POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 78

Tropas israelíes corren tras el estallido de una protesta en la Ciudad Vieja de Jerusalén (28 de septiembre de 2000). GETTY

La batalla de Jerusalén

El estallido de violencia de 2000 entre palestinos e israelíes ha paralizado el proceso de paz. Una solución sobre la ciudad de Jerusalén, clave de todo acuerdo final, está ahora más lejos que nunca.
Samuel Hadas
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Un trabajo recientemente publicado por el Instituto Jerusalén de Estudios de Israel, bajo el título Jerusalén adónde, incluye más de ochenta propuestas diferentes sobre el estatuto permanente de la ciudad presentadas desde el fin de la Primera Guerra mundial, cuando la Sociedad de Naciones decidió establecer el mandato británico sobre Palestina. Esto habla por sí mismo de la complejidad de una ciudad santa –caso único en el mundo–para las tres grandes religiones monoteístas. Aparentemente, pocas cosas existen hoy capaces de suscitar reacciones y sentimientos tan poco santos, señala Abraham B. Yehoshua, uno de los más destacados escritores israelíes contemporáneos.

Jerusalén, que en hebreo significa Ciudad de la Paz, tiene una larga tradición de conflictos, muchos de ellos originados en los propios Santos Lugares. Sólo una mente diabólica –agrega Yehoshua– habría podido concebir una situación tan complicada como la de Jerusalén y será necesaria una gran dosis de imaginación para imponer aquello que debe unir a las religiones y no lo que las divide, y que los lugares santos se transformen en una fuente de paz en lugar de constituir una bomba de relojería.

Los expertos en Oriente Próximo no se sorprendieron ante la erupción de violencia palestino-israelí que comenzó en Jerusalén el 28 de septiembre, en vísperas del año judío de 5761, que rápidamente se extendió a más de veinte localidades de la franja de Gaza y Cisjordania asumiendo el cariz de una verdadera batalla. Algunos analistas israelíes y palestinos ya habían anticipado que en cuanto las negociaciones tocasen el nervio vital de Jerusalén podrían estallar graves disturbios. Pero el grado de violencia desatada ha sido inesperado en esta etapa de las negociaciones de paz. Ninguno de los incidentes habidos hasta ahora entre israelíes y palestinos había asumido las dimensiones de violencia que de este último enfrentamiento, que ha costado la vida a decenas de personas y centenares de heridos. Israelíes y palestinos han demostrado de nuevo su incapacidad para resolver, por la vía del diálogo, un enfrentamiento casi centenario.

Abba Eban, ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel, declaró en alguna ocasión que en Oriente Próximo las partes sólo comienzan a actuar razonablemente después de haber cometido todos los errores posibles. Los últimos incidentes demuestran que ambas partes aún no han superado esa etapa. Sin embargo, nunca se había estado tan cerca de un acuerdo de paz como en las pasadas semanas. Por lógica, se debería estar en el umbral de la firma del tan anhelado acuerdo. Nadie ignora las ventajas que éste proporcionaría y, sobre todo, sabe que la alternativa sería una tragedia de resultados impredecibles. Empero, Oriente Próximo no siempre se ha caracterizado por la buena lógica y el raciocinio de sus protagonistas.

El cambio más significativo, producido en la región en las últimas décadas ha sido el comienzo del fin de una situación que se ha prolongado a lo largo de casi todo el siglo XX. Israelíes y palestinos se reconocieron mutuamente y empezaron a negociar la paz, iniciando un proceso que puede cambiar drásticamente la situación, a través de la cooperación entre ambas sociedades.

La cumbre de Camp David del pasado mes de julio, que debía culminar este proceso, fracasó cuando las partes no lograron ponerse de acuerdo sobre el futuro de la Ciudad Santa y los negociadores se estrellaron contra sus murallas. En opinión de la mayoría de los analistas, la resolución de la cuestión de Jerusalén debería facilitar también la de los demás problemas pendientes, llegando así al anhelado final del conflicto. Quedó demostrado, si es que esto hacía falta, que la Ciudad Santa es el meollo del conflicto israelo-palestino y su más intensa expresión. Al considerarla ambos pueblos su centro religioso, nacional y cultural y, consecuentemente, su capital natural, su estatuto futuro se erige así en una casi insuperable barrera en el proceso de paz. El control de un pequeño espacio menor de medio kilómetro cuadrado, que comprende los lugares sagrados para judíos, cristianos y musulmanes, ha surgido como el principal escollo en el camino a la paz.

