POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 58

El secretario de Estado de Información francés, François Mitterrand, prueba uno de los tractores estadounidenses entregados como parte del Plan Marshall en abril de 1949 en Ruan, Francia/GETTY

JOYA DE ARCHIVO: Lecciones del Plan Marshall

El Plan Marshall tiene tres dimensiones cuyo significado crece a medida que pasa el tiempo. Este artículo las analiza en profundidad.
Walt W. Rostow y Roy Jenkins
 | 

 

Lecciones del Plan Marshall

Por Walt W. Rostow

 

El Plan Marshall tiene tres dimensiones cuyo significado crece a medida que pasa el tiempo. La primera es el papel que desempeñó en la creación de una economía global que evitaría los problemas que atosigaron a Occidente entre las dos guerras mundiales, incluidos los que condujeron a la “gran depresión”. Los principales eco- nomistas de Estados Unidos y Europa sentían que el desempleo elevado era el mayor de los peligros que amenazaría después de la guerra. Es más, muchos temían que algunos países se aferrarían de nuevo al proteccionismo, al ver que el mundo caía en picado en manos de los nacionalismos económicos. Con el fin de construir un sistema comercial y monetario que insuflara esperanzas en sus vidas, los planificadores norteamericanos ligaron su ayuda a la liquidación de la deuda de la guerra en que habían incurrido los países de Europa occidental con sus colonias y con otros países en vías de desarrollo.
La segunda es que el Plan Marshall contribuyó a dar forma a los acontecimientos militares y políticos de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, y a su vez fue modelado por ellos. Estos incluían la presión comunista sobre Grecia y Turquía, que condujo a la doctrina Truman en marzo de 1947 y a la propuesta más constructiva de Marshall en junio de ese mismo año; las crisis por las pérdidas de las colonias sufridas especialmente por Francia, Países Bajos y Bélgica, que perjudicaron a las economías de esos países; el bloqueo soviético de Berlín occidental y la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que brotó directamente de la extensión de la reforma de la moneda de Alemania occidental a Berlín occidental; y la guerra de Corea, que indujo a Estados Unidos a comprometer a cuatro divisiones a la OTAN, planteó el desarme de Alemania occidental y convirtió al Plan Marshall en un programa de apoyo militar.

El aspecto final es el papel desempeñado por el Plan Marshall en la promoción de la unidad europea. Los europeos se pusieron a la cabeza, pero recibieron un apoyo crítico de los dos principales partidos norteamericanos, a pesar de que la razón de ser de la integración era implícitamente antinorteamericana. Este trasfondo de antinorteamericanismo puede sorprender a alguien hoy, pero en su momento era un hecho comprendido con cierta sutileza a ambos lados del Atlántico. No obstante, los norteamericanos emprendieron el Plan Marshall como un esfuerzo nacional. Participaron activamente el gobierno y el Congreso, los demócratas y los republicanos, el sector privado y los sindicatos, los agricultores y gran parte del electorado. Solamente la gran guerra que lo había precedido había movilizado aún más a la sociedad norteamericana.

A principios de 1946, cuando ocupaba un puesto en la división económica del departamento de Estado, concluí que si Estados Unidos se limitaba a desempeñar tareas internas dentro de la zona norteamericana de Alemania y de Berlín, estaba abocado a verse limitado a presenciar la división entre Alemania y Europa, dañando las perspectivas de una recuperación sana de Europa. Por tanto, redacté un documento en defensa de un acercamiento concertado hacia los problemas económicos y de seguridad del continente, en el que figuraba una oferta de ayuda a toda Europa, incluida la URSS, y un compromiso en el que se ofrecía actuar en Occidente si la respuesta de Moscú fuera negativa. Este plan obtuvo el apoyo de altos cargos del departamento de Estado, incluyendo el de Dean Acheson y William Clayton, pero James Byrnes, entonces secretario de Estado, lo re- chazó. Prefirió presentar a los rusos una propuesta de desarme de Alemania a cincuenta años vista. Byrnes, sin embargo, sí que apoyó la Comisión Económica para Europa (CEPE), donde más tarde presté mis servicios como secretario ejecutivo. La CEPE tenía miembros de ambos bloques y hubiera podido ser la sede institucional del futuro Plan Marshall si Stalin hubiera permitido la participación de Europa oriental. Estas primeras propuestas sirvieron para poner en marcha una serie de trabajos entre miembros del equipo del departamento de Estado que pensábamos de manera similar y que fueron de gran utilidad operativa un año después, cuando George Marshall puso en marcha un plan parecido en la ceremonia de entrega de diplomas de Harvard en junio de 1947.

