su blasón fueron las cabezas encadenadas de los últimos siete reyes del Anáhuac, como recuerda Jean-Marie Le Clézio en Le rêve mexicain (1988).

El 12 de octubre es hoy el Día de la resistencia indígena en Venezuela, Bolivia y Nicaragua, en Argentina Día de la Diversidad Cultural y en Ecuador Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad. El racismo estructural ha comenzado a llamarse por su nombre. Era inevitable. En Brasil, el 10% de la población más rica es abrumadoramente blanca, mientras que el 75% del 10% más pobre son pardos (mestizos) o pretos (negros). Según el Banco Mundial, la relación entre un color de piel oscuro y pobreza no es nada casual.

 

Memoria histórica

A propósito de la iconoclastia anticolombina, el historiador español José Álvarez Junco señala que la historia no debe ser venerada sino explicada para entender a los personajes del pasado en su contexto y momento histórico. El riesgo de no hacerlo es vivir entre el mito y la negación o pasar de un extremo a otro sin aproximarse a la verdad. La biografía de fray Junípero ofrece en ese sentido una perspectiva valiosa para iluminar episodios cruciales del pasado americano.

A diferencia de los colonos ingleses y holandeses, para los que la idea de evangelización era extraña, cuando no absurda, para españoles y portugueses la fusión de la cruz, la espada y la corona era inherente a su impulso imperial. La ortodoxia religiosa sostenía el sistema político.

En Los signos en rotación (1965), Octavio Paz observa que la cosmovisión mágica indígena propició el sincretismo porque en su visión cíclica del tiempo la conquista daba fin a un ciclo y comienzo a otro, con lo que el catolicismo ibérico repitió con los sistemas religiosos prehispánicos lo que hizo la Iglesia primitiva con los paganismos mediterráneos, integrándolos en su teogonía, una fractura reconocible en relatos míticos como los del Chilam Balam maya que revelan una alteración irreparable: la muerte de los dioses.

El proceso fue distinto en cada región. En México y Perú los grupos étnicos mayoritarios, agricultores sedentarios y acostumbrados a pagar tributos a sus señores naturales, fueron integrados en el sistema colonial. Entre ellos el cristianismo se indigenizó en un sincretismo popular e instintivo.

Pero en el Chaco, la Amazonía, la Araucanía y el sureste y noreste norteamericanos, la colonización fue muy distinta porque la movilidad territorial de las tribus nómadas les permitió subsistir y conservar su identidad étnica y cultural. Apaches, comanches, mapuches y pehuenches, entre otros pueblos, solo sucumbieron tras formidables operaciones militares que realizaron auténticas limpiezas étnicas masivas entre las décadas de 1870 y 1880.

 

El siglo de las Luces

El siglo de las Luces y el cambio de la dinastía reinante cambiaron muchas cosas en el imperio americano español. A fines del siglo XVII, las órdenes religiosas y el clero secular poseían la mitad de las tierras de los virreinatos, cuyas estructuras estaban hechas para durar, no para cambiar.

Para gran parte de la población indígena, la voluntad del corregidor era la única ley real en sus aisladas poblaciones. Las primeras disposiciones del despotismo ilustrado borbónico se dirigieron contra las riquezas de la Iglesia. En 1749, la Corona emitió un decreto que exigía que todas las parroquias administradas por las órdenes mendicantes en México y Perú se entregaran al clero secular. En 1753, la medida se extendió a toda la Iglesia hispanoamericana.

La paradoja era que quienes penetraban en los desiertos y bosques eran los religiosos: jesuitas en el estuario del Paraná-Uruguay; franciscanos y jesuitas en la hoya amazónica, California, Texas y Nuevo México y la frontera del Bío-Bío, y capuchinos en el Orinoco inferior venezolano. La colonización misional era seguida de cerca por rancheros y buscadores de minas, que gozaban de protección militar.

Por entonces se fundaron Copiapó, San Antonio, San Francisco, Alburquerque y Montevideo por familias enteras de cántabros, gallegos, castellanos, navarros, canarios y catalanes que fueron atraídos por incentivos –tierras, solares– para poblar zonas deshabitadas de Texas, Florida, Luisiana, Cuba, Venezuela, Nueva España, la banda oriental del Río de la Plata y la Patagonia.

Tras el motín de Esquilache, los jesuitas fueron acusados en la corte de Madrid por convertir Paraguay en un reino de propiedad exclusiva de la Compañía, que fue expulsada sucesivamente de Francia, Portugal y España y de sus colonias. En las misiones de Paraguay los jesuitas habían enseñado a los guaraníes a hacer arados, campanas y a imprimir libros, pero también a fabricar armas de fuego para defenderse de los bandeirantes, los cazadores de esclavos paulistas.

Sus superiores les ordenaron abandonar las misiones, pero los sacerdotes se negaron a inmolar a los indios. Las misiones fueron arrasadas como retrata la famosa película de 1986 de Roland Joffe. Los reyes no perdonaron la ofensa a la Compañía, que tenía por entonces en la América hispana 220 misiones que albergaban a unas 300.000 personas. Más de un centenar estaban entre la Sierra Madre Occidental y la Baja California, que fueron transferidas a las órdenes mendicantes.

