POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 74

Ruinas en Grozni, Chechenia, el 25 de septiembre de 2000. ANTOINE GYORI/GETTY

La Rusia de Vladimir Putin

El ascenso de Putin responde a una cuidadosa estrategia política. El nuevo presidente es la punta de lanza de una operación dirigida a reconstruir el Estado ruso sobre bases autoritarias. La guerra de Chechenia es un elemento clave en esa dirección.
Sergei Kovalev
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En 1997 publiqué un artículo en el que trataba de extraer algunas conclusiones sobre la guerra de Chechenia de 1994-96. En Moscú, los presidentes ruso y checheno acababan de firmar un pacto que rechazaba la amenaza o el uso de la fuerza y postergaba hasta el año 2001 una solución final a sus relaciones. Me pareció que la guerra, por fin, había terminado y que había llegado el momento de resumir los recientes acontecimientos.

Estaba terriblemente equivocado. En aquel momento, nadie, ni en la peor de sus pesadillas, podía imaginar que había políticos en Rusia que proseguirían la guerra de Chechenia a una escala aún mayor que antes. Era todavía más difícil imaginar que no sólo contaría con el apoyo de la población rusa, sino que tendría unos dividendos políticos sin precedentes para los líderes responsables del conflicto; especialmente para Vladimir Putin, que debe en gran medida el ascenso a la presidencia de Rusia a su respaldo a la guerra.

Para entender esta transformación, piensen por un momento que, por ejemplo, el presidente de Estados Unidos hubiese reanudado la guerra de Vietnam en 1978. Y que dicha acción hubiese sido aplaudida por todos los norteamericanos, desde los mineros y granjeros, a los profesores y estudiantes universitarios. ¿Inconcebible? Por supuesto. Sin embargo, esto es precisamente lo que ha sucedido en Rusia.

En primer lugar, debe quedar claro que gran parte de la culpa de lo ocurrido la tienen el pueblo checheno y sus líderes. Durante los primeros meses, después de que cesaran las acciones militares en 1996, parecía que había una oportunidad para establecer un régimen democrático que actuara de acuerdo con el imperio de la ley en la Chechenia de posguerra . Si eso hubiera sucedido no habría importado que la república caucásica siguiera perteneciendo o no a la Federación Rusa. En enero de 1997, Aslan Maskhadov fue elegido presidente de Chechenia. Era un político moderado y responsable, un hombre que prefería un modelo secular de desarrollo a un Estado islámico.

Pero ya entonces preocupaba el comportamiento de los chechenos. La extorsión y la violencia contra la población local de habla rusa, que incluía secuestros o esclavitud, no cesaron con el final de la guerra sino que, por el contrario, se multiplicaron. Las nuevas autoridades chechenas no hicieron ningún intento por detener las actividades delictivas, aunque en un territorio tan pequeño como Chechenia –con apenas un millón de habitantes– todos sabían qué antiguos colegas de Maskhadov estaban haciendo dinero con el tráfico de esclavos, dónde se encontraban los secuestrados, cómo se obtenía el rescate, etcétera. A pesar de esto, después de cada secuestro de un personaje famoso, el presidente de Chechenia hacía una declaración pública en la que calificaba los hechos, en unos términos vagos y poco convincentes, “de provocaciones del servicio secreto ruso”. No se hacían esfuerzos por rescatar a los prisioneros y tampoco por localizar o castigar a los organizadores de tales actos.

El secuestro de numerosos periodistas fue especialmente indignante. Eran profesionales que durante dos años, y poniendo su vida en peligro, le habían contado a Rusia y al mundo la verdad sobre la última guerra. Los chechenos les debían tanto por la paz como a las victorias militares de las milicias chechenas. El resultado no tardó en hacerse sentir: los corresponsales dejaron de viajar a Chechenia y entre los periodistas rusos se creó una actitud nueva y opuesta hacia la república. Por eso, resulta difícil reprocharles su hostilidad hacia Chechenia.