 

La mano visible

Desde una perspectiva amplia, el Plan Marshall reflejaba el convencimiento, compartido por muchos norteamericanos, aunque no por todos, de que el aislamiento y el nacionalismo cerrado que habían florecido desde la elección presidencial de 1920 hasta los acontecimientos de Pearl Harbor, especialmente durante la gran depresión, no deberían prevalecer más. Los dirigentes norteamericanos que mantenían estos puntos de vista intentaron asegurarse de que no se repetirían acontecimientos como los de 1928, cuando los norteamericanos retiraron los préstamos a corto plazo concedidos a Europa para aprovecharse del mercado de valores. La conferencia internacional celebrada en 1944 en el balneario de Bretton Woods, en New Hampshire, creó el Fondo Monetario Internacional (FMI) para asegurar que la decisión de conceder préstamos a corto plazo no estaría inspirada por consideraciones privadas a largo plazo. A fin de proporcionar garantías similares en el caso de los préstamos a largo plazo, la conferencia creó el Banco Mundial.

La conferencia de Bretton Woods también tenía como objetivo abordar el problema del proteccionismo. Al estar los participantes de acuerdo en que las tarifas y los aranceles no eran más que un dispositivo ilusorio para proteger a las naciones de las vicisitudes del comercio internacional, habían comprometido a sus respectivos países a negociar un símil del comercio mundial libre. Pero el período posbélico estaba marcado por un cambio dramático en los asuntos comerciales y en los precios de las exportaciones de un país o de una región en relación con los de las importaciones; las cifras del comercio habían decrecido modestamente entre 1933 y 1938, en los casos de Gran Bretaña, Europa occidental y Estados Unidos, pero se habían derrumbado estrepitosamente en un treinta por cien para los tres a finales de los años cuarenta. Por tanto, en 1947, Europa occidental se enfrentó a una combinación anquilosada de unas condiciones comerciales poco favorables y una carencia de dólares. Los alimentos y las materias primas esencia- les que necesitaba la recuperación europea –cereales, algodón, aceite vegetal, carne, productos lácteos, petróleo y metales– solamente se podían conseguir de Estados Unidos, en vista de los niveles de producción de otros puntos. Las presiones posbélicas a favor del proteccionismo en Europa fueron intensas, y no es de sorprender que así fuera.

El Plan Marshall ayudó a cubrir la escasez de dólares mientras Europa occidental ampliaba su producción agrícola y cambiaba, en la medida de lo posible, las importaciones en dólares a importaciones en otra divisa. Ya en 1951, la producción de cereales en Europa occidental, con la excepción de Gran Bretaña que había ampliado su agricultura durante la guerra, no había llegado aún a los niveles de la

década de los treinta, pero crecía, y la dependencia posbélica de las importaciones de dólares estaba disminuyendo. Las consecuencias para el mundo en vías de desarrollo fueron dramáticas. Desde 1945 hasta 1951, los países del Tercer Mundo, especialmente los exportadores de comestibles y materia prima, fueron capaces de incrementar algo su importación de productos elaborados europeos a cambio de una cantidad fija de exportaciones. Esta tendencia fue realzada, en algunos casos, por la capacidad de ciertos países de incrementar las importaciones por medio de la reducción de los balances de libras y otras reservas acumuladas durante la guerra. Por ejemplo, el volumen de exportaciones de Argentina decreció ligeramente entre 1940 y 1944 y de nuevo entre 1945 y 1949, pero las importaciones crecieron un noventa por cien.

Llegado 1950, el resultado de la recuperación de Europa, facilitada por la ayuda del Plan Marshall, que había estrechado la distancia del dólar, estaba claro: las exportaciones de Europa occidental, con la excepción de Alemania, habían crecido; las importaciones europeas habían aumentado a un ritmo inferior; los países del Tercer Mundo, que gozaban de unas cifras de comercio favorables, habían visto un aumento desproporcionado en sus exportaciones; y el comercio mundial había experimentado un renacimiento llamativo, que por primera vez se alzó por encima de los niveles de 1929. Estos resultados benignos fueron algunas de las consecuencias menos notables del Plan Marshall tal y como fue puesto en marcha, tomando cuerpo en el Programa de Recuperación de Europa. El programa no solamente reanimó Europa, sino que restableció un flujo de comercio vital en forma de triángulo entre Europa occidental, Estados Unidos y sus socios comerciales en el mundo en vías de desarrollo.

 

De la mantequilla a los cañones

El Programa de Recuperación de Europa no cayó en saco roto. El mundo cambió, y mucho, entre el final de la Segunda Guerra mundial y la muerte de Stalin a principios de 1953, seguida poco después por el fin de la guerra de Corea. Los sentimientos nacionalistas fueron manifestándose claramente en las zonas coloniales, cada vez más tensas, y las relaciones coloniales y cuasicoloniales dieron paso a la independencia en Asia, Oriente Próximo y África. Este cambio radical produjo guerras de guerrillas apoyadas por los comunistas en lugares como Indochina y Malaisia y a veces lanzó al poder a personajes locales, recién salidos de luchas contra los gobernantes coloniales, para quienes el desarrollo económico era, como mucho, un asunto de importancia secundaria. (Valgan como ejemplo Sukarno en Indonesia o Nkrumah en Ghana). A medida que empezó a recibirse la ayuda del Plan Marshall, Francia, Holanda y Bélgica se vieron enfrascadas en crisis coloniales, al mismo tiempo que las agrupaciones locales exigían la independencia de sus gobernantes europeos. Estas crisis mermaron las economías de los Estados europeos y les llevaron a buscar ayuda militar y de otra índole de Estados Unidos.

