POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 17

Un tanque avanza sobre el terreno durante la Guerra del Golfo. CC BY

La crisis del Golfo y el nuevo orden internacional

La guerra del Golfo es del mayor interés para el análisis jurídico internacional, tanto por la riqueza de problemas que plantea como por las expectativas que su tratamiento en el seno de la ONU ha abierto de cara a la recuperación de un sistema de seguridad colectiva.
Antonio Remiro Brotóns
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La llamada crisis del Golfo, desencadenada por la agresión de Irak a Kuwait y su posterior anexión, es un supuesto del mayor interés para el análisis jurídico internacional, tanto por la riqueza de problemas que plantea como por las expectativas que su tratamiento en el seno de las Naciones Unidas ha abierto de cara a la recuperación de un sistema de seguridad colectiva, que fue previsto en la Carta de San Francisco, pero al que el desencuentro de las Grandes Potencias hizo enseguida inoperante. Naturalmente, la crisis del Golfo, como todas las situaciones que implican el recurso a las armas, ha ido acompañada de miserias humanas y desastres económicos que el jurista lamenta, aunque se abstraiga de ellos cuando considera que está ante un buen caso, de la misma forma que el investigador médico se siente estimulado por el cuadro patológico extraordinario que presenta un paciente, sin que ello suponga que disfruta con su dolor.

Los gobiernos que han acudido en ayuda de Kuwait han manifestado un particular interés en recalcar el papel de villano representado por Irak como infractor del Derecho Internacional. Una vez más, el respeto del Derecho de Gentes ha sido un activo de las políticas articuladas por los protagonistas de la crisis. La diferencia con casos anteriores estriba, sin embargo, en que ahora las infracciones iraquíes de normas fundamentales son tan netas que su autor no ha podido devolver el argumento a quienes lo han denunciado, acusándoles a su vez de las mismas u otras violaciones, y ha tenido que limitarse a alegar causas presuntamente justificativas de su comportamiento y a descalificar arbitrariamente a todo Estado y Organización no alineado con sus propios puntos de vista.

La primera –y más grave– de las infracciones de Irak nace de su ataque armado contra Kuwait, groseramente violatorio de, al menos, tres principios: los de soberanía y no intervención, que amparan al Emirato, y el que prohíbe el recurso a la fuerza en las relaciones internacionales contra la independencia y la integridad territorial de los Estados o de cualquier forma incompatible con los propósitos de la Carta de las Naciones Unidas. Estos principios no sólo están enunciados –o necesariamente implícitos– en la misma Carta y confirmados en importantes declaraciones adoptadas por la Asamblea General, como la 2625(XXV), de 24 de octubre de 1970, y la 3314(XXIX), del 14 de diciembre de 1974, sino que recientemente la Corte Internacional de Justicia tuvo ocasión, en su sentencia de 27 de junio de 1986 (Nicaragua contra Estados Unidos) de declarar su valor normativo fundamental a título consuetudinario.

A partir de ahí, la propia lógica de sus actos y la escalada de la tensión condujeron a Irak a tomar otras medidas que no sólo estaban viciadas por estarlo previamente la fuente que las alimentaba (caso de la anexión de Kuwait), sino que implicaban la infracción de normas concretas de Derecho humanitario y de Derecho diplomático (caso de los extranjeros retenidos en Irak y del irrespeto de las inmunidades y privilegios de misiones y agentes diplomáticos y consulares en Kuwait).

Por lo que se refiere a la reacción de los demás Estados, de las Naciones Unidas y de otros organismos internacionales, frente a las infracciones iraquíes, su punto inicial de referencia y legitimación estaba en el ejercicio del derecho de legítima defensa, individual y colectiva, frente al ataque armado. Pero, de inmediato, había de plantearse su relación con las competencias atribuidas al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en el capítulo VII de la Carta para el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales en los casos de amenazas o quebrantamientos de la paz o actos de agresión.

Las páginas que siguen están dedicadas a la consideración de la crisis del Golfo desde esta perspectiva, pagando con la provisionalidad del examen el precio que exige una actualidad inacabada.

 

Irak, agresor

La invasión o el ataque por las fuerzas armadas de un Estado del territorio de otro Estado, toda ocupación militar, aun temporal, que resulte de dicha invasión o ataque, o toda anexión mediante el uso de la fuerza, del territorio de otro Estado o de parte de él, se configuran como tipos característicos del acto de agresión. El primer uso de la fuerza armada constituye prueba prima facie del mismo y la guerra, bajo estas circunstancias, se considera, no ya un delito, sino un crimen contra la paz internacional (res. de la AGNU, 3314(XXIX).

Es difícil encontrar en la práctica contemporánea un ejemplo más nítido de agresión –y de guerra de agresión– que el ofrecido por la invasión, ocupación y anexión de Kuwait por Irak a partir del 2 de agosto de 1990. Ciertamente Irak era reincidente pues ya el 22 de septiembre de 1980, cinco días después de haber denunciado el tratado de límites con Irán suscrito en Argel en 1975, atacó a este país, pero en dicha ocasión el presunto agresor trató de escabullirse alegando no haber sido autor del primer uso de la fuerza. Los hechos, ahora, son tan patentes en su contra que no intenta esta escapatoria. El primer uso de la fuerza por Irak contra Kuwait es manifiesto y no controvertido siquiera por el mismo gobierno iraquí.

Así las cosas, encontrándose en la situación de presunto agresor, el gobierno de Irak estaba obligado a demostrar que, a pesar de las apariencias, el uso que había hecho de la fuerza se justificaba a la luz de las circunstancias relevantes. A tal efecto recurrió sucesivamente a dos títulos legitimadores: la ayuda prestada a petición del gobierno revolucionario kuwaití que habría derrocado el régimen autocrático del Emir y sobre todo a partir del día 8 de agosto, cuando proclama la “fusión total y eterna” de Irak y Kuwait, la satisfacción de una secular reivindicación territorial –que quería que la rama ((Kuwait) retornara a su origen (Irak)– sincronizada con la solicitud hecha en este sentido por los nuevos gobernantes kuwaitíes.

