POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 126

La crisis ruso-georgiana

Rafael José R. de Espona
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La crisis del verano de 2008 en Osetia del Sur tiene un trasfondo energético. El gobierno ruso es consciente de que los países productores de la cuenca del mar Caspio son la alternativa estratégica para la seguridad energética de Europa. 

Agosto de 2008 pasará a la historia como el episodio en el que, por vez primera tras la disolución de la Unión Soviética, Rusia ocupó militarmente un país independiente. Ha sido una campaña de corta duración pero de gran intensidad, cuyas consecuencias son de largo alcance.

La crisis ruso-georgiana ha sido el estallido de una escalada de tensión –progresivamente agravada desde 2007– resultado de las discrepancias paulatinas surgidas a partir del triunfo de la Revolución de las Rosas, que en 2004 llevó a la presidencia de Georgia a Mijail Saakashvili. Pero la explicación fundamental es de naturaleza geopolítica, y responde a la agenda de política exterior de Rusia, cuyo gobierno intenta retomar el control –o, al menos, la influencia preponderante– sobre los territorios que controló durante la etapa soviética. El componente ideológico en esta crisis es igualmente apreciable puesto que, en definitiva, se enfrentan dos sistemas: el régimen autocrático propio de la tradición rusa y el modelo democrático occidental.

Rusia ha exteriorizado sus amenazas a Georgia y Ucrania a consecuencia de sus aspiraciones atlantistas. Aunque, psicológicamente, el posible ingreso de estos países en la OTAN habrá de suponer un trauma para la élite política rusa y su renovado expansionismo y afán de protagonismo internacional, la realidad es que no conlleva un factor materialmente perjudicial para Rusia.

La OTAN y la Federación Rusa disponen de fronteras desde hace largo tiempo (Estados Unidos y Noruega, después Turquía y Polonia, finalmente Estonia, Letonia y Lituania en 2004) y los más recientes precedentes –el caso báltico, calificado por Moscú como casus belli– finalmente demostraron…

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