La crisis de Berlín de 1948-49 tuvo una relación más directa con el Programa de Recuperación de Europa. Este enfrentamiento surgió tras los esfuerzos de reformar la divisa de Alemania occidental para así poner los cimientos de la recuperación del país. Cuando la nueva divisa se extendió hasta Berlín occidental, Stalin respondió con un bloqueo que, de hecho, sitió a la ciudad. Los aliados de la posguerra, especialmente Estados Unidos y Gran Bretaña, surtieron a Berlín occidental de alimentos y combustible por medio del puente aéreo. Como ninguna de las dos partes deseaba una guerra por este motivo, y además el puente aéreo tuvo un gran éxito, Stalin tuvo que dar marcha atrás. La invasión comunista de Corea del Sur el 25 de junio de 1950 fue una auténtica sorpresa, totalmente inesperada. Estaba programada para aprovecharse de los resquicios del pensamiento y la política militar norteamericanos desarrollados tras 1945. Sólo después del ataque en Corea se puso en marcha la directiva 68 del Consejo Nacional de Seguridad, que preveía un notable incremento en la capacidad de armamento convencional norteamericano.

Con este telón de fondo surgió el delicado asunto del rearme alemán. Era necesaria una gran fuerza de tierra en Europa occidental para disuadir al potencial de infantería soviético que además, a partir de 1949, gozaba del apoyo de su capacidad nuclear. Pero Gran Bretaña, Francia, Italia y Estados Unidos estaban sometidos a limitaciones económicas que impedían el desarrollo de una fuerza europea suficiente sin una aportación alemana sustanciosa. La opinión pública alemana estaba dividida por varias razones. Algunos temían que los soviéticos enjuiciaran el rearme de Alemania como una provocación suficiente para declarar la guerra. Otros se preocupaban porque les parecía que pondría fin antes de empezar las negociaciones con los rusos acerca de la unidad alemana. Por otra parte, otros aún creían que el rearme reavivaría la llama del espíritu marcial alemán y este militarismo una vez despierto se interpondría frente a las fuerzas demócratas y pro-occidentales en Alemania occidental.

Todos los partícipes en el Plan Marshall reconocían que la estabilidad económica y política de Alemania era un elemento clave para el futuro del continente y los efectos del rearme en la situación interna alemana era, naturalmente, un asunto que preocupaba a todos. En Francia, la reaparición de la fuerza militar ale- mana generó una oposición profunda y visceral. En parte para aliviar esos temores, Estados Unidos se comprometió en 1951 a mantener cuatro di- visiones en Europa –una decisión ver- daderamente memorable y de capital importancia, vistas las reacciones norteamericanas– frente a anteriores solicitudes francesas que buscaban garantías de seguridad, si nos remontamos al tratado de Versalles de 1919.

Así, la guerra de Corea trajo consigo un cambio en la estrategia militar y política norteamericana, planteó el incontenible rearme alemán y dio nueva forma a la seguridad europea. Empezó a destacar una nueva gama de asuntos y responsabilidades para Washington, incluida la ampliación de la ayuda militar norteamericana a Europa. Pero, llegado ese momento, sólo cuatro años después del inicio del Plan Marshall, Europa se había recuperado y ya estaba lanzada.

En la relativa tranquilidad que siguió a la mejora después de 1951 de los términos comerciales de Europa, a la muerte de Stalin y al fin de la guerra de Corea, Europa (Alemania incluida) comenzó a prosperar y los pensamientos, como es natural, se di- rigieron hacia el más largo plazo. El Plan Marshall había dado a Europa una ventaja al enfrentarse con dos problemas perennes: la aceptación de Alemania en una Europa que no temiera su renacer –un problema central en la seguridad europea desde su unificación de 1870– y el mantenimiento de unos lazos, por endebles que fueran, con la Unión Soviética y Europa oriental, pensando en el día en que llegase a su fin el imperio de Stalin. Los esfuerzos de Europa por tratar estas cuestiones se centraban en lo que había sido un asunto menor del Plan Marshall, en comparación con los países a título individual: la integración de Europa. Después de 1950, la tendencia hacia una mayor sensación de fraternidad en Europa occidental se centró en las relaciones entre Francia y Alemania. La reunión de mayo de 1950 entre Jean Monnet y Konrad Adenauer fue un auténtico momento crucial en la historia moderna de Europa.