 

«Piensen por un momento que, por ejemplo, el presidente de EEUU hubiese reanudado la guerra de Vietnam en 1978, aplaudido por todos los norteamericanos, desde los mineros y granjeros, a los profesores y estudiantes universitarios. Esto es precisamente lo que ha sucedido en Rusia con Chechenia»

 

Posteriormente, las reglas de la ley islámica fueron introducidas en Chechenia de una forma particularmente brusca, incluyendo el castigo corporal, la amputación de miembros y la retransmisión de ejecuciones públicas por parte de la televisión local. Todo esto llevó a los que simpatizaban con Chechenia a dudar de la sinceridad de las intenciones de Maskhadov en su defensa de la naturaleza secular del Estado –intenciones que, por cierto, nunca declaró públicamente–.

Los temores que expresé sobre el futuro de Chechenia en mi artículo de 1997 resultaron, por desgracia, estar bien fundados. Durante los últimos tres años, el presidente y el gobierno chechenos no han mostrado ninguna disposición a tomar medidas para establecer el orden en la república. Las razones son obvias: temían que su primer paso en firme condujera a un levantamiento y a la guerra civil. Pero la indecisión de Maskhadov propició el peor resultado posible: casi una pérdida total del control del país y el traspaso del poder a manos de los denominados “comandantes de campo”, entre los cuales se encuentran personajes como los traficantes de esclavos Arbi Barayev y Ruslan Khaikhoroyev, los terroristas Salman Raduyev y Shamil Basayev y el fanático islamista jordano Khattab, que muchos aseguran que es un aliado de Osama bin Laden. Los últimos vestigios del sistema de autoridad estatal desaparecieron en la confrontación entre el gobierno y estos comandantes.

En otras palabras, la república Chechena de Ichkeria nunca llegó a existir, ni siquiera como república islámica. En su lugar, se formó un agujero negro en el mapamundi, en el cual gente con barba conduciendo camiones Kamaz y portando Kaláshnikov bajaba de cuando en cuando a las regiones vecinas de Rusia. Algunas veces se apoderaban de ganado, otras de personas, y desaparecían. Nadie sabe con exactitud qué sucedió realmente dentro del territorio checheno.

Lo que sí sabemos es que Basayev y Khattab organizaron el pasado agosto una “cruzada de liberación” en la vecina Daguestán. Al parecer se veían a sí mismos, al igual que los otros comandantes de las unidades chechenas que invadieron Daguestán como “guerreros internacionalistas de Alá”. Che Guevaras islamistas, se podría decir. Tenían la certeza de que los creyentes del otro lado de la frontera les recibirían con los brazos abiertos. Estaban equivocados: los daguestanos los esperaron con armas. Incluso algunos chechenos ­–tanto en Daguestán como, al parecer, en las regiones fronterizas de la propia Chechenia– intentaron detener la incursión. Eran conscientes de cuáles serían las consecuencias. “Tendréis que pasar por encima de nuestro cadáver”, dijeron a la gente de Basayev y Khattab. “Eso no es problema”, replicaron los guerreros de Alá. Así, las patrullas rurales chechenas de las regiones fronterizas les dejaron pasar.

Creo que no tengo derecho a juzgar a pacíficos campesinos que se rindieron a asesinos islamistas armados hasta los dientes. Pero pienso que, de haber conocido todas las repercusiones de la aventura de Daguestán, muchos de ellos habrían preferido arriesgarse a morir antes que dejar que los islamistas cruzaran la frontera. Si el presidente Maskhadov hubiera previsto todas las consecuencias (y era su deber hacerlo), habría hecho todo lo posible para impedir una incursión en Rusia desde el territorio de Chechenia, incluso a riesgo de desencadenar una guerra civil.

En Daguestán, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra mundial, el ejército ruso llevó a cabo una auténtica misión de liberación y protegió a los habitantes de esa república de un ataque exterior. Pero el ejército hizo un mal trabajo: sufrió bajas por el fuego de su artillería y de sus ataques aéreos. Durante semanas no pudo tomar pequeñas aldeas que habían sido ocupadas por Basayev y Khattab; y no advirtió a la población sobre la inminente utilización de la artillería y los bombardeos. Las tropas rusas se dedicaron al pillaje y emplearon la violencia en las zonas liberadas aunque, en comparación con la anterior guerra, su conducta fue bastante moderada. Al final, sin embargo, el ejército cumplió su misión. Algunos de los invasores islamistas fueron dispersados; otros fueron obligados a retroceder hacia Chechenia.