Cuando las diferencias comprenden símbolos arraigados, emociones y sentimientos, las soluciones parecen difíciles, sobre todo si las creencias religiosas se explotan con propósitos políticos. Enfrentamientos religiosos sobre tierras sagradas condujeron a guerras en el pasado. La incorporación de un componente religioso a un conflicto político es una mezcla explosiva. Un asunto de dimensión nacionalista está casi siempre abierto a una solución de compromiso. Por eso, cuando a la crisis palestino-israelí se le agrega la interpretación de la religión como fuente de una verdad indivisible –la propia por supuesto– la solución se aleja. Las concesiones que pueden facilitar el compromiso, y por ende el acuerdo, se hacen más difíciles.

En Camp David, el primer ministro israelí, Ehud Barak, fue más lejos que cualesquiera de sus predecesores al aceptar la creación de un Estado palestino sobre el 95 por cien de Cisjordania. Barak estaba dispuesto a transferir zonas que forman parte del municipio de Jerusalén y aldeas periféricas. Incluso, según se supo después, habría estado a favor de la posibilidad de compartir la dirección de partes sensibles de la Ciudad Vieja y el monte del Templo, sin renunciar a la soberanía. Si hasta ahora en Israel se hablaba de una Jerusalén indivisible, capital eterna del país, los estudiosos y negociadores comenzaron a usar términos hasta entonces tabúes como divina soberanía compartida, soberanía funcional, condominio, autonomía religiosa, etcétera. Hoy nadie se escandaliza cuando se habla de dividir Jerusalén.

De haber ido un poco más lejos en esta cuestión, Barak habría logrado, quizá, un acuerdo. Pero difícilmente habría contado con el apoyo de la opinión pública israelí, que, según las encuestas, se opone en un setenta por cien a concesiones sobre Jerusalén. El presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Yasir Arafat, por su parte, fue en sus demandas mucho más lejos de lo que los israelíes estaban dispuestos a conceder, rechazando, por insuficientes, propuestas consideradas por los negociadores israelíes y los mediadores norteamericanos como generosas (concesiones criticadas por la oposición parlamentaria israelí). Los palestinos, tal como lo hicieran en el pasado, “no han desperdiciado la oportunidad de desperdiciar una oportunidad”.

La historia enseña que la aparición de escenarios catastróficos no debe ser excluida en ningún momento en Oriente Próximo, donde no se conoce la paz desde hace siglos, ya que es una región impredecible, inestable y compleja. Sin embargo, las divergencias entre israelíes y palestinos sobre el futuro de Jerusalén y de sus Lugares Santos, que amenazan la paz en la zona, deberían reforzar la determinación de las partes y dejar a un lado la retórica y los eslóganes, para buscar una solución equilibrada y permanente a un conflicto ya centenario. Pero aún se está lejos de despejar el interrogante de si Jerusalén será la Ciudad de la Paz o el foco de una guerra interminable entre israelíes y palestinos.

La visita del líder de la oposición israelí, Ariel Sharon, al monte del Templo, epicentro de las reclamaciones de los palestinos fue considerada como una provocación deliberada. Para algunos expertos israelíes, cuya objetividad no se cuestiona, el viaje fue un desafío a los esfuerzos de Barak por obtener un compromiso con Arafat sobre el futuro de este espacio que impide, por el momento, un acuerdo permanente entre ambos. Pero la reacción palestina, orquestada desde un primer momento por Arafat, no fue menos negativa. La violencia estaba allí, debajo de la superficie, pronta a la erupción. Ha sido como maniobrar al borde del abismo.

El estallido “espontáneo” estaba preparado, sólo se necesitaba una excusa. Sharon encendió la cerilla –escribe el comentarista diplomático del periódico más prestigioso de Israel, el Haaretz– y se la entregó a Arafat. Así comenzó la “batalla por la mezquita Al Aqsa”. El líder palestino, que en el pasado ha demostrado saber usar una violencia controlada para obligar a norteamericanos y europeos a presionar sobre los israelíes, algo que ha logrado en más de una ocasión, llegó a la conclusión de que tenía un excelente pretexto para instrumentar los desórdenes, en la seguridad de que éstos jugarían nuevamente a su favor. En primer lugar, ganaría otra vez el apoyo de la opinión pública mundial, que tendía a creer que es Israel quien realiza los mayores esfuerzos para encontrar una solución pacífica, cosa que evidentemente ha sucedido, sobre todo gracias a la terrible imagen del niño palestino muerto en el cruce de fuego entre los dos bandos. Sólo un insensible no se estremecería ante un cuadro tan doloroso.

