POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 84

El presidente George W. Bush ofrece su primer discurso tras el primer ataque en Nueva York (11 de septiembre de 2001). REUTERS

‘No se equivoquen’

La guerra contra el terrorismo tiene diversos frentes e innumerables implicaciones. Estados Unidos carece de respuesta a todos los interrogantes y sus decisiones pueden abrir nuevos flancos. Es una batalla que ganará quien menos errores cometa.
Carlos Alonso Zaldívar
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El ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono fue un asesinato en masa y sus promotores deben ser castigados. Sobre esto, no debe haber discusión. Otra cosa es lo referente a la mejor manera de hacerlo, pues la respuesta es una tarea compleja y delicada donde las haya. Tan compleja que inevitablemente conllevará errores, y delicada porque algunos de esos errores pueden resultar graves. Nada más normal que Estados Unidos sopese sus decisiones y se tome su tiempo. Este artículo se titula “No se equivoquen” porque ésta fue una expresión reiteradamente utilizada por el presidente George W. Bush para decir a los inductores del atentado que se equivocan si creen que su país, tras el golpe recibido, no va a ser capaz de reaccionar y acabar con ellos. Para que así sea, es decir, para que su respuesta tenga éxito, también Bush deberá evitar equivocarse al llevar adelante la guerra que ha declarado al terrorismo. Ha dicho que se trata de una guerra nueva y creo que una de las cosas nuevas que tendrá esta guerra es que, mientras en las anteriores generalmente ganaba quien tenía más fuerza, en ésta ganará quien menos errores cometa.

En términos de política interior estadounidense, el ataque constituyó un hecho sin precedentes cuyo impacto en la población perdurará y marcará las próximas elecciones presidenciales. Si Bush aspira a su reelección en 2004 deberá reformular sus planes y su perfil de actuación para comparecer ante el electorado dentro de tres años como el presidente que supo hacer frente al mayor ataque sufrido en su territorio en toda su historia. Sin duda, Bush quiere ser un presidente de dos mandatos y no de uno, como le ocurrió a su padre, que ganó la guerra fría pero perdió la reelección y esa experiencia ha influido en su hijo, inclinándole a dar preferencia a las cuestiones internas (los votos están en casa) y a ocuparse sólo lo indispensable de las exteriores (fuera lo que hay son problemas). Tras los atentados esa política no tiene cabida. Para revalidar su mandato presidencial, Bush tendrá que llegar a las próximas elecciones con la reputación de quien supo dirigir la respuesta del país a esa agresión.

 

La guerra contra el terrorismo

El cambio de guión ya está en marcha. Practicar el “conservadurismo compasivo” ha dejado de ser la referencia. La nueva idea-fuerza es “ganar la guerra contra el terrorismo”, y algunos de sus rasgos empiezan a tomar forma.

Una causa nacional. Bush está presentando la lucha contra el terrorismo como un objetivo nacional. Desde que acabó la guerra fría, EE UU experimenta dificultades para formular metas políticas que susciten un apoyo amplio y sostenido en el país. La guerra contra el terrorismo cuenta con ese apoyo y la administración lo cultiva. La nueva idea-fuerza se presenta con retórica belicista (¡venceremos!, buenos y malos, vivos o muertos, etcétera) pese a que el planteamiento de Bush no es realmente el de un conflicto armado, pero la terminología guerrera es habitual en el lenguaje político estadounidense y tiene efectos sociales galvanizadores.

Al declarar la guerra a los autores del 11 de septiembre, sean éstos quienes sean, Washington tiene garantizada la reacción unánime del pueblo americano. La palabra “guerra”, sin embargo, tiene resonancias diferentes en otros lugares (en Europa o en Oriente Próximo) y eso ya ha suscitado declaraciones de que lo que está en marcha no es una guerra sino una gran operación policial. Pero la diferencia entre una cosa y otra es que en las operaciones policiales se presume la inocencia del perseguido hasta que los tribunales prueben lo contrario, mientras que en la guerra no hay inocentes, se acepta que pueden producirse víctimas civiles y los tribunales no funcionan. ¿Qué reglas regirán el combate que ha comenzado? Antes o después habrá que aclararlo.

