POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 156

Exposición en honor a Mandela en Cape Town, Ciudad del Cabo (Suráfrica, 27 de junio de 2013). GETTY

La herencia de Mandela

El análisis de los elementos que conformaron el estilo desarrollado por Nelson Mandela en su lucha contra el ‘apartheid’ suponen una valiosa lección de liderazgo político. Los líderes de países en proceso de transición harían bien en estudiar el legado de Madiba.
José Luis Herrero
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La figura de Nelson Mandela es hoy objeto de admiración prácticamente unánime en el mundo. Pero esto no siempre fue así. En muchos momentos de su larga lucha, Mandela no obtuvo ni el apoyo ni siquiera la comprensión de las personas, Estados y entidades que hoy le adulan. Y la organización a la que él dotó de estrategia, estructura y liderazgo y que, eventualmente, llegó a personificar –el Congreso Nacional Africano (ANC)– aún menos. En la actualidad, a pesar de este reconocimiento casi universal, algunas de las lecciones más relevantes que deja Mandela son ignoradas de manera recurrente. Su ejemplo, actuación y principios, que no se limitan al terreno de la no discriminación racial, no son imitados, ni siquiera por aquellos que los elogian. Y, sin embargo, algunos de sus legados siguen teniendo enorme vigencia. Los siguientes son algunos de los elementos principales del liderazgo que desarrolló a lo largo de su vida.

En primer lugar, una estrategia basada en la formulación simple del objetivo fundamental. Cuando se vuelve la vista atrás, la trayectoria de Mandela parece inscribirse en el fin de una época de causas justas, fáciles de acotar de manera conceptual, aunque no necesariamente de llevar a la práctica: la independencia de los pueblos colonizados, la igualdad de derechos entre razas, el fin de los vestigios de la esclavitud. Parece, por tanto, que poco se podría aprender del personaje para un mundo como el actual, de claroscuros y zonas grises, donde no es tan fácil trazar la línea moral entre causas justas e instrumentos apropiados y los que no lo son tanto, y donde no es fácil establecer quiénes son los buenos y quiénes los malos. La igualdad racial parece hoy un principio básico y evidente, pero en su momento no lo fue tanto. Los intentos de introducir conceptos nebulosos respecto de cómo ejercer la igualdad de derechos fueron una constante en el pulso entre Mandela y los gobiernos con los que tuvo que lidiar hasta casi el día en que se convirtió en presidente.

De modo paradójico, la argumentación a la que se enfrentó Mandela para negar la igualdad de derechos individuales a la que aspiraba se basaba en el concepto de derechos colectivos, esgrimida por las comunidades surafricanas de origen europeo, los holandeses más que los británicos. Paradójico porque los derechos colectivos se adscriben con más naturalidad en la cultura política africana que en la europea y, sin embargo, fueron los europeos quienes intentaron hacerlos valer.

Así, durante los años en los que hizo frente a la presión del gobierno surafricano, Mandela descartó una tras otra las fórmulas que le propusieron a cambio de abandonar la lucha, incluida su faceta armada. Los sistemas propuestos fueron desde estructuras multicamerales con cauces de representación diferentes para blancos, negros, indios y mestizos, hasta el reparto del territorio en zonas racial y étnicamente homogéneas, dentro de las cuales sí podría existir igualdad de derechos individuales, aunque no hubiera un equilibrio entre ellas (de hecho, el resultado de las fórmulas presentadas hubiera sido una abrumadora desproporción entre el territorio y los recursos controlados por la minoría blanca y los controlados por la mayoría negra). Las propuestas que recibió Mandela con frecuencia se argumentaban como formas de hacer valer los derechos de los negros a vivir según sus criterios, preferencias y costumbres, al igual que el de los blancos a vivir según los suyos. Este tipo de conceptos no está ausente en el mundo contemporáneo e inspira modelos tales como la sobrerrepresentación parlamentaria de algunos grupos sociales o étnicos, los sitios reservados para determinados grupos en el parlamento u otras cámaras, los arreglos institucionales privativos para grupos determinados, las reservas indígenas con legislación específica, o el ideal de un Estado judío. Por tanto, no eran de partida posibilidades descabelladas.

Ante todas estas propuestas, Mandela opuso una formulación simple de su objetivo prioritario: igualdad total de derechos civiles y políticos en un sistema único para todos los surafricanos. Un modelo simple y comprensible para todos. Y sobre este punto fue inflexible hasta el final.