 

Vinculando a Alemania

Durante unas vacaciones en los Alpes que duraron dos semanas, justo antes de esta importante reunión, Monnet redactó una gran estrategia europea para presentársela al dirigente de Alemania occidental. La razón a favor de la integración europea emanaba de dos puntos. El primero: a medida que crecía la recuperación de Alemania occidental y la intensa guerra fría exigía una aportación militar alemana más activa, las tensiones franco-alemanas crecían también. Dentro del marco vigente, Francia mantendría las restricciones existentes sobre el poder alemán, solamente si se daba también un control aliado indefinido, pero esta partida la iba a perder a medida que Alemania occidental avanzase hacia un papel equivalente en una coalición liderada por los norteamericanos en contra de los soviéticos. En segundo lugar, el neutralismo había ganado mucha popularidad en Francia y en otras capitales occidentales, pero había que rechazar este camino. Una Europa occidental neutral no podría influir en el curso del conflicto entre las dos superpotencias no europeas. Una Europa unida, con voz propia en los grandes asuntos del mundo podría ejercer cierta influencia sobre la guerra fría.

Para que Europa pudiera unirse, Francia y Alemania tendrían antes que encontrar un terreno común, pero sólo Francia podría iniciar ese proce- so. En sus memorias, Monnet describió la conversación que mantuvo con Adenauer: “Queremos empezar las relaciones franco-alemanas desde cero”, le dije. “Queremos convertir a lo que distanció a Francia de Alemania –es decir, las industrias de la guerra– en un activo común, que además será europeo. Así Europa redescubrirá el papel dominante que antes desempeñó y que perdió al dividirse (…) El objetivo de Francia, por tanto, es en esencia político. Tiene un aspecto que incluso podría llamarse moral.”

Adenauer escuchó atentamente y respondió calurosamente: “Para mí, como para usted, este proyecto es de la máxima importancia; es un asunto de moralidad. Tenemos una responsabilidad moral, no solamente técnica, para con nuestros pueblos y nos incumbe, pues, a nosotros satisfacer estas grandes esperanzas (…) Llevo esperando veinticinco años para que suceda algo así. Al aceptarlo, mi gobierno y mi país no tienen deseos secretos de hegemonía. La historia transcurrida desde 1933 nos ha enseñado la locura de esas ideas. Alemania sabe que su destino está inextricablemente ligado al de Europa occidental en general.”

Cuando acabamos, Adenauer se puso en pie. “Señor Monnet”, dijo, “creo que la puesta en marcha de la propuesta francesa es la tarea más importante que me ha correspondido nunca. Si la logro, creo que mi vida no habrá sido en balde.”

El 11 de enero de 1952, el Bundestag de Alemania occidental ratificó el Plan Schuman para establecer una comunidad transnacional de carbón y acero. En los años siguientes se crearon una serie de instituciones europeas que culminaron en 1957 con el tratado de Roma y, a continuación, su heredera natural, la Comunidad Económica Europea. El nacionalismo en Europa estaba vivo y coleando, como evidenció el fracaso de la propuesta de un “ejército europeo” en el Parlamento francés en 1953 y la preeminencia del general Charles de Gaulle en la década siguiente. Pero la aparición de la Comunidad Europea y la presencia constante de las fuerzas norteamericanas en la OTAN proporcionó a los europeos mayores niveles de seguridad de los que habían gozado antes.

No obstante, paradójicamente, aun cuando administraciones norte- americanas de ambos signos apoyaban y animaban el movimiento hacia la unidad europea, ese mismo movimiento tenía unos visos claramente antinorteamericanos. Los dirigentes europeos deseaban que a su continente unido se le concediese un nivel digno en sus tratos tanto con la Unión Soviética como con Estados Unidos. La guerra fratricida en Europa había necesitado ya, en dos ocasiones, la intervención de dos potencias extra europeas, Estados Unidos y la Unión Soviética, para salvaguardar la democracia en el continente, y los europeos no deseaban que ninguno de estos Estados gozase de esta influencia otra vez.

El progreso hacia la integración de Europa en la década de los cincuenta le debe algo al Plan Marshall, pero lo sacaron adelante básicamente los europeos que recordaban la vida en el continente antes de 1914: Adenauer, Monnet, el italiano Alcide de Gasperi y el francés, Robert Schuman. Eran hombres orgullosos, producto de una gran civilización. Estaban decididos a que Europa, arrastrada por el fango de las guerras del siglo XX, se alzara de nuevo. E hicieron causa común no con sus hijos, que habían fracasado entre guerras, sino con sus nietos, que habían luchado valerosamente en la resistencia y en los campos de batalla de la Segunda Guerra mundial. Esta relación, la existente entre abuelos y nietos, fue la clave del resurgir de Europa.