Y silencios nacionales. Junto a la retórica belicista también se están produciendo silencios reveladores. El fallo manifiesto de los servicios de inteligencia (NSA, CIA, DIA, FBI) en detectar el ataque no se comenta. En prensa y televisión apenas hay puntos de vista que pongan en relación lo ocurrido con los problemas de Oriente Próximo (conflicto palestino-israelí, bombardeos y sanciones a Irak, presencia militar en Arabia Saudí y otros), unos problemas que llevan años incubando resentimiento antiestadounidense en el mundo islámico. Esos silencios responden a un esfuerzo por minimizar el impacto de los ataques sobre la opinión pública. Ese día los estadounidenses descubrieron que su país es más vulnerable de lo que pensaban, que la voluntad y los recursos de los terroristas son más fuertes de lo que creían y que en diversas zonas del mundo, EE UU, lejos de ser admirado, es odiado por mucha gente.

Son cosas que están en contradicción con las creencias populares, pero cuando se va a librar una guerra no es el momento oportuno para cuestionar las tradiciones de quienes van a soportarla, ni para criticar a los servicios de inteligencia que deben combatirla. Por ello, políticos y periodistas han decidido que de ciertos asuntos no se hable y mantienen una campaña en ese sentido, que Susan Sontag ha calificado de “infantilización de la opinión pública”. Comprensible. Pero la sorpresa asesina del 11 de septiembre les planteó la necesidad de madurar la visión que tienen de sí mismos como pueblo y del papel de su país en el mundo. Algo parecido les pasó hace ya mucho tiempo a los europeos. Esa maduración se produce a través de una discusión nacional abierta. ¿Para cuándo?

La causa prioritaria. La guerra contra el terrorismo se está presentando y concibiendo como causa nacional y prioritaria de la política estadounidense. Si eso va en serio significa que tenderá a adquirir preeminencia sobre los restantes programas internos. De hecho ya se ha introducido giros importantes en la política económica. De la noche a la mañana, de la agenda Washington ha dejado en suspenso algunas sacrosantas reglas neoliberales intocables hasta hace pocas de EE UU semanas y se ha puesto a intervenir en la economía. El Congreso ha aprobado grandes partidas de gasto a disposición del presidente y ha subvencionado desde las compañías aéreas hasta la sanidad de los desempleados, introduciendo una inyección de más de 100.000 millones de dólares. Por su parte, la Reserva Federal, además de continuar bajando los tipos, actuó para evitar una gran caída en la reapertura de la bolsa. Todo esto estaba dirigido a impedir que una depresión económica combinara sus efectos con el s h o c k del atentado. Sin embargo, la “intervención” terrorista fue en esto perversamente afortunada; y hay pocas dudas de que la economía estadounidense ya ha entrado en recesión.

Rupturistas con la tradición liberal, en este caso con el liberalismo político, han sido las palabras del portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer, al declarar que en estos días los ciudadanos “tienen que prestar mucha atención a lo que dicen”. El hecho es significativo porque algunos periodistas que han sido despedidos por “insinuar críticas al presidente y no limitarse a extender la idea de que está en primera línea de combate”. Al parecer, lo que ahora se dice a orillas del Potomac es que “en momentos como éstos la libertad de expresión debe subordinarse a otros intereses”.

Si eso es cierto, también debe serlo para otros países que llevan años atravesando “momentos como éstos”, pese a lo cual son blanco sistemático de críticas estadounidenses por su poco respeto a la libertad de expresión.

