POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 55

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, interviene en una ceremonia de reconocimiento al personal sanitario por su contribución contra la pandemia del coronavirus, en Jerusalén el 6 de junio de 2021. MENAHEM KAHANA. GETTY

La era Netanyahu y el proceso de paz

Cinco años después del principio de la conferencia de Madrid, las dificultades en el proceso de paz son más profundas que nunca. El autor analiza lo que Benjamin Netanyahu y el nuevo gobierno israelí será capaz de hacer en los primeros meses de 1997.
Shlomo Ben-Ami
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Cinco años después de que se inaugurara la Conferencia de Madrid, y a pesar de que no faltaron a lo largo de este lustro momentos de crisis, incluso de aguda crisis, las dificultades en el proceso de paz árabe-israelí son hoy más profundas que nunca. La “ventana de oportunidades” cuya apertura creó las condiciones para la Conferencia de Madrid y que hizo posible los dramáticos avances posteriores –el acuerdo de Oslo con los palestinos, el tratado de paz con los jordanos y el paulatino, pero al mismo tiempo constante, desarrollo de las relaciones económicas entre Israel y el mundo árabe– está en estos momentos dando señales preocupantes de que se va cerrando.

Primero, se han puesto de manifiesto los límites del poder norteamericano en la zona. Fueron precisamente la desaparición de la Unión Soviética, el efecto que tuvo la guerra del golfo Pérsico sobre los gobiernos de la región y la extraordinaria capacidad diplomática y militar exhibida por la administración Bush a lo largo de aquel conflicto, los elementos clave en el cambio de la estructura de las relaciones internacionales, sin el cual la Conferencia de Madrid hubiera sido inconcebible.

 

«A lo largo de todo un lustro de negociaciones la diplomacia norteamericana fue incapaz de conseguir un acuerdo»

 

Pero, cinco años después de Madrid, los logros de la diplomacia norteamericana en el proceso de paz son sorprendentemente modestos. Los acuerdos más importantes, de hecho los únicos acuerdos –Oslo y la paz con Jordania– fueron el resultado de una diplomacia secreta, llevada a cabo a espaldas de Estados Unidos. El único frente donde EE UU desempeñó un papel preponderante, el de las negociaciones con Siria, es también aquél en el que no se consiguió ningún resultado. EE UU no tenía por qué oponerse a la exigencia siria de retirada total israelí de la meseta del Golán y, de hecho, apoyó la demanda israelí de paz y normalización completa de relaciones. No obstante, a lo largo de todo un lustro de negociaciones la diplomacia norteamericana fue incapaz de conseguir un acuerdo.

Ya en vísperas de su segundo mandato, Clinton pudo constatar que la gran alianza de la guerra del Golfo se había desintegrado. Su ataque a Irak de hace algunos meses se ahogó por falta de apoyo internacional. La Unión Europea (UE) no le apoyó, los países del Golfo se abstuvieron, y Rusia dio claras señales de desacuerdo. La inquietud de la UE en relación con el proceso de paz, reflejada por el nombramiento de su delegado especial para seguir las negociaciones entre árabes e israelíes, fue, en realidad, resultado de la decepción europea con los pobres logros de la diplomacia norteamericana. Ni Jacques Chirac con su neogaullismo arabista, ni la UE con su renovado y diplomáticamente equilibrado intervencionismo hubieran movido pieza de la forma en que lo están haciendo si la diplomacia norteamericana no hubiera abierto ese vacío. La reciente visita a la zona del ministro ruso de Asuntos Exteriores es, igualmente, la manifestación de que EE UU no podrá mantener –en el segundo mandato de Clinton– el monopolio sobre la diplomacia de la paz en Oriente Próximo.

Pero no se trata simplemente de “llenar vacíos” para apuntarse tantos. Europeos y rusos reflejan también una preocupación legítima por sus intereses en la zona, en un momento en que ésta parece pasar de un ambiente de paz a otro de confrontación. Nunca a lo largo de los últimos cinco años se habló tanto de guerra en Oriente Próximo como hoy. La mesa de negociaciones, complicada y frustrante, ha sido retirada para dar lugar a un preocupante intercambio de amenazas bélicas entre Israel y Siria. Al mismo tiempo, el siempre difícil proceso de paz con los palestinos estuvo al borde de la ruina durante el “conflicto del túnel” y está hoy inmerso en un callejón de desconfianza y recriminaciones mutuas.