Por lo que se refiere al primero de los títulos ha de señalarse que pronto se desveló la patraña sobre la que reposaba. Ni había habido movimiento interno para derrocar al Emir ni, tras la huida de éste como consecuencia de la invasión iraquí, pudo el invasor organizar un gobierno fantoche con elementos locales. Pero, aun admitiendo por hipótesis que los hechos se hubieran producido tal como los presentó Irak, la petición del gobierno revolucionario no hubiera legitimado la ayuda militar prestada para consolidarlo, porque el consentimiento dado por el gobierno de un Estado –incluso legítimo– para que otro emplee la fuerza en su territorio, no legaliza su acción a menos que se produzca en situación de legítima defensa frente a un ataque armado de otro Estado. Admitir lo contrario iría contra los principios de soberanía y de no intervención.

 

«Ni había habido movimiento interno para derrocar al Emir ni, tras la huida de éste como consecuencia de la invasión iraquí, pudo el invasor organizar un gobierno fantoche con elementos locales»

 

En cuanto al segundo de los títulos propuestos, ha de reconocerse que Kuwait fue inicialmente como otros Estados del Golfo una creación artificial de Gran Bretaña, deseosa de salvaguardar sus intereses estratégicos y petrolíferos con la fragmentación de soberanías en la Península Arábiga y el enclavamiento de Irak, a quien trató de compensar negociando en su nombre, como país mandatario, en 1937, el tratado de límites con Persia que le dio jurisdicción sobre todo el estuario de Chatt El-Arab. Irak, desde su independencia, reclamó Kuwait –bajo administración británica– como propio. Cuando en 1961 Gran Bretaña decidió emancipar este territorio, convirtiéndolo en un Estado soberano, Irak protestó. Las hostilidades estuvieron a punto de estallar y una fuerza árabe hubo de desplegarse para salvaguardar la paz. En 1963, sin embargo, Irak reconoció al nuevo Estado, que ingresó en la Liga Árabe y en la ONU, y a partir de ese momento decayeron sus pretensiones, quedando pendiente únicamente una diferencia sobre el trazado de los límites.

Ahora bien, el empleo de la fuerza para satisfacer la pretensión iraquí a la reintegración de Kuwait no hubiera estado justificado ni siquiera en el caso de haber permanecido inalterable durante estos últimos treinta años. Hoy está firmemente establecido que la conquista no es un modo legítimo de adquisición de dominio territorial, justamente porque la amenaza y el empleo de la fuerza armada está prohibida para tales fines (res. 2625-XXV y 3314-XXIX, art. 5.3) Israel ocupa desde 1967 los territorios de Gaza y Cisjordania, las alturas del Golán y la parte oriental de Jerusalén, como resultado de la guerra de los seis días y ha desarrollado y desarrolla una política legislativa y social dirigida a consumar y hacer irreversible su anexión. Pero las resoluciones del Consejo de Seguridad (res. 242-1967, 446-1979, 476 y 478-1980, 497-1981…) y de la Asamblea General condenan año tras año semejante proceder e instan a los Estados miembros a no reconocer sus efectos.

Esta conclusión no variaría ni aún en el caso de que la pretensión iraquí se considerase de naturaleza descolonizadora. Sirvan los ejemplos del Sahara occidental y de Timor, territorios no autónomos bajo administración española y portuguesa respectivamente, reivindicados por Marruecos e Indonesia. En ambos casos, ni la reivindicación territorial ni la fuerza puesta a su servicio fueron endosadas por las Naciones Unidas, considerando que en un territorio no autónomo ha de prevalecer en todo caso la voluntad libremente determinada de la población autóctona, preexistente al hecho colonial. Aun siendo conscientes de que en la práctica esa consulta popular se hará sólo cuando convenga al ocupante de hecho, para tranquilizar las conciencias de los restantes miembros de las Naciones Unidas, puede afirmarse que desde el punto de vista de los principios la integración de un territorio no autónomo en otro Estado procede sólo como consecuencia del ejercicio, vía referéndum, de la libre determinación. Sólo en circunstancias extraordinarias como las que se dieron, por ejemplo, en Ifni, cabe presumir una voluntad reintegradora que ahorre la consulta popular. Si eso es así de territorios cuya estatalidad aún no se ha producido, con mayor motivo se aplica a Estados nacidos y reconocidos. En todo caso, la solicitud de un gobierno no sólo carente de representatividad sino impuesto y designado por las autoridades ocupantes no puede reemplazar a la voluntad libremente manifestada de la población kuwaití.

 

El Consejo de Seguridad en acción

El Consejo de Seguridad reaccionó oportunamente. El mismo día 2 de agosto aprobó una Resolución (Res. 660) en la que condenaba la invasión de Kuwait por Irak, un quebrantamiento de la paz y seguridad internacionales que en el marco de los artículos 39 y 40 de la Carta conducía al Consejo a exigir la retirada inmediata e incondicional de todas las fuerzas iraquíes a las posiciones en que estaban situadas el 1 de agosto, instando a las partes al inicio inmediato de negociaciones intensivas para resolver sus diferencias.

Cuatro días más tarde, el 6, ante el incumplimiento iraquí de la Resolución 660, el Consejo de Seguridad adoptó una segunda Resolución –la 661– en la que para poner fin a la invasión y ocupación de Kuwait y restablecer la autoridad del Gobierno legítimo –una mención que no se había hecho en la Res. 660, pero que ahora aconsejaba la instauración por Irak en el territorio de Kuwait de un Gobierno fantoche– se decidía el inmediato embargo comercial, financiero, armamentístico y de transporte naval y se exhortaba a todos los Estados a proteger los bienes del Gobierno legítimo de Kuwait y no reconocer cualquier régimen establecido por la potencia ocupante.

Tres días después, el 9, respondiendo a la anexión de Kuwait por Irak, el Consejo aprobó una tercera Resolución –la 662– en la que decidía considerarla nula y sin valor, exigía de Irak que la dejase sin efecto y exhortaba a todos los Estados y organismos internacionales a no reconocerla y a abstenerse de todo acto o transacción que pudiera interpretarse como un reconocimiento indirecto de la anexión.