 

Cinismo de la política rusa

Al parecer, en ese momento nació una idea monstruosa en las mentes de los generales y políticos de Moscú: aprovechar el impulso de la victoria de Daguestán para desatar una nueva guerra con Chechenia.

Es fácil entender qué querían los generales: vengarse por su humillante derrota en la guerra anterior. Los motivos de los políticos son bastante más complejos. Recientemente traté de explicar algunos de ellos en el periódico berlinés Die Welt: “Para los políticos rusos reaccionarios la reanudación de la guerra es también una forma de venganza contra los viles liberales y los ‘bocazas irresponsables’ que en 1994-96 pusieron a la opinión pública en contra de la sangrienta demostración del poderío del Estado ruso”.

Me temo que esta interpretación era demasiado simplista. Subestimé el nivel de cinismo de la política rusa. Por supuesto, a los “políticos rusos reaccionarios” –partidarios de los grupos patriótico-nacionalistas y de varias facciones del Partido Comunista– les habría encantado deshacerse de los “viles liberales”, así como del decrépito zar del Kremlin que autorizó el acuerdo de alto el fuego en la ciudad de Khasavyurt, el 31 de agosto de 1996, y firmó el pacto en Moscú, en mayo de 1997. Pero no se les presentó la oportunidad de hacerlo.

La nueva guerra de Chechenia fue utilizada como munición política por algunas personas, sobre todo por Vladimir Putin y otras próximas al Kremlin. En el momento álgido de las acciones militares en Daguestán el verano pasado, Yeltsin destituyó al primer ministro Stepashin y lo reemplazó por Putin. Es más, el presidente lo nombró su “heredero para el año 2000”, un anuncio que en su momento sólo provocó risas. Ciertamente parecía ridículo. En primer lugar, ¿cómo era posible que el entonces presidente pudiese “nombrar” al futuro presidente? ¿Acaso vivíamos en Haití o en algún país parecido?

Además, Putin –un hombre con un perfil profesional bajo, previamente director del FSB (la organización que sucedió al KGB)– era virtualmente un desconocido para la opinión pública. Parecía que no tenía la más mínima posibilidad de ganar en una campaña frente a políticos tan experimentados como Evgeni Primakov, ex primer ministro; Yuri Luzhkov, alcalde de Moscú; o Gennadi Ziuganov, líder del Partido Comunista Ruso. En tercer lugar, después de la crisis financiera de agosto de 1998, la propia reputación de Yeltsin era tal que su apoyo público a cualquier candidato parecía significar el desastre para la persona que lo recibiera.

Putin, sin embargo, no parecía inmutarse. Sin que le temblara el pulso, confirmó que tenía la intención de competir por la presidencia, pero que en aquel momento lo más importante era la guerra en Daguestán. Esto impresionó a la opinión pública y, de hecho, parecía un criterio correcto. ¿Acaso podía haber algo más importante para el gobierno que acciones militares en su propio territorio?

Después de que las fuerzas chechenas abandonaran Daguestán y regresaran a Chechenia en agosto, Putin anunció que la situación en la república no podía tolerarse por más tiempo –lo cual era cierto–. El gobierno no debía detenerse; tenía que atacar las bases de los chechenos, “incluso si están en el territorio de Chechenia”. (Esta lógica también es comprensible, pero se olvida de un problema fundamental: ¿cómo se distingue una base terrorista de una aldea chechena?)

 

«La única manera de que Putin lograra una victoria sobre sus competidores de Moscú era obtener un triunfo militar»

 

Putin comenzó a enviar tropas a las fronteras de la república caucásica. Muchos se tomaron sus palabras y acciones como una simple demostración de poder militar en beneficio de Maskhadov y los otros líderes chechenos; una acción destinada a obligarles a pasar, por fin, de la mera condena verbal de los extremistas islámicos a emprender acciones contra ellos. Sin embargo, los observadores más perspicaces entendieron sus verdaderas intenciones: el nuevo primer ministro no iba a limitarse a las amenazas. Nunca intentó siquiera iniciar contactos con el gobierno legítimo de Chechenia. No consideró necesario dar a Maskhadov un ultimátum. Quería la guerra y resulta claro por qué la quería.