La tensión entre israelíes y palestinos nunca podrá dejar indiferentes a los jordanos; la cuestión palestina será siempre vital para el reino hachemita. Las relaciones israelo-jordanas también pasan hoy por momentos difíciles. Egipto, por su parte, siempre oscilando entre una opción sadatista y otra nasserista, parece haber apostado fuertemente por la última: la retórica de Hosni Mubarak y su ministro de Asuntos Exteriores, Amro Musa, en torno a la cumbre económica de El Cairo en la que, por cierto, Israel desempeñó un papel más modesto que en las reuniones anteriores de Casablanca y Ammán. Israel pasó de ser el eje de un gran designio de cooperación económica regional, a desempeñar un papel de factor secundario y marginado en El Cairo. Desde el punto de vista egipcio, la agenda del proceso de paz es realmente una lucha por la hegemonía en la zona. El gran empuje que cobró el proceso de paz con el dinamismo y creatividad de Isaac Rabin y Simon Peres, así como los pretenciosos proyectos regionales del último, amenazaron con marginar a Egipto de su papel tradicional de líder hegemónico de la zona. ¿Qué mayor amenaza para Egipto que la impertinente declaración de Peres de hace dos años, de que Israel aspira a ser nada menos que miembro de la Liga Árabe? A pesar de su trayectoria como hombre de paz, Simon Peres en realidad no llegó nunca a comprender las profundas sensibilidades del mundo árabe. Para muchos, especialmente en Siria y Egipto, su “nuevo Oriente Próximo” era una declaración de guerra cultural y económica y una manifestación de aspiraciones hegemónicas y neocolonialistas.

 

La coalición de Netanyahu

Con Benjamin Netanyahu, las aguas vuelven a sus cauces. La retórica de confrontación se convierte en más “lógica”, y el nasserismo egipcio es más legítimo cuando en Jerusalén gobierna un primer ministro que critica a sus predecesores como “blandos” y que han hipotecado la seguridad de Israel con su política de “flexibilidad suicida”.

Netanyahu llegó al poder con un lema –paz y seguridad– más que con un programa de gobierno. Casi treinta años más joven que Rabin y Peres es, no obstante, un conservador anclado en los traumas y las inercias del pasado. No comparte con sus predecesores las grandilocuentes visiones que les motivaban y carece de un claro designio de paz. Sin duda alguna aspira a la paz, pero a veces parece dar la impresión de que ésta no requiere sacrificios, que no es más que un “almuerzo gratis”, para utilizar la expresión norteamericana. Una rara síntesis de predicador evangelista, hijo de una familia de derechas, cercana al fundador del movimiento Herut, y vedette de debates de televisión, Netanyahu llegó al poder arropado por un cóctel de fuerzas políticas y sociales que abarcan desde la derecha más extrema pasando por el fundamentalismo religioso, hasta el voto de protesta social y cultural representado por los israelíes de origen oriental. Las expectativas, tanto en el terreno socio-cultural como en el campo de la exigencia de una política de paz menos “abandonista”, que despertó su llegada al poder, le convirtió en el rehén de sus aliados políticos y en el prisionero de su propia retórica electoral. Y por si eso fuera poco, su falta de experiencia y madurez políticas convirtieron sus primeros seis meses en el poder en una serie de trámites y tropiezos en todos los campos del quehacer gubernamental.

 

«El republicano Netanyahu sueña con una “pequeña sociedad” y un “pequeño gobierno”. Su coalición no exige más que una “gran sociedad” al estilo tradicionalmente demócrata»

 

Hombre de mentalidad republicana en el sentido norteamericano del término, es apoyado, no obstante y paradójicamente, por una coalición típicamente demócrata compuesta por “minorías”: inmigrantes rusos, religiosos y orientales. Es como si Newt Gingrich en EE UU se convirtiera en el líder de una coalición de negros, hispanos e italianos. Las contradicciones que esta situación crea en el campo social y económico son verdaderamente explosivas. El republicano Netanyahu sueña con una “pequeña sociedad” y un “pequeño gobierno”. Su coalición no exige más que una “gran sociedad” al estilo tradicionalmente demócrata.