El mensaje implícito era hacer comprender a los blancos que no tenían más remedio que fiarse de los negros, que no existía alternativa a la representación proporcional donde la mayoría sería negra sobre la base de la realidad demográfica; que una situación de dominio de la minoría no podría perdurar en el tiempo. El miedo de la población blanca a un futuro gobernado por negros, por muy justificado y legítimo que pudiera ser, tenía que dejar paso al valor de aceptar un futuro inevitable. Mandela hizo esfuerzos para apaciguar los temores a la dominación y la revancha negra, entre otros medios, subrayando la importancia de la reconciliación, recordando que los blancos tenían su sitio en una Suráfrica democrática y multirracial, y utilizando el argumento de que la violencia y la criminalidad de la comunidad negra eran el resultado de la negación de sus derechos y aspiraciones. Esta es una lógica utilizada recientemente por los albano-kosovares cuando dicen, pero no demuestran, que una vez tengan asegurados sus derechos en un Kosovo independiente, la minoría serbia resultante no tendrá nada que temer. Existe también cierto paralelismo con la argumentación utilizada por los palestinos moderados. Pero, al final, en la Suráfrica de los años ochenta y noventa, a la minoría blanca no le quedaba otra opción que la de fiarse de las palabras de uno de los líderes principales del ANC y, sobre todo, cruzar los dedos ante el comportamiento de una comunidad negra apoderada, cuyos antecedentes no presagiaban un comportamiento ejemplar. O eso, o la continuación de una situación que desangraba el país.

La capacidad de Mandela para reducir a su nudo gordiano la complejidad de la situación y plantear el objetivo central sin ambigüedades y dejando de lado aspectos subsidiarios, podría clarificar y hacer avanzar hoy algunas situaciones políticas enconadas. Sin ir más lejos, las supuestas transiciones democráticas de algunos de los países excomunistas, atoradas en fases intermedias que se convierten en permanentes bajo excusas interesadas, se beneficiarían de manera notable de un enfoque tan lúcido, simple, directo y honesto, tanto por parte de sus protagonistas como de los actores internacionales que las observan, comentan e influyen.

 

Justificación ponderada de la lucha armada

Quizá el aspecto más controvertido de la filosofía y praxis de Mandela es su justificación del uso de la violencia para fines políticos, una opción estratégica siempre denostada por Occidente sobre el papel, pero con fecuencia estimulada en la realidad, desde Kosovo hasta Ruanda, pasando por el Afganistán anti-soviético y, probablemente, la Siria contemporánea. Mandela no solo apoyó el uso de la violencia, sino que tuvo un papel protagonista en la creación en 1961 de las milicias armadas Umkhonto we Sizwe (MK) y fue su comandante en jefe. Para crear el MK de la nada leyó sobre insurgencia, guerrilla y táctica militar, y se imbuyó de la estrategia de Ché Guevara, Mao Zedong y otros célebres guerrilleros y teóricos de la guerra. Ahora bien, desde el principio dejó claro que el empleo de la violencia era un instrumento a utilizar con prudencia y mesura. El método principal era el sabotaje de infraestructuras e instalaciones industriales que pudiera producir un gran impacto político sin producir víctimas aunque, finalmente, sí se produjeron.

La justificación de Mandela para tomar esta senda y que le distanció de la filosofía de un personaje conocido y reputado en Suráfrica cuya estrategia pacífica había triunfado solo una década antes, Mohandas Gandhi, se mantuvo inalterada durante décadas: “Los medios utilizados por el oprimido para avanzar en su lucha vienen determinados por el propio opresor. Donde el opresor utilice medios pacíficos, el oprimido también utilizará medios pacíficos. Pero si el opresor utiliza la fuerza, el oprimido responderá con la fuerza”, argumentó hasta el final.

Mandela sostuvo la necesidad de mantener viva la capacidad guerrillera del ANC hasta casi la víspera de las elecciones de 1994, al entender que el gobierno opresor seguía utilizando o, por lo menos tolerando, la fuerza contra la mayoría oprimida. Y esto bajo la presión constante de sus interlocutores para desarmar al MK como condición para continuar con la negociación, a lo que Mandela se negó. A medida que la perspectiva de una verdadera transición democrática se iba haciendo más real, la presión sobre este punto creció, pero Mandela no cedió, incluso al precio de continuar siendo considerado un terrorista por una parte de los líderes occidentales que incluía, de manera notable, a Margaret Thatcher y gran parte de los conservadores británicos, y de, por tanto, privarse de su apoyo o, cuando menos, de la aceptación del ANC como interlocutor legítimo. Mandela creía que el avance en el proceso negociador era tanto el resultado de la dinámica conciliadora como del temor a las consecuencias de no llegar a un acuerdo. Solo accedería al desarme del MK por parte de un gobierno del que ellos formaran parte. En 1990, en su primer gran discurso tras salir de la cárcel, para sorpresa de algunos que pensaban que había cambiado sus postulados, Mandela agradeció el apoyo prestado desde el exterior a la lucha armada, el servicio de sus “soldados” del MK y la colaboración del Partido Comunista de Suráfrica, y dijo que la lucha armada debía continuar. Ante estas palabras, frustrada por lo que calificó como “viejas frases rituales”, Thatcher canceló el comunicado que tenía planeado para celebrar la liberación.