En términos más inmediatos, noticias como las que aquí se comentan, aunque puedan quedar reducidas a excepción que confirma la regla contraria, plantean la cuestión del papel de la prensa en la guerra contra el terrorismo. ¿Será como en Vietnam, como en la guerra del Golfo, o cómo será? Teniendo en cuenta que (según veremos) la batalla contra el terrorismo tendrá una gran dimensión de “guerra de inteligencia” y otra no precisamente pequeña de “guerra sucia”, la anterior resulta ser una cuestión mayor. Y también lo será la respuesta.

Una guerra sin fecha de conclusión. Bush parece haber asumido que declararse victorioso sobre el terrorismo dentro de dos o tres años es misión imposible. Su mensaje de ánimo no lleva fecha, viene a decir “acabar con quienes nos han agredido no es algo que pueda hacerse en poco tiempo, pero sí que podemos hacerlo y que lo haremos. Y, cueste el tiempo que cueste, yo estaré al frente sin desfallecer”. Se trata, sin duda, de un planteamiento realista. Pero no explica qué es lo que hace imposible vislumbrar una victoria decisiva sobre el terrorismo a corto plazo. ¿Es la dificultad táctica acabar con sus organizaciones? ¿O es la dificultad estratégica de poner fin a los conflictos sin salida aparente donde el terrorismo incuba? La duración prolongada de esta guerra también suscita otra pregunta, ¿se sostendrá por años el respaldo unitario de la opinión pública a este combate?

¿Una nueva guerra fría? La lucha contra el terrorismo ocupará una posición central en el conjunto de la política exterior de Washington, pero ¿hasta qué punto? ¿Adquirirá la misma preeminencia que en su día tuvo la guerra fría? De no llegar a tanto, ¿qué otros objetivos de la acción internacional mantendrán autonomía aunque entren en contradicción con la guerra antiterrorista? Éste es un punto importante, ya que las exigencias de esa guerra pueden ir en contra de líneas de política exterior a las que Bush concedía máxima relevancia hasta el 11 de septiembre. ¿Va a invertir EE U U esas posiciones? Ya lo ha hecho respecto a Pakistán y a la afgana Alianza del Norte, al comportamiento de Rusia en Chechenia, en cuanto al pago de su deuda a las Naciones Unidas, e incluso en lo que se refiere a la persecución de los paraísos fiscales. Son bastantes cambios en pocos días. Pero, ¿habrá también cambios en cuestiones como, por ejemplo, las relaciones con China, la ampliación de la OTAN o el escudo antimisiles?

¿Qué alianzas para esta guerra? EEUU ha manifestado que desea librar esta batalla al frente de una alianza lo más amplia posible, y los medios de comunicación hablan ya de esa coalición como si fuera una institución existente. Sin embargo, el asunto de la alianza es más complejo de lo que parece. La OTAN, que ha invocado el artículo V, parecería ser el núcleo duro de la alianza, pero la OTAN es una organización concebida para combatir enfrentamientos que poco o nada tienen que ver con la guerra contra el terrorismo. Cuando esta expresión deja de ser una metáfora, se refiere a una intensa actividad de los servicios de inteligencia, incluyendo el trasvase de información entre diferentes países, dirigida toda ella a organizar operaciones de eliminación de terroristas y sus recursos por fuerzas especiales de agentes encubiertos en cualquier parte del mundo. Las dificultades aparecen cuando se repara en que trasvasar inteligencia es algo muy delicado porque a veces, al revelar información, se cita la fuente o se descubren cosas que es mejor mantener ocultas. Más delicado todavía para un país es permitir que fuerzas o agentes especiales de otra nación actúen en su territorio.