Las contradicciones en el campo político no son menos agudas. Cabalgó a la oficina del primer ministro sobre las espaldas de un tigre de extrema derecha política y religiosa y ahora no sabe si devolverle a su jaula y cómo. En la crisis del túnel actuó de tal forma que parecía buscar las caricias del tigre. Sólo si consigue sacar adelante las negociaciones sobre el repliegue en Hebrón y, más importante aún, si sabe enfrentarse con la oposición de su ala derecha en el momento de ese repliegue, averiguaremos si Netanyahu es algo más que un truco electoral.

Hoy reina la desconfianza. Puede que Hebrón sea el examen de liderazgo para Netanyahu, pero para Yasir Arafat se ha convertido en el pretexto para extraer del primer ministro israelí garantías sobre su intención de seguir aplicando, después de Hebrón, las otras etapas vitales en el proceso de paz, a saber: el repliegue de fuerzas israelíes en la zona C, cosa que daría a la autoridad palestina un control efectivo en una mayor parte de Cisjordania, y las negociaciones sobre el acuerdo permanente en los territorios ocupados. Netanyahu, que empezó su mandato eludiendo el encuentro con Arafat, acabó asumiendo lo inevitable: que las relaciones de confianza y, si es posible, incluso de cordialidad con el líder palestino son un instrumento ineludible de trabajo, no una recompensa arrogantemente otorgada a Arafat como premio por su “buena conducta”.

Hebrón se ha convertido en una obsesión para Netanyahu no sólo por lo que ello significa para su electorado de extrema derecha sino porque aspira a conseguir un acuerdo mejor que el que logró en su día el gobierno de Rabin. La mayor pesadilla política de Netanyahu es el temor de no poder mejorar el acuerdo sobre Hebrón.

Es de suponer que, a pesar de las dificultades, ese acuerdo llegará. Netanyahu asegura que seguirá entonces la pauta trazada por los acuerdos de Oslo. Es posible que esa sea su intención aunque sólo sea porque carece de un proyecto alternativo. De su sinceridad y de la capacidad suya y de Arafat para abrir una etapa de negociaciones de buena fe, depende que “Oslo” pueda ser resucitado. Y si eso ocurre, podrá decirse algo muy importante: la filosofía política del laborismo, cuyo eje vital es la idea de que la solución al problema palestino pasa por la partición de Eretz-Israel, habrá derrotado definitivamente la visión tradicional de la derecha israelí según la cual la integridad de Eretz-Israel es un credo político innegociable. Un talento especial es el que exhibieron los líderes del laborismo al perder las elecciones precisamente cuando su filosofía política era asumida por las corrientes mayoritarias de la sociedad israelí.

Pero el camino es largo y está sembrado de enormes obstáculos. Aun desplegando un grado óptimo de buena voluntad, tanto por parte de Netanyahu como de Arafat, es, en mi opinión, prácticamente imposible llegar al año 2000 con un acuerdo permanente sobre la cuestión palestina. Asentamientos, refugiados, fronteras, estatuto político de la “entidad” palestina y Jerusalén, cada una de estas asignaturas pendientes es suficiente para dinamitar el proceso. Sólo un gran coraje político y un sentido hasta hoy ausente de liderazgo y visión podrán corregir este triste pronóstico.

Y si ésta es la situación en el frente palestino, donde por lo menos existe un plan trazado y firmado, el frente sirio es todo un vacío peligroso. Más de una vez en el pasado expresé mi opinión sobre que la mayor parte de la culpa del estancamiento de las negociaciones con Siria cae sobre los hombros de Assad. El gobierno de Rabin ya no descartaba la retirada total del Golán; pero el dictador sirio, obsesionado por sus anticuados moldes de actuación, prisionero de su mentalidad suspicaz y paranoica y preocupado por el efecto negativo que podría tener la paz con Israel y la completa normalización de relaciones con ella sobre la estabilidad de su régimen dictatorial, se resistió hasta el último momento a llegar a un acuerdo con Rabin y más tarde con Peres.

