POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 3

Reagan y Gorvachov en su charla junto a la chimenea en Ginebra, Suiza, el 19 de noviembre de 1985. DAVID HUME KENNERLY/GETTY

La contención, entonces y ahora

Si vamos a hablar de la política de contención en nuestros días, no podemos seguir limitando su aplicación a la Unión Soviética.
George F. Kennan
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La palabra “contención” no era por supuesto nueva en el año 1946. Lo novedoso, quizá, era su uso con respecto a la Unión Soviética y las relaciones soviético-americanas. Lo que atrajo la atención pública sobre esta acepción de la palabra fue el uso que se le daba en un artículo que apareció en 1947 en la revista Foreign Affairs bajo el título de “Los orígenes del comportamiento soviético”, y que estaba firmado con lo que se pretendía que fuera una anónima X. Ese documento originalmente no fue escrito para ser publicado; fue escrito para el uso privado de nuestro primer secretario de Defensa, James Forrestal, quien me había enviado un papel sobre el comunismo y pedido que lo comentase. Fue escrito, si recuerdo bien, en diciembre de 1946, en la habitación que hace esquina en el noroeste de la planta baja del edificio del Colegio Nacional de Guerra. En aquellos tiempos, yo trabajaba en el Colegio como comandante adjunto para relaciones exteriores. Supongo que es pertinente que yo, por los errores que pudiera haber cometido, intente explicar alguna de las razones que me llevaron a usar la palabra “contención” en ese documento, y qué quería decir con ella.

Uno debe intentar hacerse idea de la situación existente en diciembre de 1946. La Segunda Guerra Mundial hacía tan sólo un año y algunos meses que había entrado a formar parte del pasado. Las fuerzas armadas de los Estados Unidos estaban todavía en proceso de desmovilización. También lo estaban, aunque en menor grado (porque los rusos pretendían mantener un contingente mucho mayor en tiempos de paz), las de la Unión Soviética.

De ninguna manera me pareció que la Unión Soviética en aquel entonces representara una amenaza militar para este país. Rusia estaba en aquel tiempo exhausta por los esfuerzos y sacrificios de la reciente guerra. Alrededor de 25 millones de ciudadanos habían muerto. La destrucción material había sido espantosa. En gran parte del territorio europeo de Rusia la devastación tenía que ser vista para ser creída. La reconstrucción por sí sola necesitaría varios años para ser llevada a cabo. La necesidad de paz, y la sed de paz, era abrumadora entre los rusos. Volver a movilizar las fuerzas armadas soviéticas para llevar a cabo otro esfuerzo de guerra, y en particular uno agresivo, hubiera sido algo impensable. Rusia en aquel entonces no tenía Marina y virtualmente ninguna Fuerza Aérea estratégica. Nunca había realizado una prueba nuclear, todavía no se tenía seguridad de cuándo podía llevarla a cabo, y existía aún mayor incertidumbre acerca de cuándo y cómo desarrollaría los medios para enviar a larga distancia las cabezas nucleares. Los Estados Unidos mismos aún no habían desarrollado tales sistemas de lanzamiento.

En estas circunstancias, no entiendo cómo podía yo considerar a Rusia como una amenaza militar. Es verdad que, incluso entonces, la Unión Soviética consideraba (opinión también compartida por algunos de mis colegas del Colegio de Guerra) tener la capacidad suficiente de invadir toda Europa occidental con las fuerzas que le quedaban, si así quisiera hacerlo; pero yo mismo estimaba esos cálculos como exagerados (y aún los considero) y estaba convencida de que existía escaso peligro de que ocurriera algo de ese género. Por eso, cuando yo usaba la palabra “contención” en relación a ese país y en el contexto de 1946, lo que tenía en mente no era, en ningún caso, la prevención de este género de amenaza militar del que hoy en día se habla.

Lo que yo sí creía ver –y lo que explicaba el uso de ese término– es lo que pudiéramos denominar una amenaza política-ideológica. Grandes áreas del hemisferio norte (particularmente Europa occidental y Japón) acababan de sufrir una seria desestabilización social, espiritual y política, con las experiencias de la reciente guerra. Sus poblaciones estaban todavía aturdidas bajo el impacto de las bombas, sin seguridad en sí mismas, temerosas del futuro y altamente vulnerables a las presiones y seducciones de las minorías comunistas que se movían en su seno. En aquel entonces, el movimiento comunista internacional era unificado, disciplinado y férreamente controlado desde Moscú por el régimen de Stalin. No solamente eso, sino que además la Unión Soviética había salido de la guerra con un gran prestigio por el inmenso y exitoso esfuerzo desplegado durante la guerra. El Kremlin se encontraba, por esta y otras razones, en una posición privilegiada para manipular en su propio interés, y de manera muy efectiva esos partidos comunistas extranjeros.