Estados Unidos en solitario no puede destruir una organización como la de Osama bin Laden, y sabe que necesita que otros muchos países le ofrezcan inteligencia y facilidades operativas. Ahora bien, cuando llega la hora de actuar contra los objetivos que la labor de inteligencia va revelando, funcionar en coalición con otros países complica las cosas y reduce la efectividad de la acción. Nada de extraño, pues lo que EE UU tiene en mente es recibir inteligencia sin tener que darla por su parte y conseguir que los demás miren para otro lado cuando Washington mande sus fuerzas especiales a actuar fuera de casa. A eso se le puede llamar lo que se quiera, por ejemplo alianza, pero, se le llame como se le llame, pedir eso, es mucho pedir.

 

Definir el enemigo

Lo primero que hay que hacer para librar una guerra es saber quién es el enemigo, algo que resulta obvio pero que en este caso no lo es, ya que el ataque del 11 de septiembre no estuvo firmado. Ante ello Washington ha hecho una primera definición: se trata de las organizaciones terroristas y de los regímenes que las patrocinan o les ofrecen santuario y apoyo. Esa formulación abstracta es susceptible de concretarse pues el departamento de Estado publica una lista de los grupos que considera terroristas y otra de los países que a su juicio prestan ayuda al terrorismo. En esta última figuran: Irak, Irán, Siria, Libia, Sudán, Corea del Norte, Cuba, Afganistán y, en cierta medida, Pakistán y Yemen. Es una lista bastante nutrida pero es que, además, Washington ha dicho que en la guerra contra el terrorismo considerará que quien no esté de su lado está del lado de los terroristas. Una definición de enemigos tan abultada traduce el estado de indignación que viven las autoridades estadounidenses y la resolución con que se proponen responder a la agresión sufrida, pero no resulta útil para el combate.

La lista en cuestión tiene un valor indicativo ya que, como ha dejado ver el cambio de relaciones que se ha producido entre Washington e Islamabad en cuestión de días, quién es y quién deja de ser enemigo es algo que se puede alterar pagando el precio oportuno, es decir, se negocia. Eso introduce en la guerra un factor de ambigüedad que con el paso del tiempo irá en aumento. Dicho de otra forma, aunque está claro que en la actual guerra, el enemigo son los terroristas y sus colaboradores, lo que no está ni va a estar tan claro es quiénes son o no terroristas o colaboradores. Para empezar el combate, EE UU ha debido minimizar la lista de enemigos hasta reducirla a tres: Bin Laden, su organización, Al Qaeda, y el régimen de los talibán.

Aunque en estos momentos todos los ojos están puestos en este país, para Bush el frente más delicado de la guerra contra el terrorismo está en su propia tierra. Tras el 11 de septiembre la pregunta sin respuesta es si hay más terroristas suicidas dentro de EE UU, esperando una orden o una circunstancia previamente convenida para volver a atacar. Planificar un atentado como el del día 11 como algo aislado es poco razonable. Hablamos de una operación en la que se suicidaron diecinueve terroristas cualificados que llevaban preparándola meses o años. Eso representa una inversión proprolongada
que no es lógico realizar en términos de todo o nada. Desde el punto de vista de sus promotores, la preparación bien pudo merecer un esfuerzo suplementario para complementar esa operación con un segundo atentado, concebido como alternativa ante el eventual fallo del primero, o para llevarlo a cabo en un momento ulterior. ¿Como contrarréplica? ¿Dentro de un año, para golpear de nuevo a EE UU cuando empiece a reponerse? Nadie lo sabe. Por eso el segundo ataque es una eventualidad con la que Bush tiene que contar. Y también los europeos, porque el segundo ataque podría tener lugar en el Viejo Continente.

Quizá el del 11 de septiembre se termine revelando como un hecho aislado, pero EE UU no puede permitirse el lujo de imaginarlo. Está condenado a suponer lo contrario. Condenado porque las consecuencias serán gravosas. Bush ha autorizado a determinados mandos militares a dar la orden de abatir aviones de pasajeros que se desvíen de su ruta. Una decisión como ésta da idea de lo que la Casa Blanca considera que está en juego. Muchas otras medidas se irán aplicando con el fin de localizar o neutralizar a posibles terroristas residentes en el país, y buena parte de ellas supondrán controles discriminatorios de la población en función de factores étnicos y religiosos. Esta vez los más discriminados no van a ser los negros, sino los árabes y musulmanes. De ello no dejarán de derivarse tensiones sociales que, en un ambiente con componentes ideológicos racistas o xenófobos, pueden llegar a ser graves. La guerra contra el terrorismo va a afectar al sistema de libertades y garantías tanto de los ciudadanos como de los residentes en EE UU y de quienes allí viajen.