 

Lecciones del pasado

A medida que el mundo se enfrentaba a los retos del próximo medio siglo, se ha de tener presente que el Plan Marshall fue la política idónea en su momento y en su lugar, pero esas circunstancias no se volverán a dar. El éxito del Plan Marshall ha inspirado la falsa esperanza de que la inyección de capital y tecnología logrará para los países del Tercer Mundo, para los barrios viejos, conflictivos y degradados, y para la Europa oriental poscomunista lo que se logró en la Europa occidental después de la Segunda Guerra mundial. Pero, a diferencia de lo que sucede en estas áreas, Europa occidental no tuvo que ser inventada; bastó con recordarla. Con su mano de obra experta y educada, su experiencia de mercado y sus estructuras políticas maduras, la Europa moderna no es un modelo fácil de emular. En el mejor de los casos, los países en vías de desarrollo como Corea del Sur y Taiwan tardaron dos décadas en ponerse al nivel del resto del mundo avanzado e industrializado. En el otro extremo está el África subsahariana, que no ha logrado despegar aún treinta años después de su independencia.

Es más, Estados Unidos, intacto y con niveles de pleno empleo, fue una gran potencia en términos absolutos y relativos, después de la Segunda Guerra mundial. Ahora Europa se ha recuperado y también lo ha hecho Japón; han surgido potencias medias y grandes en Asia; Argentina, Brasil y México probablemente progresarán mucho en Latinoamérica. El poder se ha difuminado mucho en los últimos cincuenta años y a lo largo de los próximos cincuenta muchas naciones posiblemente se harán con las nuevas tecnologías más sofisticadas. Estados Unidos probablemente será el “margen crítico” de nuestro mundo, pero ciertamente no será la última superpotencia que quede.

El Plan Marshall se merece un lugar digno en la historia, pero no puede ser aplicado a ciegas ni rígidamente a los esfuerzos por resolver los retos de hoy y de mañana. No obstante, la experiencia del Plan Marshall brinda unos puntos de vista privilegiados a medida que intentamos hacer frente al mundo emergente tras la guerra fría. India y China avanzan hacia la plena industrialización, y Latinoamérica verá el desarrollo adicional de su considerable potencial. La población de África crecerá, aunque las economías de ese continente se estanquen. Los precios de los alimentos subirán de manera paralela al incremento de las asignaciones para proteger el entorno, a medida que la población del mundo se estabiliza en 10.000 millones de personas.

De manera simultánea, el mundo industrializado habrá de hacer frente a los índices de natalidad decrecientes. Las poblaciones de la Rusia europea y de Alemania ya están bajando, Japón e Italia envejecen a pasos agigantados. Otras sociedades industrializadas avanzadas seguirán sus pasos sin dilación. Entre los países en vías de desarrollo, Taiwan y Corea del Sur ya tienen unos índices de fertilidad inferiores a 2,1 hijos por pareja, que señala una población estancada o decreciente. En el Occidente industrializado, la relación de empleados por ancianos jubilados es de más o menos cinco a uno. Se calcula que esta cifra quedará reducida a dos o tres por cada uno a mediados del siglo próximo, poniendo así en peligro los actuales sistemas de bienestar social.

El mundo necesitará una nueva economía política para hacer frente a las exigencias que impone la plena industrialización de los Estados en vías de desarrollo, y el estancamiento o el descenso de los índices de natalidad y las poblaciones que envejecen de los Estados industrializados más decanos y de los más precoces países en vías de desarrollo. Éste no es ni el lugar ni el momento apropiados para exponer una teoría compleja sobre cómo enfrentarse a los problemas del siglo próximo, pero la estructura política del Plan Marshall incluía dos principios que los afectan directamente.

En primer lugar, los dos partidos prestaron apoyo político en Estados Unidos al Plan Marshall y de hecho el plan incluía la práctica totalidad de los principales intereses del país. Estados Unidos debe enfrentarse con el mismo temple bipartito y de amplia base a los problemas verdaderamente revolucionarios que traerá consigo el siglo próximo. En segundo lugar, el programa del Plan Marshall no ha sido resuelto bilateralmente por Estados Unidos y los países de Europa, sino que lo ha sido multilateralmente. La influencia entre bambalinas de Estados Unidos fue inmensa y el trabajo del personal proporcionado por los distintos Estados varió mucho de un país a otro, pero no podemos sobrestimar la importancia de la naturaleza multilateral del Plan Marshall. Proporcionó un elemento esencial de dignidad y compañerismo hasta a los poderes más pequeños. En el siglo XXI, la difusión del poder hace aún más esencial que se llegue a un acuerdo sobre los planes de acción en una base multilateral.

El siglo XXI no merecerá la pena ser vivido si hacemos caso omiso a las lecciones que nos enseñó el siglo anterior; los esfuerzos por lograr una hegemonía regional o global acaban mal, como descubrieron Alemania, Japón y la Unión Soviética. A medida que China e India llegan a su madurez industrial, los poderes industriales mayores pueden acercarse aún más y Rusia podrá verse obligada a asociarse estrechamente con Occidente. En pocas palabras, a medida que la arquitectura y los asuntos del siglo XXI se van perfilando, Occidente puede que se enfrente a mayores problemas de integración que los del período del Plan Marshall, que no solamente ayudó a las economías de Europa occidental a valerse por sus propios medios. Fue parte de un esfuerzo por crear un mundo distinto al de los fracasados años de entreguerras; fue parte del tejido de la campaña militar y política para rechazar la visión global del comunismo; y, por último, fue el claustro dentro del que los europeos se replegaron y aprendieron de un pasado parroquial. Éste es, verdaderamente, un relato del que el mundo puede sacar mucho provecho.