Las elecciones parlamentarias iban a tener lugar en tres meses y medio: serían un ensayo general de las presidenciales de junio del 2000. Era probable que el movimiento llamado Patria Toda Rusia (integrado en gran parte por antiguos gestores de empresas soviéticas y poderosos jefes regionales), que se oponía a Yeltsin y al establishment del Kremlin, consiguiese una victoria significativa en estas elecciones. Y el recientemente ungido candidato presidencial competiría con los líderes de este movimiento, los políticos más populares del país: Luzhkov y Primakov.

La única manera de que Putin lograra una victoria sobre sus competidores de Moscú era obtener un triunfo militar. Y Daguestán no era suficiente. Pero ¿apoyaría la opinión pública nuevas acciones militares en el Cáucaso? Después de todo, solamente habían transcurrido tres años desde que la población rusa expresara su alivio cuando se suscribió el acuerdo de Khasavyurt en 1996. Pero también era cierto que, desde entonces, los chechenos habían hecho mucho para socavar toda compresión rusa hacia ellos. No obstante, ni siquiera la incursión armada en Daguestán había fortalecido suficientemente el sentimiento antichecheno de la sociedad rusa como para que ésta aprobara una nueva aventura militar. A finales de agosto, las perspectivas de un apoyo popular a una nueva campaña en Chechenia parecían más que dudosas.

Putin actuaba con cautela. Anunció que el gobierno estaba hablando únicamente de cerrar la frontera con la república. (Mentía, por supuesto; sólo dos semanas después empezó una invasión a gran escala, y este tipo de operaciones no se puede planificar en tan poco tiempo.) Luego dijo que, para garantizar la seguridad de las tropas, tendrían que ocupar unas pocas –sólo unas pocas– zonas altas en territorio checheno. Desde luego, ni que decir tiene que nadie estaba hablando realmente de una guerra. ¡Dios nos libre! El gobierno trataba de garantizar la seguridad de las regiones vecinas.

Entonces, en septiembre, unas bombas desgarraron Moscú y Volgodonsk: unas explosiones en unos edificios de apartamentos que mataron a más de doscientas personas. Estos atentados fueron cruciales para el desarrollo de los acontecimientos. Tras la conmoción inicial, Rusia era un país diferente, en el que casi nadie se atrevía a hablar de una solución pacífica y política a la crisis con Chechenia. ¿Cómo –se preguntaban– es posible negociar con gente que asesina a niños en sus camas por la noche? ¡La guerra y sólo la guerra es la solución! Lo que queremos –tal era la retórica de muchos políticos, incluyendo a Vladimir Putin– es el implacable exterminio del adversario allí donde esté, con independencia de las bajas, sin que importe cuántos civiles desarmados mueran en el proceso, cuántos soldados rusos deban perder la vida por una victoria militar, con tal de que destruyamos el avispero de los terroristas de una vez por todas. No importa lo más mínimo quién sea este adversario: los Basayev o Khattab, la guardia de elite del presidente Maskhadov (que no tenían nada que ver con la incursión en Daguestán ni, desde luego, con los atentados en las ciudades rusas) o un miembro de una milicia local que esté defendiendo a sus conciudadanos de las tropas rusas que repentinamente se abalanzaban sobre ellos.

Los políticos rusos comenzaron a utilizar un nuevo lenguaje: el del mundo criminal. Putin fue el primero en legitimar esta nueva forma de expresarse al anunciar públicamente que “les enterraríamos en su propia mierda”. Fue después de decir eso cuando el hoy presidente empezó a subir en las encuestas de manera astronómica: por fin, había un “tipo duro” al timón.

Los viejos términos adoptaron un nuevo significado. Así, la palabra “terrorista” rápidamente dejó de referirse a alguien que pertenece a un grupo clandestino cuyo objetivo es el asesinato político: pasó a querer decir “un checheno armado”, en cualquier lugar. La información militar sobre Chechenia lo expresaba claramente: “Un grupo de tres mil terroristas se ha rendido en Gudermes”; “Dos mil quinientos terroristas fueron liquidados en Shali”. Y la propia guerra pasó a llamarse “la operación especial antiterrorista de las tropas rusas”.