Hoy, la situación es la de un callejón sin salida. Netanyahu empezó su mandato proponiendo una retirada unilateral, pero consensuada con los sirios, del territorio libanés. El primer ministro israelí no exigía nada a cambio, salvo la esperanza de que esta idea de “Líbano primero” despejara el ambiente con Siria, de tal manera que facilitara posteriormente la reapertura de negociaciones de paz. Pero el dictador sirio rechazó la propuesta, pues no venía acompañada de ninguna garantía por parte de Israel en torno al concepto de paz por territorios en el Golán. En estas condiciones, Assad no veía por qué tenía él que ayudar a Israel a extraer de sus entrañas esta úlcera sangrante del Líbano, sin que Siria pudiera conseguir a cambio la total recuperación del Golán.

Nunca existió un exceso de confianza entre Assad y el gobierno laborista. Con Netanyahu no se habla más que de cómo evitar la guerra. El primer ministro israelí empezó su mandato bombardeando al aliado norteamericano, y a la comunidad internacional en general, con declaraciones y pruebas sobre el carácter de Siria como Estado terrorista. Alguno de sus ministros incluso llegó a amenazarla con que Israel podría “borrarla del mapa”. Assad, que carece de todo sentido del humor, no dudó ni un momento en interpretar la situación; para él se trataba de una declaración de guerra. Reaccionó con movimientos agresivos de tropas que inmediatamente crearon una psicosis de guerra entre los dos países. Netanyahu repitió con los sirios exactamente el esquema de su itinerario con los palestinos. Empezó con una retórica dura que condujo al enfrentamiento y que culminó con un reajuste de posturas. Después de haber constatado que sus declaraciones son interpretadas por los sirios como el preludio de una agresión militar, redujo su retórica y movilizó a EE UU, a los rusos y a los europeos para desactivar la cuenta atrás hacia una posible conflagración bélica. Hoy, la tensión con Siria parece haber amainado aunque sea porque los sirios mismos no tienen en este momento interés en tal conflagración. Es posible que Assad vuelva en un futuro a la opción militar como un mecanismo dirigido a despertar de nuevo el estancado proceso de paz.

Es verdad que los movimientos militares de Siria han puesto en jaque a Netanyahu ya que la subida de la tensión militar con Siria no entraba en sus cálculos, pues empezó su mandato proponiendo un recorte en el presupuesto militar. La respuesta siria a su retórica de mano dura le obligó no sólo a abandonar ese recorte sino que le llevó a incrementar el presupuesto de defensa dando así al traste con toda su política económica. Ahora tendrá que recortar más profunda y dolorosamente los presupuestos sociales. No es difícil predecir cuál será la reacción de su coalición “demócrata”, pero la verdad es que a los sirios tampoco les conviene persistir en esta situación de tensión militar aunque sea porque, sin quererlo, se han convertido en rehenes de Irán y de Hezbolá. Éstos pueden fácilmente crear en Líbano situaciones que obliguen a Siria, si sigue manteniendo el presente orden de movilización y tensión, a pasar a la acción. Al aceptar las presiones de la comunidad internacional de reducir la tensión, Assad se libera al mismo tiempo de la posición de rehén de los iraníes y recupera su plena libertad de maniobra. El retorno a la guerra no es descartable en otro momento.

Al inaugurarse el segundo mandato de Clinton, hay quien, tanto en Israel como en el mundo árabe, habla de presión norteamericana sobre el gobierno de Netanyahu para conducirle a una actitud más flexible. Los que así piensan quedarán defraudados. Clinton no ejercerá ningún tipo de presión directa sobre Israel. Más aún, dadas las dificultades en el proceso de paz y la magnitud de los obstáculos no es descartable que EE UU deje madurar a las partes en el conflicto e intervenga más como bombero en momentos de crisis que como mediador en un proceso que se apaga por la propia triste lógica de la realidad. Es posible también que Clinton en su segundo mandato se vea obligado a revisar y reestructurar el despliegue global de EE UU. El nuevo equipo en Defensa y en el departamento de Estado puede pensar que se han invertido demasiados y excesivos esfuerzos en el proceso de paz árabe-israelí y que otras zonas no menos vitales para los intereses de EE UU requieren mayor atención. Si Warren Christopher visitó Oriente Próximo veinticinco veces y sólo una vez fue a China, su sucesora podría pensar que ésta es una proporción que no corresponde a los intereses reales de EE UU. China, India, Pakistán –un país nuclear donde acaba de tener lugar un golpe de Estado– África y Rusia, sin hablar de las cuestiones relacionadas con la ampliación de la OTAN, son todas asignaturas que pueden cobrar mayor preponderancia en los cálculos globales de EE UU.