La reacción israelí ha motivado una considerable crítica internacional. Arafat contaba, asimismo, con que Estados Unidos, la Unión Europea y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas presionarían sobre Israel para conseguir nuevas concesiones, como así está ocurriendo. Según el gobierno israelí no existen tales “desórdenes espontáneos” en los territorios palestinos. En opinión de los servicios de inteligencia judíos, Arafat estaba necesitado de un enfrentamiento con Israel para presentar el compromiso que se logre cuando se reanuden las negociaciones como una “victoria palestina”. Un choque armado con Israel le permitiría demostrar a su pueblo que obtuvo la paz “con sangre y fuego”.

Según el ministro de Asuntos Exteriores de Israel, el ex embajador en España, Shlomo Ben Ami, quien pese a la gravedad de la situación no ha perdido el optimismo y la confianza en que el proceso de paz pueda reconducirse, la actuación de Arafat fue “un enojoso puntapié contra la realidad”.

Las reglas del juego han cambiado como resultado de la nueva situación. La doctrina de disuasión israelí no funcionó esta vez y obligó a sus fuerzas de seguridad a réplicas que aumentaron a medida que las demostraciones de violencia palestinas se hicieron más graves. La secuencia es conocida: manifestantes palestinos expresan su opinión arrojando piedras y cócteles mólotov sobre los soldados israelíes, éstos se defienden disparando balas de goma y bombas lacrimógenas, hay heridos, incluso muertos. Elementos armados del Tanzim, grupos de choque de Al Fatah (grupo principal de la OLP, presidido por el propio Arafat) y policías vestidos de civil disparan contra los soldados y policías israelíes, quienes, a su vez, reaccionan con nuevos ataques y utilizan balas que ya no son de goma, al considerar sus vidas en peligro.

Las manifestaciones durante los entierros de los considerados mártires por los palestinos exacerban los ánimos y se producen protestas cada vez más violentas, con nuevos muertos y grandes daños materiales. El uso de armas de fuego por parte de los palestinos ha contribuido a causar un mayor número de víctimas, al provocar una respuesta israelí más dura. Los medios de comunicación palestinos “acompañan” dichas revueltas abusando de una retórica incendiaria.

Las protestas cesan o disminuyen sólo cuando las fuerzas de seguridad palestinas reciben instrucciones de poner orden, generalmente después de causar víctimas. Mientras tanto, la prensa mundial transmite escenas dramáticas que, por lógica, no pueden hablar en favor de los israelíes, cuya imagen se deteriora con rapidez. Si en algún momento la situación se escapó de las manos de las fuerzas de seguridad palestinas (al fin y al cabo la calle palestina tiene sus propios criterios), éstas contaban con los medios y la capacidad para normalizar antes las cosas, de habérselo propuesto. Pero la experiencia ha demostrado que, en situaciones similares, Arafat, en su proverbial vacilación, ha preferido nueva mente ponerse a la altura de los más extremistas.

¿Cuáles serán las consecuencias de los incidentes sobre el proceso de paz? ¿Podrá controlarse la espiral de violencia? ¿Las profundas pasiones religiosas desatadas podrían hacer incontrolable la situación? Las organizaciones fundamentalistas palestinas Hamás y Yihad Islámica, así como el sector de Al Fatah –que no sólo se opone abiertamente al proceso de paz, sino que incluso niega legitimidad a Arafat y a su gobierno para conducirlo– aún no han dicho la última palabra.

Uno de los dirigentes de la propia ANP declaró en vísperas de la cumbre de París del pasado 4 de octubre que Arafat “está loco si piensa mostrarse dando la mano públicamente a Barak”. Pero es indudable que el líder palestino, a la larga, comparte el interés del primer ministro israelí por restaurar la calma y poder así reconducir las negociaciones. Al fin y al cabo ya logró lo que se proponía, que era polarizar la atención de la opinión pública alrededor de las reclamaciones territoriales palestinas, sobre todo de la “batalla por Jerusalén” (como algunos palestinos han denominado al estallido de violencia) y “embrollar” a la administración norteamericana obligándola a intervenir más febrilmente que nunca, presionando sobre Israel. Pero también ha contaminado seriamente la atmósfera. La intensidad de las reacciones humanas en ambas partes, después de un período sin derramamiento de sangre, ha limitado el margen de maniobra de los dos líderes, sobre todo el de Barak, que no cuenta en este momento con el apoyo mayoritario de su Parlamento (como resultado precisamente de las concesiones ofrecidas a Arafat).