 

Las relaciones especiales

Por Roy Jenkins

 

Esta es la segunda oportunidad que se me ofrece de conmemorar el Plan Marshall. Hace veinticinco años se me concedió un título honorífico y se me encomendó que pronunciara el discurso de la ceremonia de graduación de la Universidad de Harvard en el mismo sitio desde donde George Marshall habló el 5 de junio de 1947. Los hay que mantienen que el plan que desveló ese día no afectó en gran medida la recuperación de Europa. La reconstrucción del continente comenzó mucho antes de que empezara a fluir la ayuda, dicen, y hubiera seguido adelante con o sin ella. Como en el caso de cualquier teoría razonable, ésta goza del aval de algunas pruebas pero no las suficientes.

Estados Unidos había enviado, sin hacer ningún alarde, grandes cantidades de ayuda a Europa, básicamente en forma de préstamos en 1945 y nuevamente en 1946. La ayuda norteamericana posbélica se redujo en 1947, coincidiendo con las crisis económica y política de ese año, aunque no las causó directamente. Estos problemas económicos y la reducción en la ayuda fueron especialmente importantes en Francia e Italia. En estos países, de no ser por la presencia fortuita de ministros del Interior enérgicos, los gobiernos occidentales quizás hubieran cedido el paso a los partidos comunistas. Gran Bretaña estaba libre de esta amenaza, pero la escasez de combustible ese invierno, especialmente cruento, cerró gran parte de la industria nacional y los niveles de desempleo se dispararon temporalmente.

Al año siguiente las economías de Europa occidental remontaron notablemente, incluso antes de recibir la ayuda del Plan Marshall. Pero los gobiernos sabían que los fondos estaban de camino. Cierto es que antes de que llegara la ayuda, la chispa de la recuperación de Europa había prendido como si de una hoguera se tratase, pero el Plan Marshall proporcionó un elemento crítico, sin el cual la rehabilitación del continente se hubiera apagado: la relativa liberación de las restricciones de la balanza de pagos. Desde finales de la guerra, Europa había logrado sobrevivir, pero de manera precaria, y su recuperación limitada había sido impulsada por la necesidad imperiosa de provisiones a corto plazo. La ayuda proporcionada por el Plan Marshall permitió a Europa planificar con más seguridad y, sobre todo, le permitió embarcarse en un programa esencial de inversiones fijas. Si el Plan Marshall no impulsó la recuperación sí proporcionó sus bases.

 

Washington y Londres

Aparte de los efectos económicos directos y la transferencia gratuita de miles de millones de dólares (que, desde luego, no son desdeñables), el Plan Marshall tuvo varias consecuencias políticas duraderas. Posiblemente la más importante es que acortó distancias entre Gran Bretaña y Estados Unidos que habían estado amenazando su relación desde 1945. Inmediatamente después de la guerra, la asociación del Atlántico Norte sufrió varios zarandeos. A los dirigentes norteamericanos los británicos les parecían cansinamente sensibles, aferrados como estaban con creciente dificultad a su posición de gran potencia. Gran Bretaña se negaba a acatar la política exterior norteamericana, y la brecha entre ambos países se ensanchó por el asunto de las relaciones con la Unión Soviética. Primero, Franklin Roosevelt y luego Harry Truman intentaron no dar a entender que estaban más cerca de Winston Churchill que de Stalin. Aunque la postura del gobierno norteamericano pronto cambiaría, inicialmente tenía más esperanzas puestas en la cooperación soviética de las que tenían los líderes británicos. Cuando Churchill pronunció su discurso sobre el telón de acero en marzo de 1946, a Truman le emocionó menos que al primer ministro laborista Clement Attlee y que al ministro de Asuntos Exteriores, Ernest Bevin. Y una semana después, el secretario de Estado norteamericano James Byrnes hizo un comentario que cayó como un jarro de agua fría, diciendo que a Estados Unidos no le interesaba más una alianza con Gran Bretaña contra la Unión Soviética que otra con la Unión Soviética contra Gran Bretaña. Un enfoque tan ecuánime hubiera sido impensable si el equipo hubiera estado compuesto por Marshall y Dean Acheson, pero mientras duró, amargó considerable- mente las esperanzas puestas por el gobierno británico en la “unión de los corazones”.