 

«Hoy parece bien claro que una “pax americana” en Oriente Próximo es improbable»

 

Más que presión directa sobre Israel se trata de un despliegue global distinto por parte de EE UU de tal forma que, aunque sea por omisión, los norteamericanos pueden estar creando “situaciones de presión” sobre Israel en la forma de escenarios que EE UU no permitió en el pasado. Así, por ejemplo, EE UU siempre se opuso a un papel europeo en el proceso de paz, tanto porque eso significaba intromisión en su monopolio como porque los norteamericanos servían así a los intereses de Israel, el aliado que nunca tuvo un exceso de confianza en Europa. El hecho de que EEUU “permitiera” un papel europeo pudo interpretarse como una forma de presión sobre Israel.

Hoy parece bien claro que una “pax americana” en Oriente Próximo es improbable. En la reciente cumbre económica de El Cairo, los norteamericanos se abstuvieron de desempeñar el gran papel desarrollado en Casablanca y Ammán, como motor de un nuevo orden político y económico en la zona. En definitiva, el problema no es si EE UU presionará o no a Israel, la cuestión está en si el nuevo equipo nombrado sabrá utilizar de forma inteligente y creativa –como lo hicieron en su día tanto Henry Kissinger como James Baker– los resortes del poder norteamericano y su peso global para articular un viable proceso de paz en la zona. Claramente, el equipo de Warren Christopher no supo articular tal proyecto.

 

Responsabilidad regional

La mayor responsabilidad recaerá en el futuro inmediato sobre los países de la zona y sus líderes. Ellos son las víctimas principales de cualquier deterioro en la situación, y la experiencia del pasado nos enseña que sólo cuando ellos mismos maduran y toman las pertinentes iniciativas es cuando se hacen posibles grandes políticas de paz.

El hecho de que la zona esté hoy al borde de la catástrofe da paradójicamente lugar a la esperanza. Egipto se ha convertido en el eje activo de una política de mano dura panárabe contra el gobierno de Netanyahu. Por primera vez desde la visita de Sadat a Jerusalén hace casi veinte años, un presidente egipcio no descartó una guerra contra Israel –véase las declaraciones de Mubarak a la prensa egipcia durante su reciente visita a los Emiratos Árabes–. El jefe del Estado Mayor del ejército egipcio hizo declaraciones parecidas hace unos meses cuando sus fuerzas desplegaban unas maniobras en la zona del canal precisamente cuando los sirios efectuaban también maniobras en el Norte. El mundo árabe –más concretamente Egipto, Siria y los palestinos– piensa en la opción militar como instrumento de negociación con Israel. El hecho de que en Turquía se vaya consolidando un régimen fundamentalista que empieza a desarrollar relaciones íntimas con Irán no ayuda tampoco a despejar la complicada situación.

Israel no tiene política exterior, lo único que tiene es política interior, solía decir irónicamente Henry Kissinger. Para alguien como Kissinger, que dedicó su mejor libro a dos grandes estadistas –Metternich y Castlereagh– que fueron derrotados por circunstancias internas, su crítica a Israel parece injusta. Es imposible ejecutar una política exterior si ésta carece de legitimidad interna. El reto de Netanyahu es, antes que nada, articular la base interna de una política de paz, algo plenamente factible.

Para empezar, Netanyahu tiene que aprender las lecciones de su victoria electoral. Su mandato es un mandato de paz. El heterogéneo público que le votó no lo hizo necesariamente en nombre de una política de confrontación. El voto por Netanyahu fue mayoritariamente un voto de protesta cultural, étnica y religiosa, no una llamada a la anexión, a la mano dura, aunque eso sí, fue también un clamor contra el terrorismo palestino suicida y contra el inadmisible concepto de un proceso de paz articulado sobre pautas de sangre y el sonido de autobuses que explotan en las calles de Jerusalén. Que Netanyahu posee un claro mandato de paz lo prueba el hecho de que prácticamente en todos los sondeos de opinión poselectorales, casi el sesenta por cien de los israelíes se pronuncia a favor de la creación de un Estado palestino.