Además, debido a los serios disturbios sin precedentes que se extendieron esta vez al territorio de Israel y que costaron la vida de nueve árabes israelíes, se ha producido una profunda fisura entre el gobierno y la comunidad árabe israelí. Ésta, que votó en las últimas elecciones mayoritariamente a favor de Barak, acusa a su gobierno, como a todos los anteriores, de discriminación y descuido de sus intereses sociales y económicos. Los enfrentamientos que se produjeron entre la policía israelí y miles de jóvenes árabes ciudadanos del Estado de Israel en distintas aldeas e incluso en ciudades como Nazaret, Jaffa y Haifa tendrán que modificar la naturaleza de las relaciones entre el Estado y su millón de ciudadanos árabes.

El gobierno de Barak atraviesa una grave crisis gubernamental desde hace varios meses, y podría caer en cualquier momento como resultado de la pérdida de confianza del Parlamento, lo que anticiparía las elecciones generales. Al cierre de esta edición, tanto en la coalición gubernamental como en la oposición se escuchaban voces cada vez más intensas, que exigen la integración de un gobierno de “emergencia nacional”, lo que significaría la incorporación al gabinete de los partidos de derecha que se oponen a la actual política de paz.

En un artículo publicado en Los Angeles Times, el analista político, Daniel Pipes, refleja acertadamente la opinión de la derecha israelí cuando afirma que la diplomacia del país, si bien se queja de la retórica violenta de Arafat y de la prensa palestina, lo hace de un modo vacío: después de poner objeciones vuelven a las negociaciones y otorgan nuevas concesiones. Según la derecha israelí, la generosidad del gobierno ha sido interpretada por los palestinos como un acto de debilidad, a cada concesión israelí le siguen nuevas exigencias palestinas. En la derecha israelí, incidentes como los que acaban de producirse refuerzan su argumento de que nunca podrá haber paz con los árabes, porque siempre “exigirán más de lo que estamos preparados para dar”.

El inevitable resultado de la integración de los partidos de la derecha al gobierno será la congelación, por un período impredecible, del proceso de paz. La no obtención de un acuerdo será considerado como un sonado fracaso de Barak, que se verá obligado a un viraje político de 180 grados si quiere evitar su defenestración política. Sólo un acuerdo de paz le daría la victoria al líder laborista en unas elecciones anticipadas. A falta de acuerdo, lo único que lo mantendrá en el poder será la integración de un gobierno de coalición amplia, cuyas prioridades serán principalmente internas.

Arafat, por su parte, considera que si falla en la campaña diplomática por la soberanía sobre el monte del Templo o Haram al Sharif, como lo llaman los musulmanes, los elementos extremistas palestinos saldrán ganando, y en nombre de la “batalla por Jerusalén” podrían desplazarlo e, incluso, eliminarlo políticamente y hacerse cargo de la situación, ya que no se trata de una porción de territorio cualquiera a la espera de una solución política sino del futuro de mezquitas consideradas entre las más sagradas del islam.

Una tenue línea separa Haram al Sharif, el recinto desde donde Mahoma ascendió al cielo, del muro de las Lamentaciones, el único remanente del templo de Jerusalén, destruido por los romanos en el año setenta, el lugar más sagrado de los judíos, algo que muchos palestinos pretenden ignorar. En una conferencia de prensa en las Naciones Unidas, Barak recordó a Arafat que no se puede reescribir la historia de las tres religiones monoteístas y que cuando Jesús caminaba por Jerusalén no vio iglesias cristianas o mezquitas musulmanas, sino el Gran Templo de los judíos.

El líder de Hamás, el jeque Yassin, ha proclamado que los incidentes del monte del Templo legitiman las acciones terroristas de su movimiento contra Israel. Los llamamientos a la “guerra santa” que se escuchan de boca de algunos ayatolás iraníes, así como de líderes de la fracción palestina de Hamás o de Hezbolá, son evidencia de la situación que deben afrontar Arafat y la ANP que preside.

La posibilidad de un compromiso sobre el futuro de Jerusalén se ha reducido ante las profundas emociones que la situación ha exacerbado. Los palestinos exigen la soberanía exclusiva del monte del Templo. En opinión de muchos israelíes, a los palestinos les falta sensibilidad y madurez para supervisar los lugares sagrados. La profanación en Nablus de la tumba de Yosef el Justo, a los pocos minutos de haber transferido su control a la ANP, constituye una prueba irrefutable. El recinto que contenía la tumba fue incendiado por vándalos sin que la policía palestina haya podido –o querido– evitarlo. Otro triste ejemplo ha sido que no hayan impedido que jóvenes palestinos arrojen miles de piedras desde el monte del Templo a la explanada del muro de las Lamentaciones durante los rezos de los fieles judíos.