Al cotejar lo que hoy se dice de Mandela con lo que se dijo en su día, las actitudes acomodaticias de muchos países occidentales se revelan con claridad. Si el rebelde acaba convirtiéndose en héroe, el discurso cambia. Por eso son numerosos los movimientos armados contemporáneos que pretenden asemejar su legitimidad a la de la lucha contra el apartheid y buscan en la biografía de Mandela puntos comunes. En bastantes casos, sus principios, objetivos y métodos poco tienen que ver con los del líder del ANC. Y por eso sería mejor que Occidente, a la hora de juzgar estos movimientos en otros países, se cuidara más de juzgar la bondad de sus razones y propuestas por sí mismas y no con la regla de los intereses occidentales o la coyuntura del momento, como manera no solo de ganarse el respeto internacional y de hacer realidad su apuesta en favor de los derechos humanos y de la democracia, sino también de socavar los pilares de los movimientos que no merecen su apoyo.

 

Combinación de principios y realismo político

Mandela tuvo la habilidad para reconciliar lo posible con lo deseable. Cuando en su juventud empezó a ver con claridad lo que él y muchos otros llamaban la supremacía blanca, no se dejó arrastrar por los sentimientos nacidos de la humillación. El odio, el resentimiento, el racismo hacia los blancos con seguridad intentaron abrirse paso en el joven y orgulloso Mandela, como lo hicieron en muchos de sus compañeros, pero él consiguió mantenerlos a raya y canalizar esas pulsiones no contra los blancos en su conjunto, sino contra el régimen político instaurado por ellos. Se debatió entre su admiración hacia la cultura y la democracia británicas y la repugnancia hacia lo que los europeos estaban haciendo con su pueblo y su raza en el continente africano. Cultivó sus amistades con los blancos que le respetaban y se distanció de los negros que propugnaban el odio racial. De todo ello surgió la propuesta, no siempre compartida de manera unánime en el seno del ANC, de una Suráfrica igual para todos, donde el perdón y la reconciliación estaban obligados a convertirse en condición para la sostenibilidad del nuevo régimen, y la venganza quedaría descartada. Esta fórmula era al mismo tiempo moralmente correcta, aunque cuestionable, y políticamente posible, aunque arriesgada. Para llevarla a buen puerto dedicó sus energías, de manera simultánea, a la lucha contra el régimen de los blancos, por la fuerza cuando fuera necesario, y a la reconciliación con los blancos en su conjunto. La voluntad y conveniencia estratégica de incluir y gobernar también para los antiguos enemigos estuvo presente en el discurso de Mandela desde el principio. Si Mohamed Morsi se hubiera inspirado en este ejemplo, Egipto no estaría hoy donde está.

Tres décadas más tarde, después de haber comprobado en carne propia hasta qué punto podía llegar la crueldad y la deshumanización de sus cancerberos (aunque también desarrolló vínculos de respeto y afecto con algunos de ellos), Mandela tomó el paso decisivo de tantear el diálogo con el gobierno de Frederik de Klerk. Y lo hizo a espaldas de sus compañeros de partido más íntimos, a sabiendas de que no lo aprobarían. El gran defensor de la toma de decisiones colegiadas y del consenso en el ANC daba el paso crucial en solitario, a escondidas y sin consultarlo con nadie. Podría haber generado un cisma y haberse visto relegado al ostracismo en su grupo, pero la historia le dio la razón y este gesto quedará como un ejemplo de valentía de alguien dispuesto a quemarse para avanzar su causa.