 

«El entendimiento entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, troquelado en el yunque de las consultas constantes y privadas, ha reflejado el nuevo clima originado por la distensión entre las Grandes Potencias»

 

Más adelante, al acercarse la fecha límite para el cierre de las misiones diplomáticas y consulares en Kuwait, con la consiguiente cancelación de inmunidades y privilegios, ordenada por Irak el día 9 para ser ejecutada no más tarde del 24, y al haberse elevado considerablemente la tensión con la decisión de retener en territorio iraquí a los nacionales de países occidentales hostiles, el Consejo de Seguridad se pronunció de nuevo, exigiendo, por una parte, que se revocaran tales órdenes y, por otra, que se permitiera y facilitara la inmediata partida de los extranjeros, garantizándoles el pronto y continuo auxilio consular y evitándoles cualesquiera medidas que pusieran en peligro su seguridad (Resolución 664, del 18 de agosto). En relación con esta última cuestión el Consejo había requerido el día anterior los buenos oficios del Secretario General (Res. 663).

Por último, el día 25, decidido a exigir la aplicación cabal e inmediata de sus anteriores resoluciones, que Irak se negaba a cumplir, el Consejo instó a los Estados miembros, que, cooperando con el Gobierno de Kuwait, habían desplegado fuerzas marítimas en la región, a que utilizasen “las medidas proporcionadas a las circunstancias concretas que sean necesarias bajo la autoridad del Consejo de Seguridad para detener a todo el transporte marítimo que entre y salga a fin de inspeccionar y verificar sus cargamentos y destinos y asegurar la aplicación estricta de las disposiciones relativas al transporte marítimo establecidas en la Resolución 661 (1990)”.

Lo primero que llama la atención tras pasar por los contenidos fundamentales de las Resoluciones adoptadas por el Consejo de Seguridad hasta la fecha de cierre de este trabajo, el 12 de septiembre de 1990, es que por primera vez este órgano, al que la Carta reconoció un papel primordial en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, ha funcionado con arreglo a sus previsiones fundacionales. El entendimiento entre los miembros permanentes del Consejo, troquelado en el yunque de las consultas constantes y privadas, ha reflejado el nuevo clima originado por la distensión entre las Grandes Potencias. La Unión Soviética y la República Popular China no sólo no han impedido –mediante un voto negativo– la formación de una voluntad orgánica, sino que ni siquiera se han distanciado políticamente mediante la abstención; por el contrario, se han asociado, con su voto favorable, al criterio de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Las Resoluciones han sido adoptadas por unanimidad o por amplias mayorías –no menos de trece sobre quince votos– siendo no concurrentes, y sólo por abstenerse, no por votar en contra, Cuba (res. 661 y 665) y Yemen (res. 660, 661 y 665).

 

Sanciones económicas y uso de la fuerza

Sin duda, en la práctica del Consejo de Seguridad, que se demora ya por más de cuarenta años, podemos encontrar Resoluciones similares a la 660, pero pocas dentro de su espectro familiar habrán sido tan duras. Exigir la retirada de fuerzas e instar a la negociación de las diferencias pertenece casi al libro de estilo del Consejo; pero condenar expresamente el comportamiento de una de las partes para calificarlo como un quebrantamiento de la paz y de la seguridad internacional no es tan frecuente. El Consejo no llama a Irak agresor eo nomine, pero la calificación está necesariamente implícita en su condena.

Más infrecuente es encontrar Resoluciones como la 661, decidiendo la interrupción casi total de relaciones comerciales, financieras, militares y de transporte naval. El Consejo adopta estas sanciones económicas –así las llama en el preámbulo de una Resolución posterior, la 665– invocando genéricamente el Capítulo VII de la Carta, pero salta a la vista que su fundamento concreto está en el artículo 41, pues el Consejo está, no ya recomendando, sino decidiendo en términos vinculantes para los Estados miembros algunas de las medidas que no implican el uso de la fuerza armada mencionadas en ese artículo. Sólo en dos casos anteriores el Consejo había decidido sanciones no armadas. Uno tenía que ver con el proceso de descolonización de un territorio no autónomo (Rodesia del Sur); el otro era próximo a dicho proceso (África del Sur, por el régimen de segregación racial). Únicamente respecto de Rodesia del Sur, bajo el gobierno blanco de Ian Smith, que no era aún miembro de la ONU, las sanciones (res. 232-1966, 253-1968 y 409-1977) tuvieron una amplitud equiparable con las impuestas a Irak, pues las decididas contra África del Sur se limitaron al embargo de armas (res. 418 y 421-1977). Así que con la Resolución 661 el Consejo adoptaba por primera vez en su historia, fuera del ámbito de la descolonización y de sus aledaños, una medida de embargo obligatorio contra un Estado miembro.

¿Era licito el uso de la fuerza por los Estados miembros para garantizar la observancia del embargo decidido por el Consejo de Seguridad? Dado el desarrollo de los acontecimientos, no se trataba de una cuestión de interés teórico. El 12 de agosto el Gobierno de los EEUU, inmediatamente seguido, como era de prever, por el de Gran Bretaña, ordenaba –bajo el nombre de interdicción o interceptación– un bloqueo naval de puertos y costas iraquíes, con el fin, se decía, de hacer efectivo el embargo ordenado por el Consejo y de atender la petición hecha por el Emir de Kuwait. El día 16 el Presidente Bush autorizaba a los comandantes de las unidades norteamericanas a utilizar el mínimo de fuerza necesaria para imponer el bloqueo. Dos días después, una fragata abría fuego de advertencia por primera vez…

Lo primero que ha de señalarse es que el bloqueo naval –se vista o no con la seda sintética elaborada por el gabinete de obtenciones terminológicas del Departamento de Estado– es una medida que implica el uso de la fuerza armada para impedir el ejercicio de la libre navegación de los buques de cualquier pabellón. De ahí que se considere, en sí mismo, un acto de agresión (res. 3314-XXIX, de 14 de diciembre de 1974, art. 3.c), a menos que haya sido autorizado o decidido por el Consejo de Seguridad (arts. 39 y 42 de la Carta de las NU) o responda al ejercicio de la legítima defensa (art. 51).