El gobierno laborista de Attlee recibió tres fuertes golpes de Washington en sus primeros seis meses. El primero fue el fin puesto por Truman de manera brusca, unilateral y casi no deliberada, al alquiler-arrendamiento una semana después del fin de la guerra del Pacífico. Luego sucedió el fracaso de John Maynard Keynes, que no logró negociar una alternativa razonable para ese programa. Keynes tenía la impresión de que Estados Unidos ofrecería una donación o un préstamo sin interés de 5.000 millones de dólares para mantener a Gran Bretaña, cuyos activos internacionales habían sido liquidados y sus exportaciones reducidas en dos tercios como resultado del esfuerzo de la guerra. Pero sólo logró obtener un préstamo de 3.750 millones, a pagar en cincuenta años a un dos por cien de interés, con una estipulación que exigía una convertibilidad prematura de la libra esterlina, lo que significaba que una gran parte de esa ayuda fue destinada a terceros países, en cuanto la cláusula entró en vigor en el verano de 1947. Pero el gobierno británico estaba tan desesperado que no pudo rechazar esos términos. A diferencia del Plan Marshall, que fue un regalo y no un préstamo, este conjunto de medidas de apoyo dio lugar más a desacuerdos que a una sensación de gratitud, y no fue apoyado en el Parlamento, donde ni siquiera el Partido Conservador lo apoyó.

Por último, al poner fin al intercambio pleno de información sobre el armamento atómico, que los británicos pensaban había sido garantizado por el acuerdo de Quebec de 1943, las relaciones entre los dos países empeoraron aún más. Attlee mantuvo al respecto una conversación razonable- mente satisfactoria con Truman en noviembre de 1945, pero este acuerdo privado entre ellos no fue nunca un compromiso público. Estados Unidos rechazó la solicitud formal británica pidiendo información específica en abril de 1946; Truman declaró que tenía que acatar la ley McMahon, que limitaba la información sobre secretos atómicos que se podía compartir con otros países. A esta declaración no siguieron recriminaciones amargas en público: Gran Bretaña dependía demasiado de Estados Unidos, y Attlee no era hombre que se permitiera lujos fuera de su alcance. Pero a principios de 1947, la relación entre Estados Unidos y Gran Bretaña no era buena, al tener diferencias sobre Palestina ya que Estados Unidos apoyaba la creación del nuevo Estado de Israel para sustituir al mandato británico.

El Plan Marshall fue el primer paso para transformar este panorama. Al plan le siguió y lo suplementó un papel conjunto en la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1949, el puente aéreo común para superar el bloqueo soviético de Berlín de 1948-49, y verse mezclados ambos países en la guerra de Corea de 1950. Pero el plan puso los cimientos para la “relación especial” anglo-americana. El gesto gene- roso de Marshall –o, si se quiere, su oferta basada en un interés propio muy clarividente– se hizo realidad sobre todo por la rápida respuesta de Bevin y su homólogo francés, Georges Bidault. Esta reacción rápida y efectiva convirtió a Gran Bretaña, al menos ante sus propios ojos, en un coprogenitor entusiasta del Plan Marshall. El plan también cambió la actitud de la izquierda moderada británica hacia Estados Unidos. Esta izquierda, tras el fin de la guerra, había comenzado a ver a Estados Unidos como una potencia capitalista, dura y egoísta. Aunque la suicida política nuclear de John Foster Dulles, secretario de Estado del presidente Eisenhower, creó tensiones, la derecha y el centro del Partido Laborista, y el Partido Conservador con la excepción de una pequeña franja chovinista, fueron instintivamente pro-norteamericanos durante el resto de sus vidas políticas.

La parte negativa fue que Gran Bretaña se negó a ver su situación real: posiblemente, era la primogénita, quizá la favorita de los hijos, pero no era una madre liberada. Aunque era receptora, y no donante, intentaba comportarse como si lo contrario fuera lo cierto. En esta actitud británica había una mezcla de lo ridículo y lo grandioso. Londres acaudilló a Europa en lo que se refiere a la reacción ante el discurso de Marshall, pero, aun habiendo guiado al continente, el gobierno británico intentó diferenciarse del resto. Esto fue un elemento precursor de la relación que Gran Bretaña mantendría con el resto de Europa durante décadas.

A lo largo de junio de 1947, los estadistas británicos pugnaron por obtener un estatuto especial de codistribuidores, pero la naturaleza de su objetivo quedó patente en la reunión decisiva que se celebró ese mes. Attlee, Bevin, el presidente del Consejo de Comercio, Stafford Crips, y el ministro de Economía y Hacienda, Hugh Dalton, se reunieron en Downing Street para defender su caso ante el secretario de Estado adjunto Will Clayton, funcionario que ocupaba el tercer puesto en orden de importancia en el departamento de Estado norteamericano. Clayton se mantuvo en sus trece; sus interlocutores, no. No tenían dónde agarrarse y les honramos al decir que, aunque los términos no eran de su agrado, cooperaron de manera entusiasta.