Esta capacidad de empujar lo deseable hasta el límite de lo posible también se manifestó durante el periodo de negociación de lo que iba a ser la transición. No hizo concesión alguna sobre el modelo a poner en práctica desde su liberación hasta las elecciones de 1994, un periodo de violencia extrema en el que el país estuvo al borde de dos guerras civiles: una de blancos contra negros, estimulada desde los sectores blancos más radicales y algunos elementos de las fuerzas de seguridad; y otra de xhosas (el grupo étnico de Mandela y mayoritario en Suráfrica) contra zulúes, tentados estos por un modelo en el que se beneficiarían de un régimen especial con privilegios para su etnia, su rey y su territorio. El partido zulú, Inkatha Freedom Party (IFP), amenazó con boicotear el proceso electoral si sus aspiraciones no eran satisfechas pero, una vez más, Mandela mantuvo el pulso y no cedió, a pesar del riesgo de un baño de sangre. Solo una semana antes de las elecciones, cuando las papeletas de voto ya estaban impresas, el IFP aceptó participar como un partido político más, obligando a añadir unas pegatinas con sus siglas sobre unas papeletas ya de por sí difíciles de entender para un electorado en gran parte analfabeto y que nunca había ejercido el derecho al voto.

 

«El pragmatismo bien intencionado de Mandela se reflejó también en la vertiente más ideológica de su doctrina: la economía»

 

El pragmatismo bien intencionado de Mandela se reflejó también en la vertiente más ideológica de su doctrina: la economía. En origen, Mandela no propuso postulados detallados, más allá del objetivo de sacar de la pobreza a los surafricanos, avanzar hacia el desarrollo y propiciar una distribución más justa de la riqueza y de la propiedad. Su cercanía con los países comunistas y con el Partido Comunista de Suráfrica era resultado de su apoyo y colaboración en la lucha contra el apartheid, más que de la sinergia ideológica. Esto no impidió que en gran parte de Occidente se le considerara un peligroso comunista y generara un rechazo acérrimo. Cierto, simpatizó con la idea de las nacionalizaciones –“Como en la Constitución alemana”, decía, “para ejercerse cuando sea necesario”–, pero parece que más como mecanismo para establecer un mínimo equilibrio en el acceso a los recursos entre negros y blancos (quienes se habían beneficiado de nacionalizaciones nepotistas en el pasado) que como el sistema ideal para crear riqueza. Ante las acusaciones recibidas, Mandela explicó, no sin ironía: “La Carta de la Libertad [promovida por el ANC desde 1955] no [era] una receta para el socialismo. En lo que se refiere a los africanos, [era] más bien una receta para el capitalismo, ya que los africanos tendrían la oportunidad que nunca antes tuvieron de poseer propiedades donde quisieran, y el capitalismo florecería entre ellos como nunca anteriormente”. Según anotó en sus diarios, fue en el Foro Económico Mundial de Davos, en 1992, cuando, tras intercambiar ideas con empresarios, banqueros y líderes de países socialistas en procesos de transformación, cambió de manera definitiva su posición y reconoció como prioridad la necesidad de crear un entorno económico que diera confianza a los inversores.

En política exterior, Mandela también mantuvo una línea intermedia y centrada frente a las virtudes y pecados de Occidente. A pesar de haber sido recibido como un héroe en Estados Unidos, no olvidó a los que apoyaron la lucha contra el apartheid en los tiempos duros, ya fuera bona fide o no, entre los que se encontraban algunas de las bestias negras de los americanos: Cuba, Irán y la Libia de Muamar el Gadafi. Denunció la hipocresía de Occidente y su forma de interactuar con los países y pueblos en desarrollo; y criticó con dureza el papel de EE UU como policía del mundo (llegó a tensar la cuerda al límite al realizar una visita de Estado a Libia en 1997, y se negó a recibir a George W. Bush en 2003 por su desacuerdo con la invasión de Irak). También supo tomar partido de manera clara en asuntos africanos apoyando, por ejemplo, a Joseph Kabila frente a los protegidos de Reino Unido y EE UU –Uganda y Ruanda–, o distanciarse de antiguos aliados como Robert Mugabe, cuyo comportamiento de incitación al odio racial no aprobaba.

 

La democracia posible en todas las sociedades

Mandela ha realizado una gran contribución no solo a la igualdad interracial, sino al avance de la democracia en África y en el mundo. Gracias a la transición democrática surafricana hoy es posible rebatir muchos de los argumentos en los que se atrincheran las autocracias, y con los que justifican la merma de libertades y derechos políticos. Estos argumentos se basan por lo general en las características específicas de sus sociedades y su comparación con las sociedades de las democracias asentadas, en un intento de justificar empíricamente por qué una sociedad no puede asumir el cambio democrático pleno o por qué el ritmo del cambio debe ser tan lento que, para cuando concluya, ya estaremos todos muertos.

