POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 54

Reunión política en Guinea Ecuatorial antes de las primeras elecciones del país desde su independencia de España, en 1968. GETTY

Guinea Ecuatorial en perspectiva

Guinea es uno de los capítulos menos conocidos de la política exterior española. Los errores de la descolonización y las crisis internas bajo el régimen de Franco han motivado una falta de análisis desde la independencia del país en 1968.
José María Ridao
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Pese a su recurrente y con frecuencia espectacular aparición en los medios españoles de comunicación, las relaciones con Guinea Ecuatorial constituyen uno de los capítulos paradójicamente menos conocidos de la política exterior de nuestro país. El convencimiento de que en el origen del problema existe una descolonización plagada de errores, realizada bajo la presión de las Naciones Unidas y llevada a cabo en medio de fuertes tensiones en el interior del régimen de Franco, parece haber excusado cualquier análisis que intente, no ya explicar las razones de una crispación permanente desde la misma fecha de la independencia en 1968, sino sobre todo fundamentar una política de largo alcance que, a falta de resolver el contencioso, lo reduzca al menos a sus justas proporciones y permita, al mismo tiempo, gestionarlo con eficacia para nuestros intereses reales y de acuerdo con las exigencias del respeto a los derechos humanos y la democratización.

Uno de los hechos que quizá más ha marcado la situación política y económica del continente africano tras la descolonización ha sido la contradicción ideológica que subyacía a los planteamientos nacionalistas: éstos no reivindicaban la salida del colonizador para recuperar las estructuras políticas previas a la ocupación, sino para erigir un Estado sobre el modelo europeo, fuera en su variante socialista o, más raramente, liberal. La consecuencia más inmediata de esta paradoja en origen, y que sigue determinando en gran medida la evolución actual de los países al sur del Sáhara, es que se establece una coexistencia en muchos casos aberrante de la reciente estructura estatal y formas de organización precoloniales, normalmente de carácter familiar o tribal. De este modo, un buen número de Estados africanos sólo lo son hacia el exterior, mientras que hacia el interior conservan una estructura de poder que nada tiene que ver con la fachada externa. Si se tiene en cuenta que en Guinea Ecuatorial existen zonas como Mongomo y otras poblaciones próximas a la frontera continental, que no tuvieron ningún contacto con la cultura europea hasta bien entrado el siglo XX, se comprenderá la compleja naturaleza de la estructura del poder guineano: la fórmula estatal acaba de cumplir veinticinco años, en tanto que las instituciones tribales han sido las únicas que existían en el interior del país hasta pocas fechas antes de la independencia.

Esta complejidad, una de las más acusadas del continente africano, no puede llevarnos a creer, sin embargo, que los incidentes con España sean resultado de la inexperiencia en el manejo de los resortes del Estado por parte del gobierno de Malabo. Antes al contrario, los sectores radicales del régimen de Guinea Ecuatorial han desarrollado una prodigiosa habilidad para utilizar el Estado como pantalla, haciendo de los modos habituales en las relaciones internacionales, un laberinto burocrático que utilizan según su conveniencia. Por ello, la actitud de comprensión o apaciguamiento que han defendido tradicionalmente algunos sectores políticos en España, así como un buen número de españoles residentes en Guinea, parten del error de creer en la inocencia o cuando menos la incompetencia de las autoridades de Malabo. Pero del mismo modo, ciertas actitudes de firmeza a ultranza, tan irreales como cerradas a cualquier posibilidad de diálogo por incierta que sea, olvidan que muchos de los gestos y declaraciones internacionales del Estado guineano tienen un valor diferente, unas veces, sin duda, más grave pero otras también menos relevante, si se analizan a la luz de la estructura interna de poder.