En el caso que nos ocupa, EEUU, y Gran Bretaña parecían sugerir que la adopción de sanciones económicas por el Consejo implicaba la autorización del bloqueo. Nada más incierto. El bloqueo puede ser aconsejable para que un embargo sea eficaz. Su valor instrumental no se discute. Pero el paso de una medida como el embargo, prevista por el art. 41 de la Carta entre las ajenas al uso de la fuerza armada, a otra como el bloqueo, que lo supone (art. 42), sólo puede ser resultado de una resolución expresa del Consejo de Seguridad. De hecho esta es una medida que jamás había sido decidida hasta entonces por el Consejo, aunque alguna vez había sido recomendada, como cuando se rogó –precisamente a Gran Bretaña– que impidiera el acceso al puerto de Beira del petróleo que alimentaba el rebelde régimen blanco de Ian Smith, en Rodesia del Sur (res. 221 de 9 de abril de 1966) asunto en el que el entusiasmo británico por pasar a la acción no podría calificarse de indescriptible.

Ha de tenerse en cuenta, por otro lado, que los miembros de la ONU, obligados a aplicar y ejecutar las medidas de embargo, tienen derecho a interpretar prima facie sus términos. Así, en el caso que nos ocupa, la Resolución 661 excluye del embargo los suministros y pagos con fines estrictamente médicos o humanitarios, admitiendo el tráfico de alimentos a la luz de estos fines. En tanto el Consejo no sea más explícito o establezca un procedimiento particular de exención bajo su control, cada Estado está legitimado para interpretar bona fide el alcance y circunstancias de las excepciones. Añádase que según el artículo 50 de la Carta los Estados que se enfrenten con problemas económicos especiales originados por la ejecución de las medidas tomadas por el Consejo de Seguridad, tienen derecho de consultarle el remedio para sus males. Este artículo, al que ha acudido ya no sólo Jordania, sino también Bulgaria, atrapada por un saldo acreedor con Irak de mil doscientos millones de dólares que debía cobrarse en petróleo, fue invocado en el asunto rodesiano por todos los países limítrofes, salvo África del Sur, y de hecho condujo a una cierta tolerancia en la apreciación de su comportamiento.

En todo caso, los miembros responden de sus obligaciones ante los órganos de la Organización –el mismo Consejo se ha constituido en Comité de vigilancia del cumplimiento de las sanciones– no ante otro Estado miembro, por importante que sea, a menos que el propio Consejo lo haya mandatado al efecto. El Gobierno norteamericano carecía, pues, de título legal para imponer su propio criterio después de haber detenido coactivamente en aguas no norteamericanas a buques con pabellón no norteamericano. Esa carencia era más grave todavía cuando el bloqueo afectaba a puertos de un tercer Estado –como el jordano de Aqaba– del que se presumía –o temía– la violación del embargo.

Y si el bloqueo no se justificaba con base en la resolución 661, ¿acaso encontraba fundamento en el derecho inminente de legítima defensa colectiva reconocido en el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas? Una respuesta afirmativa tendría a su favor el hecho de que Kuwait no sólo había sido, sino que seguía siendo, objeto de un ataque armado por parte de Irak, en la medida en que el ejército iraquí ocupaba su territorio. La misma Resolución 661 afirmaba, en el penúltimo párrafo de su preámbulo, el derecho de legítima defensa “de conformidad con el artículo 51 de la Carta”.

 

«Los Estados miembros no están legitimados ni individualmente ni en grupo para sustituir al Consejo de Seguridad en el ejercicio de sus competencias. Si EEUU y Gran Bretaña estimaban necesario un bloqueo naval, debían plantear el correspondiente proyecto de resolución al Consejo»

 

Ahora bien, conviene recordar que el mismo artículo 51 dispone que la acción en legítima defensa podrá ser ejercitada “hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales” y que las medidas tomadas por los miembros “no afectarán en manera alguna la autoridad y responsabilidad del Consejo… para ejercer en cualquier momento la acción que estime necesaria con el fin de mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales”. Esas medidas han sido tomadas con Resoluciones como la 661, o como la 662, del 9 de agosto, y la 664, del 18. Con ellas el Consejo estaba ejerciendo ya las competencias que con carácter exclusivo le concede el capítulo VII de la Carta para el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales.

Los Estados miembros, en definitiva, no están legitimados ni individualmente ni en grupo para sustituir al Consejo de Seguridad en el ejercicio de sus competencias. Y si Estados Unidos y Gran Bretaña –a los que acabó uniéndose Francia– estimaban necesario un bloqueo naval, debían plantear el correspondiente proyecto de resolución al Consejo de Seguridad, donde la Unión Soviética y China mantenían actitudes discretas y constructivas. En este clima hubiera sido lamentable que, no el veto en el Consejo como antaño, sino la acción unilateral de uno o varios de los miembros permanentes, hubiese arruinado una vez más el sistema de seguridad colectiva precisamente cuando ofrecía síntomas de recuperación.

Afortunadamente, el Gobierno norteamericano optó por jugar la carta de la negociación y el entendimiento con los otros miembros permanentes del Consejo de Seguridad antes que por el órdago de la acción unilateral urgida por los sectores más duros, dentro y fuera de los Estados Unidos. No puede ocultarse que lo hizo con la determinación de obrar por su cuenta en el caso de que el Consejo, en un plazo prudente, no respondiera a sus requerimientos. Pero servirse del poder para extender el campo de la influencia ejercida sobre un órgano no es ilegal, aunque pueda ser molesto para sus miembros. Estos, por otra parte, pueden poner sus condiciones.

La Resolución 665 del Consejo de Seguridad, aprobada el 25 de agosto, tuvo su origen en un proyecto elaborado por Estados Unidos que, buscando el consentimiento –y no sólo la abstención– de la Unión Soviética y de la República Popular China, fue rebajando sus términos y aumentando el control de los órganos de la ONU sobre las acciones estatales que se autorizaban.

Estados Unidos deseaba que el Consejo consintiese a los buques de guerra el recurso a la fuerza mínima necesaria para garantizar la eficacia del embargo. La Resolución, a pesar de la moderación de este lenguaje, hace toda una pirueta para evitar la alusión al uso de la fuerza; en su lugar, en el numeral 1 de su parte dispositiva: “insta a los Estados miembros que cooperan con el Gobierno de Kuwait que están desplegando fuerzas marítimas en la región –otra deliciosa circunvalación para no pasar por Israel– a que utilicen las medidas proporcionadas a las circunstancias concretas que sean necesarias… para detener a todo el transporte marítimo que entre y salga a fin de inspeccionar y verificar sus cargamentos y destinos y asegurar la aplicación estricta de las disposiciones relativas al transporte marítimo establecidas en la resolución 661 (1990)”.