En general estos argumentos, que también se escucharon en España en los años setenta y ochenta, pertenecen a alguno o a varios de los siguientes grupos: a) económicos: es necesario un nivel de renta mínimo para que la democracia pueda existir; b) históricos y culturales: no existe tradición democrática; c) políticos: existe una historia de enfrentamiento civil o guerra contra otro país; y d) religiosos. Pues bien, todas estas razones para el fracaso democrático, a excepción tal vez del argumento religioso, estaban presentes en la Suráfrica de la transición: mucha población viviendo en la pobreza, inexistencia de una historia democrática (salvo que se quiera interpretar que la democracia solo para blancos lo era) y enfrentamiento armado entre razas y, dentro de estas, entre etnias. Y sin embargo funcionó.

 

«Suelen ser los líderes que más se llenan la boca de amor por su país quienes menos hacen para asegurarle un mejor futuro»

 

Mandela demostró que era posible un gobierno civilizado y moderno por encima de todos los obstáculos. Pero su propio éxito, probablemente a su pesar, está siendo utilizado precisamente para intentar demostrar lo contrario: que procesos políticos tan delicados solo pueden funcionar si son conducidos por líderes de su talla, con similar claridad de ideas, capacidad para aguantar la adversidad, generosidad, capacidad de perdón, pero también firmeza, estrategia y mano dura cuando sea necesaria y, sobre todo, capacidad de entrega total a la causa de su país. Al mencionar el ejemplo surafricano como modelo, o más bien como demostración, para países estancados en el desarrollo de su potencial democrático, es frecuente escuchar la voz del cinismo generalizado de la “comunidad internacional”, en especial en su manifestación gubernamental e intergubernamental, diciendo que para llevarlo a la práctica es necesario un Mandela y, por tanto, no es aplicable. Esto no es del todo cierto. A pesar del papel central del líder del ANC, el éxito surafricano es también atribuible a De Klerk, a cientos de militantes y seguidores del ANC, del Partido Comunista de Suráfrica y del Partido Nacional (NP) que moderaron sus posiciones, controlaron sus miedos y renunciaron a demandas maximalistas; a miles de miembros de la policía y el ejército surafricanos; a personajes como Desmond Tutu y a millones de surafricanos negros, blancos, indios y mestizos que aguantaron el periodo de incertidumbre sin dejarse arrastrar por la voz de los extremistas. Ese capital social de buena fe, esperanza y voluntad de dar el salto es probablemente el ingrediente más valioso y el que también está presente en muchos de los países que esperan a que sus líderes se atrevan a usarlo, antes de que, como hemos visto durante la última década, la radicalización se instale en la sociedad.

Paradójicamente, suelen ser los líderes que más se llenan la boca de amor por su país quienes menos hacen para asegurarle un mejor futuro. Si no fuera así, harían como el presidente Mandela: todo lo posible para no convertirse en imprescindibles, para gobernar también para los ciudadanos que no le apoyan, y para tratar de garantizar un futuro estable en su ausencia, en lugar de construir una base para su poder político que haga inevitable una situación traumática a medio plazo y posponga, o arruine, la posibilidad de una verdadera transición democrática. Desde Kazajstán hasta Zimbabue, la lista de países donde se da este fenómeno supera la veintena e incluye varias monarquías.

Antes de ser presidente, Mandela se resistió a ser el candidato del ANC. Accedió con la garantía de que su ejercicio del poder se haría en consonancia con los principios de liderazgo colectivo que inspiraban al partido. Una vez presidente, pudiendo perpetuarse en el poder por mayoría aplastante hasta el final de sus días, e incluso teniendo la posibilidad de instalar a su familia a imagen y semejanza de otros padres de la patria, Mandela se retiró después de un primer mandato, habiendo creado las condiciones para una sucesión tranquila y, simplemente, se mantuvo disponible por si podía ayudar. Su país seguro que se lo agradece. Puede que algunos de sus familiares no.

 

A la espera de un Mandela

La Suráfrica de hoy está lejos de ser un país exento de problemas: pobreza, sida, corrupción, criminalidad, desigual distribución de la riqueza, son solo algunos de los problemas que persisten o se agravan. Pero esto ya se sabía antes del cambio. Como se sabía que la ilusión de muchos negros por una transformación inmediata de sus condiciones de vida se vería frustrada. La democracia no hace milagros. Pero el país tuvo la suerte de tomar el único rumbo adecuado para un futuro de normalización política antes de que fuera demasiado tarde, antes de que los insatisfechos se radicalizaran tanto que hicieran imposible el cambio pacífico. Hemos visto como Egipto, Siria, Libia o Argelia no han tenido tanta fortuna. Hoy una larga lista de países agota el capital social que les permitiría el cambio democrático ordenado y pacífico. Esperan a su Mandela.