¿Pruebas? De la larga lista de enemigos, EE UU ha singularizado como responsables directos del ataque a Bin Laden, Al Qaeda y el régimen talibán. Washington dice tener pruebas de que Bin Laden lo ordenó, de que miembros de Al Qaeda lo realizaron y de que todo esto fue posible por las facilidades que el régimen talibán les viene ofreciendo. Incluso ha mostrado esas pruebas a algunos gobiernos. Pero en este asunto el término “pruebas” se viene usando de manera errónea. No son pruebas en el sentido jurídico del término, ya que no van a presentarse ante un tribunal para convencer a un juez o a un jurado. Lo que se viene llamando “pruebas” son elementos de diversa naturaleza que han llevado a las autoridades estadounidenses a la convicción moral de que Bin Laden es responsable de lo ocurrido y a la decisión política de declararle la guerra. En este trámite no se está probando si el terrorista saudí ha cometido un crimen o no, sino decidir si, pese a las dudas que puedan existir a ese respecto, se le declara la guerra. Se trata de una decisión esencialmente política, no jurídica.

En teoría, Washington podría haber decidido acusar a Bin Laden ante un tribunal y actuar después, de acuerdo con la sentencia de éste. Pero en la práctica, EE UU no puede permanecer paralizado mientras se prueba fehacientemente de dónde surgió la orden de atacar las Torres Gemelas y el Pentágono. Tiene derecho a responder, y si opta por hacerlo debe decidir contra quién lo hace. Esa decisión, cualquiera que sea su fundamento, será política. Eso no cambia porque Washington incluya sentencias de algunos tribunales de EE UU que vincularon a Bin Laden con otros ataques terroristas.

Lo anterior viene a cuento porque, más allá del ejercicio del principio de autodefensa, los fundamentos en Derecho internacional de la guerra contra el terrorismo son imprecisos. Es cierto que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó de forma unánime una resolución de condena del terrorismo, pero esa resolución continúa sin aclarar qué es terrorismo. Y una guerra prolongada requiere una base jurídica más sólida, cuya falta irá dando lugar a mil litigios y problemas.

Los objetivos se entrelazan como las cerezas. Una vez decidido que Bin Laden y su organización son los objetivos prioritarios, el frente afgano resulta muy importante porque allí se encuentra Bin Laden y Al Qaeda alberga algunas de sus instalaciones. Ahora bien, las que tiene en Afganistán no constituyen el corazón de Al Qaeda (sus efectivos humanos operativos se encuentran dispersos por el mundo) y a Bin Laden no le costará demasiado salir de Afganistán cuando lo considere oportuno. Más aún, causar un daño irreparable a esa organización resultará imposible mientras el régimen talibán la proteja. Con otras palabras, acabar con este régimen es lo que más daño puede hacer a Bin Laden y su organización. Pero si Washington destruye el régimen talibán ¿qué o quién ocupará su lugar?