Pero con ser una idea imprescindible para comprender la conflictividad de las relaciones con nuestra única ex colonia africana, la complejidad y precariedad de los equilibrios entre el Estado y las formas de organización precoloniales en Guinea Ecuatorial no bastan para explicar el constante rosario de tensiones y desavenencias con España que han marcado las casi tres décadas de historia independiente. Sobre la realidad de fondo de un Estado de difícil consolidación, no sólo por el sustrato tribal sino también por la fragmentación territorial del país, incidió a principios de los años setenta un factor de distorsión que parece haber pasado inadvertido. Probablemente como reacción al discurso anticomunista que mantenía el régimen de Franco, Macías –quien no hay que olvidar que resultó elegido presidente de la República pese a la abierta beligerancia española en favor de la candidatura de Bonifacio Ondó– inició una aproximación hacia la Unión Soviética cuyo resultado más palpable fue el establecimiento de una base militar en Luba. La antigua colonia pasó a ser así, por sus excepcionales condiciones estratégicas, una de las piezas clave en la política de Moscú hacia el golfo de Guinea, donde la presencia francesa y británica –del bloque occidental, por tanto– resultaba decisiva. La inhibición de los gobiernos de Franco ante los abusos, insultos y provocaciones de Macías se explicarían por la exigüidad del margen de maniobra con que contaba España: alterar la situación interna en Guinea podía conllevar una reordenación geoestratégica en el golfo, y la Unión Soviética no estaba dispuesta a correr ese riesgo para aliviar la posición del antiguo colonizador, sobre todo cuando éste apareció en su día como un antiguo aliado de las potencias del Eje. Las bases de las relaciones de España con Guinea se establecen, pues, en unas condiciones que difícilmente cabría imaginar más adversas: la antigua metrópoli arrinconada internacionalmente y la ex colonia gobernada por un psicótico, amparado en el interés estratégico de una superpotencia.

Esta situación se mantuvo inalterada hasta 1975. Contra lo que parece, los factores de cambio no tuvieron tanta relación con los sucesos internos en España como con los roces de Macías con sus mentores soviéticos y, sobre todo, con la independencia de las antiguas colonias portuguesas. El acceso al poder del Movimiento para la Liberación de Santo Tomé y Príncipe, tan sólo tres meses antes de la muerte de Franco, relativizó para Moscú la importancia estratégica de Guinea Ecuatorial, en la medida en que la ex colonia portuguesa –cuya situación geográfica es equivalente a la de la antigua Santa Isabel, hoy Bioko– constituía una alternativa idónea para la política soviética en el área. Desde ese instante, el tiempo de Macías inició una imparable cuenta atrás que, jalonada por los desafueros sanguinarios de un enajenado, concluyó con el golpe de Estado que llevaría al poder a Obiang Nguema, en agosto de 1979.

El balance de esta primera década de independencia resultó aterrador: una población literalmente diezmada, un país en bancarrota, con ese aire de existencia fantasmal, herida en lo más íntimo, que pervive aún hoy en los poblados y ciudades de Guinea.

En estas condiciones, la generosa respuesta del gobierno de Adolfo Suárez a la petición de ayuda que formuló el recién llegado presidente Obiang no sólo resultó comprensible, sino simple y llanamente inexcusable. Pero con serlo, el esquema de cooperación que se fraguó en aquellos momentos llegó a convertirse en el tercer gran factor de distorsión de las relaciones bilaterales.

 

Política de cooperación

Por una parte, cuando el gobierno de Madrid puso en marcha los planes de cooperación con Guinea, España seguía siendo un país receptor de ayuda y, por tanto, sin ninguna experiencia en la gestión de fondos destinados al desarrollo. De ahí que esta cooperación no se planteara en términos ortodoxos desde el punto de vista técnico, sino que, en lugar de identificar programas y proyectos concretos y viables, ejecutados por expertos de los que carecía nuestro país, España asumió la tarea de sustituir al gobierno guineano en todos y cada uno de los sectores de actividad. Un elevado número de ministerios y organismos españoles se implicó generosamente en la tarea, enviando a una legión de funcionarios y profesionales que, desde la radiotelevisión a los aeropuertos, desde la banca a la minería y la extracción de petróleo, desde la sanidad y la educación hasta el turismo, desembarcaban en la antigua colonia con el propósito de sacar al país de su postración. Hasta 1985, la historia de la cooperación española con Guinea Ecuatorial ha constituido, sin duda, la crónica de uno de los mayores desbarajustes administrativos que haya conocido la acción exterior de nuestro país.