Estamos ante un bloqueo naval autorizado, pero no impuesto, por el Consejo, a un número indeterminado de Estados identificados por dos características: el despliegue de un contingente naval en la región y la cooperación con el Gobierno de Kuwait. La forma en que se permite a las unidades navales recurrir a la fuerza para asegurar la aplicación estricta del embargo es un canto a la prudencia y a la morigeración que se compensa con la deliberada laxitud con que se define el área geográfica donde el bloqueo puede llevarse a cabo. La Resolución alude, en efecto, a “todo el transporte marítimo que entre y salga…”. ¿De dónde?, cabría preguntar. ¿Sólo de puertos y aguas territoriales iraquíes (y kuwaitíes) en el Golfo Pérsico? ¿O también de los puertos y aguas de otros Estados, susceptibles de ser utilizados por o para Irak? La Resolución, tal como está redactada, implica una respuesta afirmativa para esta última cuestión. Sus autores tenían el pensamiento en el puerto jordano de Aqaba, aunque consideraron oportuno no poner a su servicio la pluma.

El espíritu restrictivo que anima la autorización del recurso a la fuerza no sólo ha quedado expresado en el lenguaje utilizado por la Resolución en su numeral l. La misma Resolución, en el numeral 2 de su dispositivo, insiste en que se recurra al máximo a medidas políticas y diplomáticas para, asegurar el cumplimiento del embargo. Las medidas coercitivas quedan, en todo caso, bajo la autoridad y el control del Consejo de Seguridad (numerales 1 y 4).

Esto último había de satisfacer en particular a la Unión Soviética, cuya ilusión en que, de ser preciso, se organizara una fuerza naval bajo la bandera de las Naciones Unidas había sido rebasada por las circunstancias. Una cosa era renunciar a este proyecto y otra, en el polo opuesto, conceder un cheque en blanco a ciertos Estados miembros. Cualesquiera acciones estatales debían estar sometidas a la vigilancia del Consejo.

 

Un apunte, al paso, del Comité de Estado Mayor

Debido a la insistencia de la Unión Soviética, la Resolución 665 ha previsto no sólo el control eminente del propio Consejo de Seguridad sobre las acciones de bloqueo naval, mediante la presentación de informes estatales, luego de consultas con el secretario General, al mismo Consejo y a su Comité de vigilancia, del cumplimiento de las sanciones, sino una coordinación de las mismas “utilizando según corresponda el mecanismo del Comité de Estado Mayor” (numeral 4 de la Resolución).

Gracias a esta previsión, el Comité de Estado Mayor, previsto por el artículo 47 de la Carta de las Naciones Unidas, parece contar ahora con una segunda oportunidad para pasar de las páginas amarillentas a las páginas amarillas de un sistema de seguridad colectiva que parece regenerarse gracias a la recuperación del postulado sobre el que fue construido.

Tal como fue concebido en 1945, el Comité de Estado Mayor –compuesto por los jefes de Estado Mayor de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad o por sus representantes– estaba llamado a ejercer importantes competencias. Entre sus misiones figuraban no sólo la asistencia al Consejo en la elaboración de planes para el control de armamentos, la determinación de los medios militares necesarios para mantener la paz y el empleo y mando de las fuerzas puestas a disposición de la ONU, sino que, bajo la autoridad de aquél, le incumbía la responsabilidad de la dirección estratégica de dichas fuerzas.

Estas previsiones no se hicieron, sin embargo, realidad. Basadas, como todo el sistema de seguridad colectiva articulado por la Carta, en el acuerdo entre las Grandes Potencias, miembros permanentes del Consejo, el desmoronamiento del postulado básico las arrastró consigo. De hecho, aunque el Comité se reunió regularmente y presentó informes anuales hasta 1953, estaba hibernado desde mucho antes. El único trabajo tangible deducido de su actividad fue el informe sobre los principios generales que debían regir la organización de las fuerzas armadas puestas a disposición del Consejo de Seguridad, presentado el 30 de abril de 1947, y al que se dio carpetazo dos meses después, aunque algunos de sus contenidos pudieron inspirar el estatuto de los llamados “cascos azules”. El Comité de Estado Mayor fue marginado en Corea, como también lo fue el mismo Consejo de Seguridad una vez que la Unión Soviética reconsideró su ausencia del mismo, y no pudo desempeñar papel alguno en las operaciones de mantenimiento de la paz, diseñadas como paliativo al fracaso del sistema de la Carta.

El tiempo confirmará si la mención calculadamente vaga del Comité se limitó a salvar las apariencias. Aquellos países que, como España, han insistido en que su misión de paz en el Golfo se vincula a garantizar la eficacia de las resoluciones del Consejo de Seguridad, bien podrían tomar la iniciativa para conceder realmente al Comité de Estado Mayor un papel de coordinación que permita mantener anclado en la ONU el curso del bloqueo. A tal fin podrían haber solicitado, en primer lugar, la inclusión en el Comité de representantes de todos los Estados –entre ellos, el nuestro– que han desplegado fuerzas navales en la región. El artículo 47.2 de la Carta prevé que cuando la participación de un miembro de la ONU es necesaria para la buena ejecución de su misión, el Comité lo invita a asociarse a sus tareas. La disposición viene como anillo al dedo. Pero mencionarla tal vez sea poner el dedo en la llaga. En la práctica es el Comité de Planes de Urgencia de la OTAN y el establecido por la UEO los que están desempeñando las labores de coordinación.

 

No ha de ser rentable la agresión

¿Serán bastantes las medidas de embargo para reponer el statu quo anterior al 2 de agosto? No faltan quienes, apoyándose en experiencias anteriores, afirman que no; partidarios del uso directo de la fuerza armada, consideran que sólo ésta podrá reforzar la retirada de Irak del territorio kuwaití.