 

«Hoy día los defensores de los derechos humanos están considerados como los principales enemigos internos del país»

 

El otoño pasado tuvo lugar en Moscú una gran redada entre personas procedentes de esa región del Cáucaso. El acoso aún continúa. Se hablaba de crear “puntos de retención temporal” en los suburbios de Moscú “para los individuos que viviesen en la capital sin una documentación apropiada”; esto es, para los procedentes del Cáucaso que no tienen suficiente dinero para comprar a la policía. Al parecer, estos puntos de retención temporal, en términos más simples campos de internamiento, no llegaron a establecerse, aunque la intención de hacerlo era de por sí reveladora. Pero, salvo unos pocos defensores de los derechos humanos, nadie se escandalizó por estas ideas.

La posición de los defensores de los derechos humanos cambió y su trabajo adquirió un nuevo significado. Hoy en día están considerados como los principales enemigos internos del país, una “quinta columna” respaldada por las fundaciones occidentales (léase servicios secretos) que está efectuando actividades subversivas contra Rusia. Se ha publicado una serie de artículos sobre este asunto, y no ha sido un diario patriota-nacionalista-amarillista el que lo ha hecho, sino nada menos que uno de los portavoces de la prensa libre de Rusia, la Nezavisimaya Gazeta.

Resulta que las ONG y la prensa “no patriota” son las culpables de haber propiciado la derrota del ejército ruso en la anterior guerra de Chechenia, ya que sus informaciones habrían despertado la compasión nacional e internacional por los sufrimientos del pueblo checheno y, por tanto, confundieron a la opinión pública. Por cierto, nadie acusa ni a las ONG ni a la prensa de haber hecho circular información falsa o sesgada, sino de informar objetivamente de los acontecimientos.

Los generales han establecido un bloqueo informativo sin precedentes alrededor de Chechenia. Se han filtrado algunos testimonios sobre los horrores cometidos por las tropas rusas, tales como el asesinato de civiles en la zona del conflicto militar y en los “territorios liberados”. Estas informaciones deben investigarse. Aunque no puedo confirmarlas, por desgracia tampoco tengo motivos para no creerlas. Lo cierto es que los generales no tuvieron que establecer ningún bloqueo informativo: cuando las informaciones sobre la destrucción y las bajas entre los pacíficos habitantes de la sitiada Grozni consiguen llegar a la pantalla del televisor, ya no provocan repulsa en la audiencia rusa.

El actual estado psicológico en Rusia se puede resumir con tres palabras: “histeria de guerra”. Por supuesto, los atentados en los edificios de apartamentos no han sido el único factor que la ha causado. Antes de que empezara la reciente ola de violencia, la opinión pública rusa estaba psicológicamente preparada para apoyar duras medidas del gobierno, con independencia de cuáles fueran o contra quién se dirigieran. Lo que ha sucedido es lo que se vaticinó hace algún tiempo: la sociedad siente nostalgia de la mano dura.

 

Pérdida de fe en la democracia

En mi artículo de 1997, afirmaba que la victoria militar de Chechenia, que dio al país una independencia de hecho, podría conducir efectivamente a la pérdida de la libertad de esa república. Pero también sostenía que la derrota militar de Rusia podría convertirse en una bendición oculta, que diera un nuevo impulso al esfuerzo para llevar a cabo reformas que se habían estancado, y pudiera conducir al país hacia la democracia y la libertad. En lo que respecta a Chechenia, mis temores estaban justificados; en lo concerniente a Rusia, mis esperanzas no se hicieron realidad.

No fue sólo la economía rusa la que sufrió por la crisis financiera de 1998. Con un alcance aún mayor, los escándalos políticos que acompañaron a la crisis minaron la fe de la población en la posibilidad y la conveniencia de la democracia política y de la libertad social en Rusia. Para muchos el fracaso económico y político de las reformas de Yeltsin produjo la desilusión sobre los ideales del liberalismo occidentales. Después de todo, durante muchos años se había asegurado a la población que las reformas se ajustaban al modelo occidental.