La firma del Primer Plan Marco en ese año supuso algo tan básico como conocer con exactitud la cuantía y el destino de los fondos, así como la estructura administrativa encargada de gestionar- los. El documento afirmaba, además, que la sanidad y la educación constituían los sectores prioritarios de nuestra acción, idea que se repetiría en el nuevo Plan de 1989 y en las declaraciones públicas y debates parlamentarios que precederían al recorte de 1994, decidido en virtud de la grave crisis que venían atravesando las relaciones desde dos años antes. Pero, nuevamente en contradicción con las apariencias, la fijación de prioridades establecidas a partir de 1985 no procedía de una elección razonada, de carácter técnico o político, entre sectores alternativos. Un simple vistazo a los resultados cosechados por los entusiasmos iniciales basta para comprender que, bajo la cobertura de un discurso humanitario cada vez más en boga desde entonces, la cooperación española se limitó a declarar prioritarios los sectores donde su presencia no se había saldado con un rotundo fracaso.

Con todo, la fijación de prioridades para nuestra cooperación tuvo un efecto positivo, aunque quizá no completamente voluntario: el abandono de la inabarcable pretensión de globalidad de la ayuda y que España siguiera presente en todos y cada uno de los sectores de actividad de la ex colonia. El efecto negativo procedió, en cambio, del mantenimiento del esquema de sustitución de responsabilidades entre el gobierno guineano y la cooperación española. De ahí que la nueva página que inauguraron los planes-marco no supusieron en este sentido un auténtico cambio de rumbo, en la medida en que la formulación de los nuevos programas sanitarios y educativos seguían sin considerar que, por más fondos, asesoría y ayuda que España estuviera dispuesta a prestar, el adecuado funcionamiento de estos sectores era responsabilidad exclusiva de Obiang y su gobierno, como sucede en cualquier Estado soberano. Antes al contrario, lo que los planes-marco consagraron era justamente la idea opuesta: la sanidad y la educación eran responsabilidad única de España, y el papel de Obiang y su gobierno era el de actuar como jueces de los eventuales éxitos y, sobre todo, de los errores que cometiera la antigua metrópoli. Por insólito que resulte, España quedó como rehén de su propia ayuda.

Junto a los fallos estrictamente técnicos, fruto de la inexperiencia española en el ámbito de la política de desarrollo, el envío masivo de cooperación a partir de 1979 adoleció además de la falta de un proyecto político paralelo. Mientras la ayuda no dejó de llegar puntualmente, las exigencias de democratización fueron sistemáticamente pospuestas, de modo que la ingente inyección de recursos no pudo tener otro efecto que el previsible: el de consolidar un régimen que desde muy pronto se mostró digno continuador no sólo del autoritarismo de Macías, sino también de sus gestos y maneras en las relaciones con España. Vista con una perspectiva de más de quince años desde el golpe de Estado encabezado por Obiang, la consolidación de esta continuidad entre su régimen y el de Macías ha tenido un doble efecto en el trato bilateral.