Los únicos resultados prácticos de esta disputa fueron que, teniendo en cuenta el importante papel que de- sempeñó el compromiso entre las partes en la mayoría de las negociaciones internacionales, a los británicos les quedó un resquicio más de libertad de uso que a los demás europeos en lo referente a los “fondos de contrapartida”. Estos fondos eran las cantidades que recibían los gobiernos receptores resultantes de la venta de ayuda en especie en los mercados nacionales. Paradójicamente, los británicos, que necesitaban estos fondos con el objetivo responsable fiscalmente pero poco imaginativo de devolver su deuda, pro-bablemente obtuviesen menores beneficios del Plan Marshall que los demás. Los franceses usaron los fondos de contrapartida para poner en marcha un audaz programa de inversiones en su infraestructura nacional, estableciendo las bases para la preeminencia de los ferrocarriles franceses desde 1950 en adelante, y en general, transformando a la sociedad industrial algo añeja de la Tercera República en la potencia tecnológica avanzada de la Quinta.

Los fondos de contrapartida permitieron a Alemania salir del fango, ya que gracias a ellos los obreros por primera vez desde la guerra pudieron alimentarse decentemente. En el momento del anuncio de la oferta de ayuda norteamericana, las exportaciones alemanas estaban en un diecinueve por cien del nivel de 1936, y la producción per cápita era sólo el 52% de ese mismo nivel. En 1950, un año después de la devaluación de las divisas europeas frente al dólar, las exportaciones alemanas crecieron en un 162 por cien; en ese mismo período, las exportaciones británicas crecieron solamente un doce por cien.

En junio de 1947, la integración europea era ya una de las metas principales de la política exterior norteamericana y Estados Unidos estaba dispuesto a soportar una discriminación comercial para fomentar este objetivo político. El Plan Marshall, con su orden del día a favor de la integración, dio lugar a un leve pero persistente desacuerdo entre Gran Bretaña y EEUU. El gobierno de Attlee podía tolerar la Unión Europea de Pagos, pero el Plan Schuman para una Comunidad Europea del Carbón y del Acero era demasiado. La Comunidad Europea de la Defensa (que fracasó) era excesivamente integracionista y supranacional para el segundo gobierno de Churchill, como lo fue también la Comunidad Económica Europea para el efímero gobierno de Eden. En esos primeros años, Gran Bretaña fijó una política de despegue parcial de la integración europea que duraría décadas. Esto irritó a Washington, especialmente cuando Londres presentaba sus políticas como parte del esfuerzo británico de ser un socio fiel de EEUU. Si lo comparamos, no obstante, con las diferencias más básicas y mucho más peligrosas de 1945 acerca del enfoque hacia la Unión Soviética, este desacuerdo era relativamente inocuo.

 

Jugada con suerte

Es indudable que el Plan Marshall impulsó con fuerza a Europa hacia la unidad y, de hecho, éste era uno de sus atractivos para Estados Unidos. Pero a medida que se acercaba el momento de pronunciar su discurso en Harvard, Marshall tomó una decisión importante, que podría haber puesto en peligro este objetivo y le costó con- vencer a Truman de su sabiduría. La ayuda –concluyó Marshall– se debería brindar a toda Europa, no solamente a los países no comunistas. Si Europa se dividía, la responsabilidad debía recaer sobre –y debería ser percibida como recayendo sobre– Moscú, y no Washington. Los rusos acudieron a la reunión inicial en París y permitieron que sus satélites también participaran. Pero una vez allí, dejaron bien claro que estaban más que dispuestos a recibir dinero norteamericano, pero sólo sobre una base bilateral y sin establecer compromiso alguno en relación con la coordinación económica. Cuando Estados Unidos se negó a aceptar esos términos, la Unión Soviética se retiró y se llevó a siete países de Europa oriental. Mereció la pena correr el riesgo calculado de Marshall.

La verdad es que fue una suerte que el ministro soviético de Asuntos Exteriores, Viacheslav Mólotov, no se quedara en París, medio dispuesto, medio resentido. Si se hubiera quedado, las cosas hubieran permanecido inicialmente en una limitada transferencia de fondos de Estados Unidos a Europa, y luego se hubiera estancado todo. Es más, si la jugada no le hubiera salido redonda a Marshall y si los rusos hubieran emprendido un esfuerzo de cooperación plena, el plan puede que se hubiera convertido en una fuerza suavizante de las relaciones entre Este y Oeste, pero no hubiera servido para ayudar a unificar Europa occidental, ya que una federación con un extremo en París y otro en Moscú no es ni remotamente factible. Un punto muerto de esta naturaleza quizás hubiera mitigado los problemas de los sucesivos gobiernos británicos en sus intentos por mantener a su país con un pie dentro y otro fuera de Europa occidental, pero no hubiera aportado nada al impresionante renacer económico de Alemania, Francia y sus respectivos vecinos en los años cincuenta y sesenta, ni el casi milagroso acercamiento franco-alemán de la década de los setenta. El Plan Marshall hubiera seguido siendo un ejemplo excepcional de lo que pasa cuando confluyen la generosidad y el egoísmo ilustrado. Pero no hubiera tenido el impacto formativo en términos psicológicos y políticos que es, de hecho, su legado.