El primer síntoma de cambio en la sociedad fue la explosión de sentimientos antioccidentales durante la guerra de los Balcanes. Ésta no tenía nada que ver con la solidaridad eslava u ortodoxa con los serbios, tampoco con la violación del Derecho internacional por parte de la OTAN. Era una cuestión diferente. Los rusos se sentían definitivamente desenamorados del objeto de su súbito y profundo capricho de hace diez años: de Occidente y todo lo asociado a él, incluidos los conceptos de democracia, libertad y derechos humanos.

Resulta extraño que en Rusia muchas personas consideren que detrás del actual desastre del Cáucaso está la “intriga occidental”, y que sean incapaces de darse cuenta de lo absurdo que es suponer que las naciones occidentales, en concreto Estados Unidos, estarían apoyando a sus enemigos declarados –los terroristas islámicos–. Las denuncias de Europa y Estados Unidos sobre las crueldades de la guerra son percibidas como una confirmación de los “sentimientos antirrusos” de Occidente. A las protestas de los occidentales no se les reconoce el menor grado de sinceridad.

 

«Es bastante probable que dichos temores hayan llevado al Kremlin a considerar un plan para propiciar una modernización autoritaria del paralizado régimen de Yeltsin»

 

Pero los sentimientos negativos de la población rusa han estado dirigidos en su mayoría contra la actual situación en Rusia, que ha sido acertadamente identificado con las maquinaciones políticas de la era Yeltsin y –del todo erróneamente– con los valores de la democracia liberal.

Se podría esperar que esta situación desembocara en la restauración del antiguo régimen, según la concepción de Ziuganov, o en una semi-restauración, según la concepción de Primakov. Es bastante probable que dichos temores hayan llevado al Kremlin (y tal vez a otros) a considerar un plan para propiciar una modernización autoritaria del paralizado régimen de Yeltsin. Estoy casi seguro de que la versión final de este plan había sido elaborada a mediados del verano. El factor clave no era, por supuesto, el plan mismo, sino el estado de ánimo que lo hacía factible, el cual podría resumirse en la siguiente fórmula: “No queremos retornar al comunismo, pero estamos hartos de vuestra democracia, de vuestra libertad, de vuestros derechos humanos. Lo que queremos es orden”.

Los directores del drama que se estaba escribiendo ya habían elegido a un actor para interpretar el papel principal. No importaba que éste nunca fuese comparado con Napoleón o Cromwell, ya fuera por sus dotes administrativas, políticas o incluso por su dureza. La población rusa estaba preparada para aceptar como evidencia de dureza unas declaraciones histéricamente agresivas en televisión y algunas imágenes de Grozni destruida por las bombas y la artillería.

Como testimonio de la aceptación popular está el sorprendente avance que el movimiento denominado Unidad –rápidamente organizado “para apoyar al primer ministro”– experimentó en las elecciones parlamentarias de diciembre. Unidad, también conocido como El Oso, obtuvo un veintitrés por cien de los votos.1 Para un grupo político que ni siquiera existía a finales del verano, que concurrió a las elecciones sin ningún programa político, económico o social, con un único eslogan “apoyamos a Putin” y cuyos líderes eran desconocidos, ese resultado no fue simplemente una buena presentación, sino un éxito arrollador.

 

El plan de Yeltsin

Tras las elecciones llegó el momento de representar el último acto de la obra. Tengo el convencimiento de que la dimisión de Yeltsin, el 31 de diciembre de 1999, era parte del plan mencionado. Lo importante no es sólo que su dimisión haya empujado a los rivales de Putin a una campaña electoral breve, dándole a éste la oportunidad de utilizar al máximo su actual popularidad antes de las elecciones de marzo. Ha sido, también, un gesto comprensible para las masas: el nuevo líder está ahora libre del estigma de ser un “yeltsinista”, lo cual habría sido casi inevitable si hubiera concurrido a la carrera presidencial como primer ministro de Yeltsin. Ahora puede aparecer ante el electorado libre de los pecados del régimen político previo, impopular durante muchos años y que se destruyó a sí mismo después de agosto de 1998.