En primer lugar, el grado de agresividad de Macías contra España había alcanzado tales extremos y, sobre todo, tal impunidad, que Obiang llegó a forjarse entre los suyos una imagen de proespañolista paradójico, basada no tanto en signos positivos de amistad –por lo demás dudosos o inexistentes– cuanto en la constatación de que, disponiendo en efecto de los mismos resortes de poder y de la misma capacidad para hostigar nuestra presencia, él nunca ha querido llegar a los extremos de su tío, pudiendo y teniendo razones para hacerlo según piensan él y su entorno. Pero, en segundo lugar, la inalterada continuidad del régimen de Malabo explica la contradicción que, siempre a ojos de los dirigentes guineanos, atenazó cualquier actitud de firmeza que quisiera aplicar el gobierno español. Por sorprendente que pueda resultar, para Obiang y los suyos no era comprensible –y así lo han manifestado expresamente en no pocas ocasiones– que se respondiera a la “nimiedad” de detener españoles o de atacar al gobierno o las instituciones de la metrópoli cuando, mucho más allá, Macías los vejaba y humillaba sin que Madrid aventurase la más tímida reacción. Sólo haciendo un esfuerzo por colocarse dentro de este peculiar y enrarecido imaginario de los dirigentes políticos guineanos se puede comprender que, pese a ser ellos quienes llevaban sistemáticamente la iniciativa en la multiplicación de los incidentes, no dejaran nunca de considerarse víctimas de la hostilidad y la animadversión de España.

El potencial de conflictividad presente en unas relaciones asentadas sobre bases como las descritas, se vio reforzado a partir de 1985, fecha en que Guinea Ecuatorial se adhirió a la zona económica patrocinada por Francia en el África central. A partir de entonces y casi durante una década, el gobierno de Malabo llevó a cabo una persistente política dirigida a enfrentar a Madrid y París en el expediente guineano. Contra toda lógica una vez más, los esfuerzos de Obiang y de su entorno se saldaron con éxito, pese a las estrechas relaciones hispano-francesas en sectores, no ya de mayor complejidad, sino también de una trascendencia política infinitamente superior. Salvo que se considere que el régimen de Malabo dispone de una excepcional habilidad diplomática, sin proporción alguna con su peso relativo en la esfera internacional ni con la dimensión del país –trescientos cincuenta mil habitantes diseminados en el espacio geográfico equivalente a una provincia española– la explicación del prolongado desencuentro entre las políticas de dos socios europeos hacia un diminuto Estado africano habría que buscarlas en otros ámbitos. Así, resulta evidente que, por parte francesa, existía un cierto límite en sus tomas de posición sobre Guinea Ecuatorial, consistente en la imposibilidad de que París fijara para la antigua colonia española una política que contradijera la que había seguido, desde hacía décadas, en el resto de los países de la región. Por parte de Madrid, en cambio, no resultó fácil descubrir las ventajas de una política de mayor condescendencia, similar a la de Francia, puesto que, salvo efímeras excepciones, esa es la única aplicada desde la fecha misma de la independencia, sin evitar por ello unos incidentes que, en contra de lo que parecieron creer algunos diplomáticos y funcionarios, su mayor o menor reflejo en la prensa, ni añadía ni restaba a su carácter absolutamente inaceptable.

 

España y Francia

Pero si el desencuentro hispano-francés en el expediente guineano tuvo su origen en la disparidad de estos dos enfoques, la imposibilidad de encontrar un punto de equilibrio entre ambos se debió al equívoco mensaje que transmitió nuestra diplomacia al fijar en 1985 las dos líneas de acción de la política española en África subsahariana. Nuestro país buscó, por un lado, incrementar la presencia en las antiguas colonias lusas en un intento de rentabilizar la relativa ventaja comparativa que supuso nuestra proximidad con la lengua y cultura portuguesas. Por otro, intentó convertir Guinea en una plataforma desde la que propiciar el desembarco comercial en la región, aún hoy considerada zona de exclusiva influencia francesa. Con toda probabilidad, los autores de este segundo enunciado eran conscientes de estar formulando una propuesta de relleno, dictada más por la imposibilidad de construir una política africana que no hiciera siquiera mención de nuestra única ex colonia, que por una auténtica voluntad de dar una dimensión distinta a las relaciones de España con Guinea Ecuatorial. Porque, aun en el supuesto de que ésta última hubiese sido la verdadera intención, ¿cómo se articularía esa ofensiva comercial a gran escala desde un país cuya única comunicación con España era un vuelo semanal y un barco al mes, al tiempo que carecía de cualquier comunicación practicable con los países limítrofes? ¿Qué recursos adicionales pondría el gobierno español al servicio de esta estrategia, teniendo en cuenta que los millonarios presupuestos de cooperación estaban año tras año comprometidos en mantener unas estructuras de ejecución hipertrofiadas y, además, de dudosa eficacia para Guinea y ninguna en absoluto para la defensa de nuestros intereses?