Realmente, se requiere el transcurso de un período de tiempo relativamente largo para apreciar la eficacia de un embargo. Esta, por otro lado, está condicionada tanto por el potencial autárquico del país embargado como por la disponibilidad de los demás países a observar estrictamente la medida ordenada. Vecinos y antiguos aliados, en particular, pueden encontrarse en una situación política y económica muy delicada. Los importadores de petróleo se encuentran enfrentados, como consecuencia del embargo, a la escasez y a una carestía agregada, a menos que los otros productores y exportadores se hagan cargo de la cuota irano-kuwaití y contengan los precios. De no hacerlo, o incluso haciéndolo, el embargo repartiría dividendos a una porción de países, entre ellos algunos de los directamente amenazados por la acción de Irak. ¿Enriquecimiento injusto o ley del mercado? ¿Acaso podría el Consejo ordenar la transferencia de los beneficios extraordinarios de los exportadores a un fondo de compensación que hiciera frente a los perjuicios de otros Estados? El derecho de consulta al Consejo de Seguridad de los perjuicios especiales que han de soportar (artículo 50 de la Carta) no basta, desde luego, si no se ofrecen soluciones. La exclusión del embargo de medicamentos y de alimentos cuando esté justificado por razones humanitarias, abre además una vía legal para atenuar el alcance y los efectos de la medida y se ha publicado –no sé con qué rigor– que algunos países (Libia, Jordania, China, India, Irán…) se disponían a seguirla y que otros (Francia, Gran Bretaña, Italia…) ya la habían seguido, de manera vergonzante, para rescatar a una parte de sus nacionales. Naturalmente, siempre queda la posibilidad de infringir la Resolución del Consejo o no reprimir, por falta de voluntad o de recursos, el lucrativo contrabando que estas situaciones originan.

En el caso presente no cabe duda que se están dando pasos para que el embargo sea eficaz. En primer lugar, está la decisión del bloqueo naval; en segundo, las diferentes iniciativas de Estados y grupos de Estados para ofrecer a los países particularmente perjudicados por la aplicación del embargo (Egipto, Turquía, Jordania…) ayudas compensatorias, como la propuesta por el Consejo de Roma de la CE el 7 de septiembre y las promesas de los países miembros del Consejo de Cooperación del Golfo; por último, el mismo Consejo, actuando como Comité de vigilancia del cumplimiento de las sanciones, debe estar dispuesto a ofrecer caso por caso la interpretación auténtica de la Resolución 661, sometiendo a directrices más precisas o, incluso, a un régimen de autorización singular los tráficos que, alegando motivos humanitarios, pretendan hacerse con Irak y exigiendo su canalización a través de organizaciones internacionales humanitarias para evitar que se desvirtúen los fines de la excepción. En este sentido se pronunciaron Estados Unidos y la Unión Soviética en el comunicado conjunto suscrito al término del encuentro entre los Presidentes Bush y Gorbachov en Helsinki el 9 de septiembre. Tres días antes, el 6, el Consejo de Seguridad había encargado al Secretario General de la ONU que, con el auxilio de organizaciones no gubernamentales evaluara la situación alimenticia de Irak y de Kuwait.

Por supuesto que este conjunto de disposiciones no garantiza la satisfacción de los objetivos perseguidos, pero da una oportunidad a la diplomacia desde una posición de firmeza. El Consejo concede prioridad a los intentos de solución pacífica del conflicto, no negociando sus objetivos –como se ha afirmado por los más belicistas en su intento de atraer a la opinión pública al inmediato uso de la fuerza armada– sino el método y el calendario para alcanzarlos y dando tiempo al agresor para que rumie su aislamiento, la imposibilidad de salirse con la suya. Esa prioridad se ha manifestado, tanto en la misma Resolución 665, al invitar a los Estados miembros a que cooperen para asegurar el cumplimiento de la Resolución 661 “recurriendo al máximo a medidas políticas y diplomáticas” (numeral 2), como en las misiones encomendadas al Secretario General (Resoluciones 661, núms. 8 y 10; 663; 664, núm. 4; y 665, núm. 4) y las que el mismo Pérez de Cuéllar emprendió de acuerdo con sus competencias estatutarias. Entre éstas ha de destacarse el encuentro del Secretario General con el ministro de Asuntos Exteriores iraquí, Aziz, el 31 de agosto y el 1 de septiembre, una misión básicamente informativa y de contacto, impropiamente llamada de mediación.

 

«El Consejo concede prioridad a los intentos de solución pacífica del conflicto, no negociando sus objetivos, sino el método y el calendario para alcanzarlos y dando tiempo al agresor para que rumie su aislamiento, la imposibilidad de salirse con la suya»

 

Cualquier persona razonable estará de acuerdo que convenía dejar que el sistema funcionase o, parafraseando la aguda observación de un diplomático árabe, que se dieran todos los pasos adelante en el agotamiento de la diplomacia. En lugar de buscar justificaciones para un uso inmediato de la fuerza armada, había de hacerse un esfuerzo para satisfacer por medios pacíficos los objetivos ya establecidos, manteniendo la acción dentro del único marco que permite objetivar el juicio de los diferentes comportamientos conforme a un criterio de legalidad. Sólo podemos defender el orden internacional desde el respeto de ese mismo orden.

Teniendo en cuenta los enormes costes del uso de la fuerza armada, el Consejo postulaba una aproximación graduada según la cual se debía volver al statu quo anterior a la agresión evitando nuevos derramamientos de sangre y tratando de forzar la voluntad iraquí mediante un embargo global apoyado, de momento, por un bloqueo naval. Sólo si esta medida era incumplida, se revelaba inadecuada o insuficiente, o se agravaba la situación de los extranjeros retenidos por Irak o de las misiones diplomáticas y sus agentes en la ciudad de Kuwait, deberían considerarse otras medidas de coerción armada.

Más allá del bloqueo naval autorizado, el tiempo y la forma en que deba recurrirse a la fuerza armada dependen, pues, del Consejo de Seguridad. Únicamente en el caso de que Irak realizase un nuevo ataque armado se desataría la legítima defensa, individual y colectiva, en tanto el Consejo no adoptase las medidas necesarias. Excluido este supuesto, los Estados no pueden emplear lícitamente la fuerza armada contra Irak sin mediar la decisión del Consejo.