En la mente de las masas, Putin, el político joven y decidido contrasta con el anciano Primakov y el retrógrado Ziuganov, así como con su frágil predecesor. La opinión pública está siendo gradual pero persistentemente alentada a ver la presidencia de Putin como una alternativa tanto a la restauración comunista como a la incompetencia de los “demócratas”. (Desde luego, el régimen de Yeltsin de los últimos años solamente podría considerarse democrático estirando mucho la imaginación, pero la mayoría de los votantes rusos asocia a los “demócratas” con Yeltsin.)

Todo parece indicar que la campaña chechena continuará por lo menos hasta marzo, cuando Vladimir Putin se habrá convertido –con casi absoluta certeza– en el segundo presidente de Rusia. Antes de la guerra no tenía la más mínima posibilidad de ser elegido.

 

«La historia de las explosiones es oscura, pero no hay ninguna razón para creer –como algunos hacen en Rusia y en otros países– que fueron obra del servicio secreto ruso»

 

No estoy afirmando que Putin organizara deliberadamente los atentados de septiembre a fin de tener una excusa para empezar la guerra. La historia de las explosiones es oscura, pero no hay ninguna razón para creer –como algunos hacen en Rusia y en otros países– que fueron obra del servicio secreto ruso. Con franqueza, creo que los comentaristas occidentales tienden a exagerar el poder y la profesionalidad del KGB y sus sucesores. Mi experiencia con el servicio de inteligencia durante muchas décadas, me ha demostrado que no dispone de gente lo suficientemente cualificada y decidida para llevar a cabo semejante acción.

Sin embargo, es cierto que el mundo del terrorismo y el de los servicios secretos no están separados por un muro infranqueable que les impide fundirse en un único paisaje. La provocación de la policía puede adoptar formas diferentes; por ejemplo, puede no actuar cuando recibe información amenazadora si hay alguien que cree que la inacción se corresponde mejor con los deseos tácitos de “los de arriba”.

En cualquier caso, la presunción de inocencia ampara a los chechenos y al servicio secreto ruso. De hecho, después de tres meses y medio, cada vez más gente reconoce que la versión que atribuye la autoría de los atentados al terrorismo checheno no ha sido confirmada con la más mínima prueba. Al menos, todavía no se ha presentado a la opinión pública ninguna evidencia, directa o indirecta, que sustente la afirmación de que los terroristas se encontrarán siguiendo “la pista chechena”. Lo poco que se sabe acerca de los sospechosos indica que es probable que sea una pista falsa: los individuos en cuestión no serían, ni siquiera, de etnia chechena. Pero la falta de evidencias no impide que la población continúe respaldando con entusiasmo las acciones del gobierno en el Cáucaso. Los atentados solamente eran necesarios como excusa inicial para emprender dichas acciones.

Aunque no creo que Putin fabricara este pretexto, no dudo de que cínica y vergonzosamente lo usó y de que la guerra fue planeada de antemano, no sólo en el cuartel general del ejército ruso, también, como he señalado, en alguna sede central política.

¿En cuál de ellas? Es una pregunta que incluso resulta desagradable. Estos planes no llevan el sello de la vieja generación comunista o de los más jóvenes y fanáticos partidarios del Gran Estado Ruso, cuya influencia reaccionaria sobre la vida del país tanto temí en su momento. En cambio, se corresponden con el estilo atrevido, dinámico y profundamente mezquino de una nueva generación política. Es improbable que, después de marzo, el presidente Putin resucite el poder soviético o los arcaicos mitos del Estado ruso. Es más probable que ponga en marcha un sistema con una larga tradición en la historia occidental, pero que es del todo nuevo en Rusia: un régimen autoritario-policiaco con las características formales de la democracia y que trate de llevar a cabo reformas que conduzcan a una economía de mercado. Puede que este régimen sea manifiestamente anticomunista, pero no es inconcebible que los comunistas sean tolerados mientras no “interfieran”. Sin embargo, la vida no será fácil para la joven sociedad civil rusa.