 

Fray Junípero entra en la historia

En ese momento crucial hace entrada en la historia fray Junípero Serra, que adoptó ese nombre para honrar a uno de los primeros compañeros de San Francisco. En 1691, una generación antes de su nacimiento, la Inquisición acusó de judaizar a 45 hombres y mujeres de Mallorca. Cinco que habían huido o muerto fueron quemados en efigie; 37 estrangulados, y tres que se negaron a apostatar, quemados en la hoguera. La comunidad judía de Palma no se recuperó. Dos de los abuelos de Serra se apellidaban Abram y Salom, lo que revela su origen converso.

Pese a que provenía de una familia campesina, Miquel Josep Serra aprendió de niño latín, una muestra de precocidad que le llevó primero al convento de San Bernardino de Siena de Petra, su localidad natal, y luego al seminario. Por entonces, había al menos 41 otras iglesias en la isla además de numerosos conventos y monasterios. Serra, que nunca dejó de auto infligirse castigos físicos, veneraba a Francisco Solano, el apóstol del Perú, canonizado en 1726.

En la primera mitad del siglo XVIII, requeridos por la Corona, más de 400 franciscanos peninsulares y canarios se dirigieron a las Américas y Filipinas. Por su elocuencia, disciplina y experiencia administrativa, Serra era un candidato natural para esa segunda cruzada evangelizadora.

Los primeros 12 franciscanos llegaron a México en 1524. En 1750, cuando Serra llegó al Colegio de San Fernando en Ciudad de México, fundado en 1733, había al menos 84 iglesias en la capital del virreinato y 10 conventos franciscanos. Los superiores de la orden estaban convencidos de que los indios paganos solo se convertirían si adoptaban la agricultura, lo que regularía sus vidas al obligarles a asistir a misa y a las catequesis.

Serra, que primero estuvo en las misiones con los indios Pames en Sierra Gorda, aceptó en 1767 la misión de evangelizar la Alta California, donde en 1734 la rebelión de los indios Pericú destruyó cuatro misiones en ataques en los que murieron dos sacerdotes y varios colonos.

En Sierra Gorda, quienes se fugaban, emborrachaban o cometían adulterio eran azotados con “rigor paternalista” por los frailes, como indicaban las instrucciones de Francisco Solano, aunque no hay evidencias de que Serra los infligiera personalmente, según escribe Hackel, que sí señala que en México fue nombrado comisario por la Inquisición, lo que le autorizaba a investigar casos de brujería y herejías.

El trabajo en las misiones, minas y obrajes se hacía muchas veces en condiciones de trabajo forzado, como la mita andina, un impuesto en mano de obra que provocó la gran rebelión de 1780 del cacique cusqueño Túpac Amaru II en el virreinato peruano. En febrero de 1772, Palou escribó que en los tres años que estuvo a cargo de los Fernandinos, en la misión de Todos los Santos en la Baja California, la población india cayó de 7.149 personas a 2.055 debido a las enfermedades.

 

La tierra prometida

El 14 de mayo de 1769, Serra fundó San Fernando de Velicatá, su primera misión en la tierra prometida. Por entonces vivían en el actual territorio de California unos 310.000 indios que hablaban un centenar de lenguas y habitaban pequeñas aldeas de entre 75 y 250 individuos, que vivían en constante nomadismo.

Según Hackel, gestionaban con tanta inteligencia sus recursos que tenían una dieta rica y variada con relativamente poco trabajo y organización comunal. Serra, en cambio, quería que cultivaran trigo, maíz y cebada, una propuesta que no convenció a los Kumeyaay, que prendieron fuego a la misión de San Diego.

Al final, las propias autoridades coloniales se convencieron de que las misiones eran un vestigio anacrónico. En 1777, Felipe de Neve, gobernador de las Californias, escribió al virrey Bucareli de Ursúa que las misiones mantenían a los indios en un estado de servidumbre que les impedía integrarse en la sociedad y se quejaba de que los misioneros no reconocían ninguna autoridad por encima de la suya.

En agosto de 1778, Neve comunicó a Serra que ya no habría misiones sino doctrinas en Alta California, es decir, parroquias bajo la jurisdicción de un obispo. Fue el canto del cisne. Con cada año que pasaba, el papel de Serra se hacía más irrelevante. Cuando murió en agosto de 1784, las misiones languidecían por las epidemias que recurrentemente las asolaban.

En 1855, tras la fiebre del oro, apenas quedaban 50.000 de los 310.000 indios que vivían en California en 1769. Tras el derribo de la estatua angelina de Serra, Hackel comentó a Los Angeles Times que la insensibilidad de los misioneros hacia la cultura nativa aconsejaba retirarlas todas. Al fin y al cabo, escribe en el epílogo del libro, Serra vivió una vida opuesta a todo lo que representa hoy California: diversidad, hedonismo, culto a la belleza del cuerpo y progreso tecnológico.

 

El ejemplo de Camões

El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos cuenta que en 2002, cuando trabajaba en Mozambique, se enteró de que en Isla, en el norte del país, había desde tiempos coloniales una estatua de Luís de Camões (1524-1580), autor de Os Lusíadas, el poema épico más famoso de la literatura lusa.

Tras la independencia en 1975, el gobierno local retiró el busto y lo guardó en los depósitos de la Capitanía. Entretanto, dejó de llover durante años en Isla. Su consejo de ancianos, chamanes y sabios realizó sus rituales y concluyó que la sequía quizá se debía a la retirada prematura de la efigie y que no perdían nada si la reponían. Y como volvió a llover, Camões sigue todavía ahí, mirando la inmensidad del Océano Índico y llenando las cisternas.