Tal vez en un inmediato futuro sea conveniente reforzar el bloqueo extendiéndolo al espacio aéreo o, incluso, al terrestre. Los miembros de la CE ya lo han propuesto y Estados Unidos también es partidario. Se trata de una decisión de difícil aplicación, que requiere el consentimiento de los Estados cuyo territorio se ve concernido; una decisión, además –tratándose del bloqueo aéreo– de alto riesgo, por su mayor facilidad para prender la mecha del incidente-provocación-hostilidades y el peligro inmediato que puede significar para pasajeros civiles en aviones comerciales. En todo caso, será el Consejo el que habrá de decidirlo.

Con mayor motivo es el Consejo el único órgano habilitado para decidir otras medidas de fuerza armada que trasciendan el bloqueo. La puntualización no está de más, si se tiene en cuenta que la retención de extranjeros por el Gobierno de Irak y el desplazamiento forzoso de una porción de ellos a instalaciones militares y estratégicas para servir una política disuasoria, así como el hostigamiento y la presión ejercidas sobre las misiones y agentes diplomáticos y consulares acreditados en Kuwait, han supuesto la infracción de reglas de Derecho humanitario y de Derecho diplomático, que han afectado directamente a terceros países. Estos han pasado de tener un interés legítimo a que se respeten los derechos de Kuwait a ver perjudicados sus propios derechos. Pero si ello les faculta para tomar represalias, éstas no pueden ser armadas, a menos que el Consejo de Seguridad autorice una acción de estas características. Esto último no ha de descartarse, pues en la Resolución 664, del 18 de agosto, que exige de Irak que permita y facilite la inmediata partida de los nacionales de terceros países y respete las misiones y agentes diplomáticos y consulares en Kuwait, el Consejo declara expresamente que está “actuando con arreglo al Capítulo VII de la Carta”.

La aproximación graduada al uso de la fuerza y el papel central del Consejo de Seguridad han encontrado el respaldo político de los Presidentes de Estados Unidos y de la Unión Soviética, que en el comunicado conjunto emanado en Helsinki el 9 de septiembre han afirmado: “… estamos decididos a poner fin a esta agresión, y si las actuales medidas no lo consiguen, estamos dispuestos a tomar otras adicionales de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas. Debemos demostrar que la agresión no puede ser y no será rentable”. De esta manera el Presidente Bush, prefiriendo conservar la compañía del Presidente Gorbachov, ha enjaulado a sus halcones, anhelantes de una acción de fuerza inmediata.

Cuando redacto estas líneas esa demostración está aún pendiente y no están cerrados los medios a través de los cuales se hará realidad el deseo y la voluntad política expresados. Pero si, finalmente, la agresión iraquí no es, como se promete, rentable, se abrirá el capítulo de la responsabilidad en la que han incurrido Irak y sus dirigentes por la violación de normas internacionales. Las Resoluciones adoptadas hasta ahora se han marcado como objetivo la retirada incondicional y completa de Irak del territorio kuwaití y el restablecimiento de la autoridad del Gobierno legítimo de Kuwait. En tanto estos objetivos no se modifiquen, predeterminan el empleo de la fuerza autorizada. La ocupación de Irak y la remoción de sus gobernantes no han sido contempladas. Pero la restauración del orden violentado no es completa si no se acompaña de la exigencia de responsabilidad de los culpables.

La responsabilidad personal de Sadam Husein y de su Gobierno será difícil de satisfacer en la medida en que los proyectos de codificación de los crímenes de guerra y el establecimiento de un tribunal internacional para juzgar a sus autores embarrancaron en Naciones Unidas una vez que se agotó el entusiasmo punitivo de los grandes criminales de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, de nuevo, habría que recurrir a un montaje especial. Es probable, sin embargo, que la engorrosa situación no llegue a plantearse, bien porque el borrón y cuenta nueva sea la condición final de Sadam Husein para retirarse de Kuwait, bien porque otras fuerzas sean las que lo borren a él para iniciar una nueva cuenta…

Irak, como Estado, será responsable de los daños y perjuicios causados no sólo a Kuwait sino a otros muchos países, empeñados en operaciones para atajar su acción y víctimas de sus consecuencias. ¿Será exigida esa responsabilidad? De serlo, ¿será dirimida políticamente, por vía de negociación y acuerdo, o judicialmente, ante la Corte Internacional de Justicia o ante un tribunal arbitral? Su planteamiento, ¿será individual o colectivo? Todas son interrogantes técnicamente muy interesantes, que en un artículo de esta índole es bueno plantear, sin tratar de responder.

 

¿Hacia un orden internacional más pacífico y más justo?

Bienvenida sea la ejemplaridad sobre el cuerpo de este Estado agresor si con ella se da el primer paso hacia un orden internacional más pacífico y más justo. Pero hay dos alegaciones hechas por Irak, que si bien no lo eximen de su infracción, han alimentado corrientes de adhesión a su causa en el Mundo Árabe y de distanciamiento fuera de él: una es la del agravio comparativo; otra, la de los intereses subyacentes a la réplica de los Estados que han acudido en apoyo del Emir de Kuwait.

Salta a la vista que el tratamiento que se ha deparado a Irak como agresor de Kuwait no se compadece con el disfrutado por otros Estados que conservan territorios adquiridos por la fuerza y que sólo están a la espera de que la efectividad de su dominio erosione el no reconocimiento de su título, única reacción de Naciones Unidas frente a su ilícito. Los territorios de Gaza y Cisjordania, el Jerusalén Oriental y los altos del Golán, ocupados por Israel en 1967 y anexionados formalmente en 1981, son el ejemplo más próximo y lacerante. Y, justamente, quien encabeza ahora la cruzada por el respeto de la ley internacional, el Gobierno de los Estados Unidos, si bien rechaza los efectos de la conquista, actúa contradictoriamente cuando alimenta la máquina de guerra israelí con cerca de dos mil millones de dólares anuales y se dispone a subvencionar con cuatrocientos la emigración de miles de judíos soviéticos a una tierra prometida que puede acabar convirtiéndolos en colonos de los territorios ocupados…

Naturalmente, el agravio comparativo no es una eximente del delito ni una causa de exclusión de la responsabilidad de Irak –que, de hecho, también fue beneficiaria del doble rasero en su guerra con Irán– pero no cabe la menor duda que un orden internacional, para ser algo más que un orden público, no puede tomar el agravio comparativo como punto de partida.