Israel ha intercambiado hasta ahora –a veces remiso, otras con ambivalencias– territorios por promesas revocables en la esperanza de que ello traiga un avance decisivo hacia la paz. Ésta es la trayectoria trazada por Isaac Rabin y Simon Peres en l993, porque llegaron a la conclusión de que no había alternativa realista –escribe el ex secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger–. La paz no se firma con amigos, sino precisamente con los enemigos y ello exige dolorosos compromisos. Todos sienten la necesidad de un cambio. Para lograrlo se exige una generosa dosis de coraje, inteligencia y sagacidad por parte de ambos dirigentes.

¿No quieren –o no pueden– palestinos e israelíes recorrer el corto tramo que los separa del acuerdo definitivo que permita a sus niños ir a la escuela y jugar con sus compañeros, en lugar de ser volados por los aires en los autobuses que recorren las calles de Jerusalén o Tel Aviv por las bombas suicidas de los fundamentalistas o por las balas de individuos armados, legal o ilegalmente? ¿Será la reciente explosión de violencia el testamento de cuán cercano estuvo el proceso de paz de ser firmado? Resolver las reclamaciones de judíos y musulmanes sobre un mismo espacio en el que se superponen sus sagrados lugares se ha constituido en el más difícil y complejo problema en las negociaciones palestino-israelíes. Lo que se exige de las partes es llegar a un acuerdo que permita llevar el problema otra vez a la mesa de negociaciones, impidiendo que se pierda una ocasión histórica y evitando que su dimensión religiosa lo precipite al vacío.

Aparentemente, a cada uno de los contendientes le falta una mejor comprensión de las motivaciones del otro. El conflicto palestino-israelí es, sobre todo, político pero cuando se siembra la discordia religiosa sólo se cosechan torbellinos. En una época en la que la religión alimenta las esperanzas y gobierna la intensidad de las reacciones humanas, escribe la profesora de Historia Jean E. Rosenfeld, en un artículo publicado en Los Angeles Time el pasado 4 de octubre, los gobiernos deben comprender cómo y por qué la religión es el factor más importante en la política contemporánea. No se debe encender un cigarrillo sentado sobre un barril de pólvora. Los palestinos han usado esta vez rifles y ametralladoras, pero en un futuro podrían utilizar armas pesadas. Los más violentos podrían muy bien transformarse en los principales protagonistas de la situación, lo que haría la tragedia inevitable.

Las gestiones diplomáticas que tenían lugar mientras se escribían estas líneas, en vísperas del Yom Kipur, el día más sagrado para los judíos, permiten pensar que aún se está a tiempo de salvar el proceso de paz. Queda por demostrar si Jerusalén será la ciudad de la paz, la paz de los valientes, como alguna vez el propio Arafat exigiera, o será la ciudad del interminable conflicto palestino-israelí. A pesar del deterioro de la situación, aún queda abierta una ventana para la esperanza. Es fácil ser pesimista en estos días, basta con ver los telediarios o los titulares de la prensa. Los optimistas, como quien estas líneas escribe, esperan que finalmente se obtenga un acuerdo. En caso contrario, los recientes eventos serán un juego de niños en comparación con lo que podría suceder.

“Muchos de ellos nos odian. Muchos de los nuestros los odian. Vivimos en perpetuo temor uno del otro. Cuando ellos toman una piedra, nosotros cogemos un rifle, y cuando ellos lo disparan, nosotros respondemos con tanques y helicópteros. Ninguna sociedad que aprecie la vida, la salud y la seguridad de sus hijos puede vivir así por siempre”, escribe el profesor Elihu Richter, director del departamento de Política y Gobierno de la Universidad Ben Gurión en el Jerusalem Post.

Palestinos e israelíes están condenados a convivir y a entenderse y no es una ilusión pensar que, pese a todo, puedan llegar a un acuerdo en un futuro cercano. Los días del statu quo deben quedar atrás, por cuanto el tiempo no juega en favor de nadie y no hay justificación alguna para que sigan causándose más víctimas inocentes.

El último estallido de violencia entre israelíes y palestinos ha hecho ver a todos que se ha llegado al punto de no retorno. Y a los dirigentes de ambas partes les ha recordado de nuevo que no deben fallar en el cumplimiento de la responsabilidad de concluir un acuerdo. Es tiempo de que israelíes y palestinos hagan historia.