Para París, sin embargo, el simple hecho de que España afirmase la voluntad de lanzar desde Guinea una ofensiva comercial en su área de influencia africana exigía la adopción de medidas tendentes a neutralizarla. La incorporación de la antigua colonia a la zona del franco sería, en este sentido, la más contundente, ya que al mismo tiempo que daba respuesta a una vieja aspiración del gobierno de Malabo –disponer de una moneda convertible– conllevaba el que Guinea adoptase una legislación arancelaria muy restrictiva para el acceso de los productos no franceses a los mercados regionales. Curiosamente, ni Madrid ni París se plantearon en ningún momento la manifiesta inviabilidad del proyecto que pretendía Guinea: una cabeza de puente española, sino que, por el contrario, iniciaron una escalada inverosímil en la que, como en una obra de enredo, cualquier movimiento del otro era interpretado con independencia de sus verdaderas intenciones. Así, el interés de Francia en incorporar a Guinea a la zona del franco fue juzgada por Madrid como prueba de la pujanza del proyecto esbozado en 1985, no como lo que era en realidad, una prevención desmesurada ante una declaración de intenciones no menos desmedida.

Del mismo modo, cualquier intento por parte española de reconducir las insostenibles relaciones con el régimen de Obiang, incluida la propia visita del entonces presidente Felipe González en 1991, fue entendido por París no como un último intento por relanzar ese proyecto político ausente desde la llegada al poder de Obiang, sino como el prólogo de nuestra anunciada ofensiva. La mutua desconfianza llegó tan lejos que cuando España trató de consensuar con los principales donantes una acción común en Guinea Ecuatorial, la diplomacia francesa interpretó que lo que Madrid deseaba era propiciar el aislamiento internacional de la ex colonia para preparar un regreso en solitario.

La realidad es que, pese a los temores de Francia, los intereses españoles en Guinea Ecuatorial fueron reduciéndose a un ritmo vertiginoso. A principios de los años noventa, sectores tradicionales como el café habían desaparecido por completo, mientras que el cacao o la construcción no generaban ya más que una actividad meramente testimonial. Sólo el comercio minorista, dirigido a abastecer a la población de cooperantes y funcionarios internacionales a través de unos cuantos colmados de Bioko y Río Muni, así como la extracción de madera, amparada en la despreocupación ecológica de las autoridades locales, mantenían un cierto volumen de negocio, insuficiente en cualquier caso para desencadenar nada parecido a una ofensiva comercial en la región. Pese a ello, Francia mantuvo su política de penetración en las áreas institucionales guineanas –bancos, aeropuertos, aduanas, ministerios económicos– desde las que mejor podría hacer frente a cualquier movimiento español en los países limítrofes. Al producirse la crisis de diciembre de 1993, desencadenada por la decisión de Obiang de expulsar al cónsul general de España en Bata, la situación estaba igualmente enrarecida entre los representantes franceses y españoles. Estos reprochaban a aquéllos la permanente quiebra de la solidaridad comunitaria; aquéllos seguían recelando de las verdaderas intenciones de estos, sobre todo cuando advir- tieron la estrecha coordinación de sus posiciones con las de Washington. Una coordinación que, para complicar aún más el problema, París no pareció interpretar en clave exclusivamente guineana, sino como parte de la estrategia global de Estados Unidos en África, contraria a sus intereses.