En cuanto a las intenciones del régimen de Stalin con respecto a los Estados Unidos, no me hacía ilusiones. Yo había servido en tres ocasiones en la Rusia de Stalin; es más, de hecho acababa de volver de la tercera de esas tres estancias cuando vine al Colegio de Guerra y no tenía sino un gran recelo ante lo que pudiera ser la actitud del régimen de Stalin hacia nosotros o hacia nuestros recientes aliados occidentales. Stalin y los hombres que le rodeaban eran mucho peores (mucho más siniestros, mucho más crueles, mucho más enrevesados y cínicos en la relación con nosotros) que nada de lo que hoy podamos afrontar. Yo sentía que si Moscú lograba tener éxito, mediante una labor de penetración e intriga ideológico-política, en alcanzar el control de cualquiera de los principales países occidentales o de Japón, esto hubiera significado una derrota para nosotros y un duro golpe a nuestra seguridad nacional. Tan serio como podía haberlo sido una victoria alemana en la guerra que acababa de terminar.

Uno debe recordar también que durante esa guerra, y hasta cierto punto en el periodo que sucedió a las hostilidades, el Gobierno de los Estados Unidos había intentado ganarse la confianza y la buena voluntad del Gobierno soviético, aceptando hacer grandes concesiones a las demandas soviéticas en lo que respecta al modo en que la guerra tenía que ser conducida y a las perspectivas para el orden internacional de la posguerra. Los Estados Unidos no habían alegado ninguna seria objeción a la extensión hacia el oeste de las fronteras soviéticas. Nuestro Gobierno había continuado concediendo ayuda militar a la Unión Soviética, incluso cuando sus tropas comenzaban a invadir la mayor parte del este de Europa. Habíamos permitido complacientemente que sus fuerzas tomaran Praga, Berlín y sus áreas circundantes, a pesar de que existía la posibilidad de que nuestras fuerzas pudieran llegar a estos lugares a la par que las suyas. Los rusos incluso nos negaban la posibilidad de echar una ojeada a su zona de ocupación en Alemania, pero pedían tener voz y voto en la administración y reconstrucción de la cuenca industrial del Ruhr, en Alemania occidental.

Parecía existir además el peligro de que los partidos comunistas sometidos a Moscú llegaran al poder en los principales países de Europa occidental, particularmente Italia y Francia, y posible mente en Japón. Y lo que yo intentaba decir en el artículo del Foreign Affairs era simplemente que “no hagamos más concesiones innecesarias a esta gente, hagámosles entender claramente que no se les va a permitir establecer ninguna influencia dominante en Europa occidental o Japón, siempre que podamos hacer algo que lo prevenga. Una vez que hayamos estabilizado la situación, entonces quizá podamos hablarles de algún tipo de retirada general política y militar en Europa y en Extremo Oriente, no antes”. Esto, a mi modo de entender, es lo que quería decir en 1946 con la idea de “contener al comunismo”.

Uno pudiera sentir la tentación de comparar esa situación con la que los Estados Unidos tienen hoy día, y de tomar nota de las dimensiones del contraste entre la situación que en aquel entonces afrontábamos y la que hoy tenemos. delante. Debo decir que ninguno de los dos caracteres principales de la situación imperante en 1946 persisten hoy. Por el contrario, la situación es, más bien, totalmente la inversa.

En aquellos tiempos veía, como acabo de decir, una amenaza ideológico-política que emanaba de Moscú. No veo ninguna amenaza ideológico-política comparable que emane de Moscú en la actualidad. La ideología leninista-estalinista ha perdido casi por completo su atractivo en cualquier lugar fuera de la órbita soviética y, parcialmente también, en los lugares dentro de esa órbita. Y la situación en Europa occidental y Japón ha alcanzado un grado de estabilidad que en aquel entonces era imprevisible. Hoy puede considerarse posible cualquier otro peligro para estas sociedades, pero no, desde luego, el de una toma de poder por cualquiera de sus respectivos partidos comunistas.

Uno pudiera admitir esto con reparos, diciendo “sí, pero mira las posiciones soviéticas en lugares como Etiopía o Angola”. Es cierto. Examinémoslas, pero no les demos más importancia de la que tienen. Aparte del hecho de que estos lugares están bastante alejados de nuestros intereses defensivos, ¿qué están haciendo los rusos allí? Con la excepción de Afganistán, donde su grado de intervención es mucho mayor, están simplemente vendiendo armas y enviando consejeros militares; procedimientos éstos que no se diferencian mucho de algunos de los nuestros. ¿Es que son capaces de traducir en auténtico entusiasmo ideológico o lealtad política estas operaciones en los regímenes del Tercer Mundo en donde se realizan? No creo que tengan mejores perspectivas, a mi modo de ver, de las que podamos tener nosotros. Estos Gobiernos tomarán lo que les dé Moscú –de manera cínica y sin gratitud– como hacen con nosotros. Y alabarán a Moscú sin hacer nada práctico mientras convenga a sus intereses y ni un momento más. Allí donde los rusos consiguen bases u otras facilidades militares de importancia nos encontramos con otra cosa, por supuesto, bien distinta, de mayor relevancia militar. Pero tampoco constituye una amenaza ideológica.