Los llamados derechistas (esto es, la Unión de Fuerzas de la Derecha2, que incluye a mi propio partido, la Opción Democrática de Rusia), había anunciado su apoyo a la candidatura de Putin para las elecciones presidenciales antes de que Yeltsin dimitiera. El hecho de que la Unión de Fuerzas de la Derecha pasara la barrera del cinco por cien en las elecciones parlamentarias –un logro más que dudoso hace sólo un par de meses– se debe, en gran medida, al hecho de que varios de sus líderes, incluyendo a reformistas como Anatoli Chubais y Serguéi Kiriyenko, apoyaron públicamente a Putin y a la guerra.

 

«La novedad esta vez es que toda la sociedad rusa está preparada para perpetrar un genocidio. La crueldad y la violencia ya no son rechazadas»

 

Por su parte, Putin no esconde sus simpatías por los derechistas, su interés en su programa económico y, particularmente, el deseo de que Anatoli Chubais trabaje en su próxima campaña electoral. (A Chubais se le atribuye gran parte del éxito de la campaña de Yeltsin de 1996.) Esto es comprensible: no se puede encontrar un programa económico en las filas de Unidad, que fue exclusivamente creada por el gobierno para introducir en la Duma sus propios diputados, elegidos a dedo. Tampoco se puede encontrar dicho programa entre los comunistas.

Por esta razón es probable que se produzca un pacto entre Putin y los derechistas. La administración Putin aceptará el programa liberal de reformas económicas en el que insisten los conservadores. Éstos se abstendrán de criticar en exceso los rasgos autoritarios y policiales del actual gobierno y, tal vez, incluso apoyen medidas policiales más severas, de la misma manera que ya han respaldado la segunda guerra de Chechenia. No hay nada nuevo bajo el sol. Algo similar sucedió en Chile durante la dictadura de Pinochet.

Éstas son, en mi opinión, las perspectivas políticas. En lo referente a la guerra de Chechenia, la victoria militar rusa resulta inevitable. El mando militar estaba firmemente decidido a no preocuparse por las bajas que pudieran producirse entre los civiles desarmados: son capaces de borrar del mapa cualquier parte de Chechenia, incluso Grozni, con tal de acabar con los terroristas. El resultado de esta victoria será, con toda probabilidad, una guerra de guerrillas, virulenta e interminable, en las montañas. Además, como es bien sabido, sólo hay una manera de acabar con las guerrillas: no hacer distinciones entre éstas y la gente desarmada que utilizan para esconderse. En otras palabras, deberá llevarse a cabo una campaña de genocidio étnico en las zonas controladas por la guerrilla.

El ejército ruso está bien preparado para este tipo de operaciones. Quedó demostrado en la guerra anterior y, más recientemente, por los hechos acaecidos en la aldea de Alkhan-Yurt, donde soldados profesionales mataron a tiros a unos cuarenta habitantes desarmados. Anuncios oficiales han confirmado que en Chechenia se están empleando bombas de vacío, unas terribles armas con capacidad para matar en un amplio radio de acción, incluso a las personas que se esconden en los refugios.

La novedad esta vez es que toda la sociedad rusa está preparada para perpetrar un genocidio. La crueldad y la violencia ya no son rechazadas. Pero, ¿está lista Rusia para una prolongada campaña terrorista en sus propios pueblos y ciudades? No tengo ninguna duda de que aunque sólo queden con vida unos pocos miles de chechenos en algún lugar tras esta guerra, se llevará a cabo una campaña terrorista, y ésta durará mucho tiempo.

En mi artículo de hace dos años y medio escribí que las visiones catastrofistas evocadas por la propaganda del gobierno para justificar la guerra en Chechenia –incluyendo la violencia y el extremismo islámico– se materializaron, de hecho, después de la guerra y a consecuencia de la misma. Hoy el pueblo ruso está siendo atemorizado con el fantasma del terrorismo checheno. ¿Qué tipo de demonio se materializará como resultado de estos nuevos conjuros? Por desgracia, la respuesta es demasiado predecible. Teniendo en cuenta nuestras tradiciones, el desarrollo de los acontecimientos hará improbable una pronta victoria de la democracia en Rusia. Me temo que es posible que algún día nos refiramos al 2000 como el año del “crepúsculo de la libertad en Rusia”.