El primer ministro habla hoy de la necesidad de elaborar un consenso interno que respalde una política de paz, de cara a las etapas futuras del proceso con los palestinos. Ese consenso es fácil de desarrollar; pero tendrá que dejar fuera a la extrema derecha. En una serie de reuniones con miembros del partido del gobierno, pudieron constatar algunos miembros del partido laborista –entre ellos el firmante de este artículo, quien también presentó a los allí reunidos un proyecto de Estado palestino con soberanía limitada especialmente en el campo militar– que tal consenso interno no es imposible. Nadie se hace ilusiones de que los palestinos vayan a suscribir automáticamente el fruto de nuestro consenso interno. Pero éste podría ser una plataforma de lanzamiento a un renovado y creíble proceso de paz cuyo objetivo es alcanzar un acuerdo permanente sobre la cuestión palestina. Pero lo que el partido laborista no estará dispuesto a hacer es ofrecer, a través de las mencionadas reuniones, una coartada para que Netanyahu siga con su política de desorientación y confusión. Si el primer ministro busca sinceramente un respaldo interno para una política de paz, éste tendrá que articularse, posiblemente, en un gobierno de coalición nacional.

En lo que se refiere a Siria, la postura de Netanyahu de no querer reanudar las negociaciones desde el punto exacto en el que quedaron en el momento del cambio de gobierno, parece sensata y comprensible. A diferencia del caso palestino en el que existen tratados y acuerdos firmados que obligan a un gobierno democráticamente elegido a respetarlos, con Siria los gobiernos de Rabin y de Peres no llegaron a firmar ningún documento. Pero, al mismo tiempo, ni la fórmula de Líbano ni la de “negociaciones sin condiciones previas” tienen mucho sentido en la situación actual. Tiene que existir una condición previa, la de “paz por territorios”, la misma que trajo a Sadat a Jerusalén para negociar la paz con Menájem Beguin, el padre espiritual del actual primer ministro de Israel.

Pero sería injusto y además incorrecto pensar que Netanyahu es el único líder en la zona que tiene que cambiar o matizar sus planteamientos. El estado de ánimo nasserista que se está apoderando de la administración egipcia, la movilización de las masas árabes en torno a la propaganda incendiaria contra el gobierno de Netanyahu y la carencia de toda visión generosa de paz en el régimen sirio, son manifestaciones nefastas y totalmente contraproducentes. El mundo árabe se equivoca si piensa que cada vez que se enfrenta a un gobierno israelí supuestamente “duro” no tiene más que acudir a la comunidad internacional para doblegar a Israel. Lo único que conseguirá así es unir al país en torno a su gobierno democráticamente elegido. Incluso aquellos de entre nosotros que no damos ni un momento de tregua a Netanyahu y a su gobierno albergamos serias reservas hacia el papel que desempeñó Egipto durante el gobierno de Rabin. Fue un papel indiferente, por no decir obstaculizador, en las negociaciones multilaterales; y en lo que concierne al ámbito de los contactos con los palestinos y con los sirios, el papel egipcio no fue más que el de apoyo automático y frecuentemente amenazador hacia Israel, a la causa árabe.

Desde luego, esto es lógico y comprensible. Pero también lo es que la opinión israelí, sea de derechas o de izquierdas, quisiera ver una actitud egipcia más sonriente hacia el difícil dilema israelí en este enormemente complicado proceso de paz. Tampoco es de esperar que, en lo concerniente a Siria, sea Netanyahu el único objeto de nuestra crítica. Se trata, después de todo, de un presidente sirio que, en cuatro años de serias negociaciones en las que prácticamente se le prometió la devolución del Golán, se negó a entablar negociaciones directas con los líderes israelíes o a transmitir un mensaje de paz a un ansioso público israelí. El único mensaje claro que se nos transmitió fue a través de la guerrilla shiíta en Líbano.

Cambiar de estilo, mejorar la retórica y, más importante, articular generosas propuestas de paz es obligación de todos. Porque si cometemos el error de cargar sobre los hombros y la conciencia de Netanyahu el peso entero de la responsabilidad por las dificultades actuales en el proceso de paz y exoneramos a los demás, caeremos en un simplismo contraproducente y nefasto para el futuro de la zona.