Por otro lado, mientras que en 1946 el aspecto militar de nuestra relación con la Unión Soviética apenas era tomado en consideración, hoy ese aspecto es obviamente de primera importancia. Pero aquí, para no dar una impresión equivocada al lector, debemos hacer una advertencia. Cuando digo que en la actualidad el factor militar es de primera importancia, no es porque vea que la Unión Soviética amenaza a los Estados Unidos o a sus aliados con su potencial armado. Está totalmente claro, a mi modo de ver, que los líderes soviéticos no quieren una guerra con nosotros, y que no planean iniciarla. En concreto, nunca he creído que ellos consideraran interés suyo el tomar militarmente a Europa occidental o que llegarían a lanzar un ataque sobre la región, aunque el llamado disuasor nuclear no hubiera existido. Pero reconozco que el desmedido tamaño de sus fuerzas armadas puede constituir un factor de inquietud para muchos de nuestros aliados. Y, más importante aún, considero una seria amenaza en sí misma la carrera de armamentos en la que tanto nosotros como ellos estamos empeñados, no por las intenciones agresivas de las partes, sino por las coacciones, los recelos, las ansiedades que una competición de ese tipo engendra y por los serios peligros que conllevan sus involuntarias complicaciones por error, por fallo informático, por signos malinterpretados o por daño deliberado llevado a cabo por terceras partes.

Por todas estas razones podemos afirmar que hoy en día existe, sin duda, un aspecto militar en el problema de la política de contención que no existía en 1946; pero lo que considero que debe ser realmente contenido no es tanto la Unión Soviética como la carrera de armamentos en sí. Y este peligro no surge principalmente de causas políticas. Uno debe recordar que, aunque hay desde luego serios desacuerdos políticos entre los dos países, no hay cuestión política alguna que se interponga entre ellos que haga concebible una guerra soviético-americana o que pueda solucionarse por esa razón con cualquier conflicto militar de esa naturaleza.

La carrera de armamentos no es la única cosa que necesita ser contenida en este mundo imperfecto. Hay muchos otros focos de inestabilidad y problemas. Hay puntos de peligro local esparcidos por el Tercer Mundo. Tenemos la desastrosa situación de África del Sur. Tenemos el horrible fenómeno del resurgir del fanático y destructivo fundamentalismo religioso en varias partes del mundo. Y tenemos el terrorismo del que tantas veces hecha mano ese fundamentalismo. Tenemos la crisis mundial del medio ambiente, el rápido agotamiento de los recursos mundiales de energía no regenerable, la constante polución de la atmósfera y la contaminación de las aguas, el deterioro general de su medio ambiente como soporte de la vida civilizada.

Finalmente, tenemos mucho en nuestra vida diaria, aquí en nuestro país, que necesita ser contenido en breve plazo. Podría decirse, incluso, que la primera cosa que debíamos aprender los americanos es, en algunos sentidos, contenernos a nosotros mismos: nuestra ansia de destrucción del medio ambiente, nuestra tendencia a vivir por encima de nuestras posibilidades y de lanzarnos al desastre, nuestra aparente incapacidad para reducir un devastador déficit presupuestario, nuestra parecida incapacidad para controlar la inmigración de grandes masas de gente que pertenecen a mundos con tradiciones políticas y culturales totalmente diferentes.

Resumiendo, si vamos a hablar de la política de contención en nuestros días, entonces creo que no podemos seguir limitando su aplicación a la Unión Soviética, y en especial a una imagen de la Unión Soviética que corresponde a la era de Stalin o en algunos casos, de la aún más errónea imagen de nuestros enemigos nazis durante la última Gran Guerra. Si vamos a aplicar ese término a la Unión Soviética de hoy vamos a tener que aprender a adoptar, como base de nuestros cálculos, un punto de vista sobre ese país mucho más penetrante y sofisticado que el que se ha enraizado en nuestra retórica pública.

Pero además de esto vamos a tener que reconocer que gran parte de nuestros problemas y peligros no están originados por la amenaza soviética, tal y como ahora la conocemos, y que algunos, incluso, derivan de nosotros mismos. Y por estas razones vamos a tener que desarrollar un concepto más amplio de lo que significa política de contención (un concepto más ligado a la totalidad de los problemas con los que se enfrenta la civilización occidental en esta coyuntura de la historia mundial); en otras palabras, un concepto que responda mejor a los problemas de nuestro tiempo que aquel que alegremente vio la luz cuando aporreaba mi máquina de escribir en el extremo noroeste del edificio del Colegio de Guerra en diciembre de 1946.