El último episodio en la historia de las relaciones con Guinea Ecuatorial –una vez restablecido el intercambio de embajadores entre Madrid y Malabo en noviembre de 1994– vino marcado por el reciente anuncio del descubrimiento de considerables reservas petrolíferas por parte de una compañía norteamericana, que ha localizado importantes yacimientos en zonas intensamente exploradas durante varios años por Repsol y a cuya concesión renunció, por falta de resultados positivos, a finales de los años ochenta. El hallazgo ha sido recibido por Obiang no sólo como un motivo más de agravio en contra de nuestro país, sino también y, sobre todo, como una buena noticia para su propósito de afianzarse indefinidamente en el poder. En ello coinciden además no pocos observadores, en la medida en que el incremento de los recursos propios, y por tanto no ligados a eventuales exigencias políticas por parte de los donantes, no augura buenas expectativas para el respeto a los derechos humanos y la democratización en la antigua colonia española. Tampoco, quizá, para las relaciones bilaterales con España, como lo prueba la recientemente reiterada exigencia de suspender la emisión de Radio Exterior para Guinea o la utilización, no exenta de oportunismo por parte de las autoridades de Malabo, de la repatriación de dieciséis inmigrantes africanos llegados a Madrid en el vuelo regular de Iberia.

Pese a ello, no habría que descartar que la súbita conversión de Guinea Ecuatorial en país productor pudiera acarrear problemas para su estabilidad interna. Durante la época de Macías, el encaje regional de nuestra antigua colonia se basó en dos facto- res, la vinculación hispánica, por un lado, y la relevancia estratégica que su situación geográfica ofrecía a la política soviética en el área, por otro. Desaparecida ésta, los días del dictador resultaron contados. Obiang, por su parte, ha tenido que rentabilizar desde el principio de su llegada al poder la insignificancia del país, el simple hecho de que a ningún vecino le iba nada en uno de los Estado más pobres del planeta, para preservarlo de las posibles in- fluencias regionales. El proceso de aproximación a la francofonía que emprendió Obiang hace unos años puede acabar mermando su especificidad hispánica, uno de los soportes de la independencia guineana en el contexto regional. La eventual prosperidad petrolífera puede acabar privándole del otro, en la medida en que si Guinea empieza a pesar económicamente en la región, las opciones de su gobierno pueden afectar a los intereses de las potencias más próximas, quienes, por tanto, tal vez empiecen a prestar mayor atención a las distintas alternativas políticas internas.

Con todo, es difícil augurar cuál puede ser el futuro. España tiene desde hace ya algunos años, crecientes relaciones con no pocos países africanos, por lo que la importancia relativa de Guinea Ecuatorial en el conjunto de nuestra política subsahariana se ha reducido de manera sustancial. Paradójicamente, ni el volumen de los recursos que nuestra cooperación le dedica, ni el carácter atípico de los esquemas de aplicación de esa ayuda, como tampoco el despliegue de nuestra presencia diplomática en el país, han experimentado una evolución paralela, dando lugar a una sobredimensión en la que con toda seguridad radican no pocas de nuestras desdichas. Por ello, quizá tendría que haber empezado hace ya tiempo a considerar llegada la hora de la normalización, de dar por cancelada la supuesta deuda histórica, de prescindir de excepcionalidades de cualquier tipo y empezar a gestionar las relaciones con Guinea Ecuatorial con los criterios corrientes que ha homologado nuestra experiencia, política y de cooperación, con otros países del Tercer Mundo. Puesto que el trato de privilegio que España le ha dedicado a su ex colonia no ha servido ni para mejorar sus condiciones de vida ni para defender nuestros intereses, lo más razonable parecería entonces hacer tabla rasa y no persistir en el error, tantas veces cometido bajo la advocación de un pragmatismo de cortos vuelos, de seguir encubriendo estériles políticas de apaciguamiento con unos presupuestos de ayuda no menos estériles.