Eso enlaza directamente con los intereses que están detrás de la reacción contra la agresión en el caso de Irak y no en otros casos. Cuando se actúa contra un agresor siempre puede afirmarse que es la defensa de la ley internacional la que inspira nuestros actos. Pero el hecho verificable de que no siempre se tiene la misma sensibilidad para la restauración del orden violado, por una agresión, hace sospechar que el respeto del Derecho Internacional es sólo un buen argumento, la cobertura incluso ideal, para avalar conductas que son impulsadas por otros intereses; en el caso que nos ocupa, los del petróleo, el control de recursos estratégicos, vitales para el mundo desarrollado. Aun olvidándonos del pasado y mirando sólo al futuro, ¿qué ocurrirá cuando los intereses de una Gran Potencia naveguen con los del agresor o, por lo menos, no se vean perjudicados por éste? ¿Acaso la defensa del orden internacional bastará para eclipsar cualesquiera otras consideraciones? Mucho me temo que no.

El movimiento iraquí de vincular su suerte en Kuwait a la de Israel en los territorios ocupados de Palestina y a la de Siria en el Líbano, ha sido rechazado, reafirmándose, como quería Estados Unidos, que la retirada iraquí de Kuwait es lo primero; pero ha forzado al Presidente Bush a admitir en el comunicado conjunto emanado en Helsinki el 9 de septiembre que: “es fundamental trabajar activamente para resolver todos los restantes conflictos de Oriente Próximo y del Golfo Pérsico”. Los países miembros de la CE opinan lo mismo (declaración de Roma de 7 de septiembre) y los países árabes están deseando que, en efecto, se den los pasos conducentes para ello. Pero, ¿se darán? La reacción del comunicado, aunque viene a conceder estado a la Unión Soviética en la preparación de esos trabajos, elude una referencia, por modesta que sea, a la convocatoria de una Conferencia internacional, sobre la que se ha venido debatiendo hasta ahora infructuosamente. Sadam Husein crearía una situación embarazosa a los Estados Unidos si, retirándose pacíficamente de Irak, utilizara la llave que se ha puesto en sus manos para abrir la puerta a esos trabajos. Una vez abierta, los países árabes podrían descubrir que estaba encastrada sobre el vacío.

Por último, cuando se habla de respetar el Derecho Internacional y de establecer un nuevo orden más pacífico y más justo, uno evoca de inmediato el historial de los más fervientes predicadores y se pregunta si su entusiasmo es fruto del maniqueísmo, del cinismo o de una nueva lectura del catecismo. Sabemos que la estructura de la sociedad internacional y su organización, particularmente tal como se refleja en la composición del Consejo de Seguridad y los derechos de los miembros permanentes, hace de estos –y de sus protegidos– sujetos inmunes a la sanción colectiva y, por lo tanto, impunes. Sólo los que quedan fuera de una familia con asiento en el Consejo arriesgan ser corregidos por sus actos. El problema ahora estriba en que absorbido el Este por el Oeste el Consejo camina a la formación de una gran familia con una cabeza indiscutible, que extraña al Sur. Desde esta perspectiva el Consejo no haría sino imponer a los países de ese Sur el orden establecido y sancionado por las grandes potencias del Norte. La alienación de la mayoría conduciría a la rebeldía y la rebeldía a la represión por vía de intervención. Dicho con las palabras sublevadas del ministro de Asuntos Exteriores de Irak: el Consejo de Seguridad sólo sería el instrumento del imperialismo.

Naturalmente, no se trata de buscar en el contexto, histórico o político, explicaciones o paliativos para el aborrecible comportamiento de Irak, agresor reincidente, que debería pagar por ello. Pero sí me inclina al escepticismo respecto de un orden internacional más pacífico y justo en el futuro. Antes, Estados Unidos y la Unión Soviética estaban en distintos campos; ahora comienzan a estar en el mismo. Formalmente, eso hace funcionar el sistema de seguridad colectiva establecido por la Carta de las Naciones Unidas, que es el único que nos permite objetivar el juicio de las diferentes conductas conforme a criterios de legalidad. Pero la ley internacional que se seguirá aplicando, con todas las capas de retórica jurídica que se quiera, es una ley decididamente vieja, la ley del embudo. Habrá orden, sí; pero difícilmente habrá paz, es decir, justicia.

Está por ver que el tratamiento de la crisis del Golfo supone un salto cualitativo en la aproximación de los Estados y de los grupos de Estados más poderosos a las relaciones internacionales. Pues, en definitiva, quienes ahora se reclaman fieros defensores de la ley y el orden internacional conculcados por Irak, ¿no son acaso los mismos que hasta hace dos años lo financiaban y pertrechaban para que su alevoso ataque contra Irán no acabara en derrota; los mismos que durante cerca de ocho años no quisieron hacerse eco de la agresión iraquí en el Consejo de Seguridad? Y, ¿qué diremos dentro de dos años? ¿Tendremos para entonces las estructuras regionales de seguridad que han de ser establecidas, según el comunicado de Helsinki, por Estados Unidos y la Unión Soviética, en conjunción con los países de la región y de fuera de ella? Me pregunto si la naturaleza de esas estructuras responderá a la categoría de las organizaciones regionales previstas en el capítulo VIII de la Carta de las Naciones o más bien a la de las alianzas, que se cobijan en el artículo 51. No creo que todos los países de Oriente Medio puedan ser parte en las mismas a menos que todos los problemas de la región hayan sido previamente resueltos. Esto seria espléndido, pero es poco probable. Entretanto, sólo quienes ya son aliados de Estados Unidos son candidatos, aunque sea al precio de romper definitivamente la trama, ya desvanecida, de una Liga Árabe que, sin convicción y desde la impotencia ha reclamado una solución regional que, tal vez, de mediar otras circunstancias, hubiera sido posible bajo la cobertura de los artículos 52 y siguientes de la Carta. Los demás quedarán en un régimen dé libertad vigilada y limitada soberanía. Si Irak sale de Kuwait, difícilmente escapará a la intromisión internacional en sus asuntos.