Un general estadounidense al frente de tropas de ocupación no parece una opción muy verosímil. Si se crea un vacío surgirán enfrentamientos entre los países vecinos que tratarán de llenarlo. Bin Laden habrá perdido sus campamentos pero el mundo sólo habría ganado una guerra más. ¿Podrían gobernar Afganistán los dirigentes de la Alianza del Norte? No, porque eso es inaceptable para Pakistán, lo que quiere decir que también daría lugar a otra guerra. ¿Y una coalición de todas las tribus apadrinada por el viejo rey afgano desde su exilio en Roma? Eso es algo que los afganos han sido incapaces de hacer desde 1979. Aun así puede resultar posible, pero una primera condición sería no bombardear demasiado a los talibán que terminarían formando parte de ese gobierno unitario. En todo caso, los bombardeos provocarán desplazamientos masivos que pueden dar lugar a situaciones humanitarias insostenibles. Éstas son las cosas que tiene que ponderar con cuidado la administración Bush si quiere que su primera respuesta contra Bin Laden sea eficaz y no contraproducente.

La logística militar se mezcla con la estabilidad política. Aunque todavía no lo sea, supongamos que la misión a realizar en Afganistán está perfectamente clara y sepamos qué hace falta para llevarla a cabo. Para capturar o eliminar a Bin Laden y destruir su infraestructura en Afganistán es necesario contar con fuerzas aéreas y tropas de operaciones especiales. ¿Desde dónde lanzar las operaciones? Logísticamente Pakistán es la base ideal para intervenir en Afganistán. Cuando escribo, EE UU ha conseguido la cooperación paquistaní aunque con condiciones confusas. Pakistán parece dispuesto a autorizar el acceso a su espacio aéreo y a ofrecer algunas facilidades logísticas, pero no a que en su territorio se instalen tropas estadounidenses. Además reclama que la acción militar de EE UU cuente con un mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y que no produzca bajas civiles. Con lo que lo anterior tenga de verdad y de desinformación es reflejo de que en Pakistán existen sectores de la población y del ejército favorables a los talibán y contrarios a que su país facilite la intervención estadounidense en Afganistán.

En estas condiciones, sean cuales sean las promesas del general Pervez Musharraf, establecer en territorio paquistaní las bases de la intervención es edificar sobre terreno incierto, ya que necesitarían importantes medios de autodefensa para neutralizar posibles ataques de origen local, lo que multiplicaría los problemas logísticos. También resulta arriesgada la utilización del espacio aéreo paquistaní para que reposten los aviones de ataque provenientes de portaaviones o de bases en la península Arábiga. Un avión cisterna es un blanco fácil para cualquier unidad militar paquistaní dispuesta a actuar por su cuenta. La India ha ofrecido a EE UU sus bases, pero los vuelos hacia Afganistán con origen en este país deberían atravesar el espacio aéreo paquistaní y eso es algo inaceptable para su ejército. El problema que se plantea es que si se acumulan demasiadas cosas inaceptables para sectores del ejército paquistaní, el país puede verse sacudido por un golpe de Estado o por un enfrentamiento interno que amenace situar en el poder a los simpatizantes de los talibán. Dado que Pakistán posee armas nucleares, algo semejante constituye un riesgo de tal envergadura que EE UU tiene que estar preparado para intervenir directamente en los enfrentamientos entre paquistaníes con el fin de impedir que los sectores islamistas radicales lleguen a hacerse con el control de las armas nucleares.

 

El necesario apoyo ruso

Así se entiende que el ataque contra Afganistán debe apoyarse desde el Norte: Uzbekistán y Tayikistán. Esto sólo es posible con el apoyo de Rusia, que no lo dificulta porque nadie está más interesado que Moscú en facilitarlo. Primero, porque Bin Laden sostiene a los separatistas chechenos. Segundo, porque los talibán son enemigos jurados de Rusia y no cesan de crear problemas en las repúblicas centroasiáticas que los rusos continúan tutelando. Y tercero, porque si Rusia le facilita esa tarea a EE UU puede obtener a cambio importantes contrapartidas. En realidad, todos los vecinos de Afganistán (salvo Pakistán) incluidos Irán y China, son contrarios al régimen talibán y se sentirán cómodos si EE UU acaba con él. Lo que no quiere decir que todos estén dispuestos a darle las mismas facilidades para hacerlo. El frente afgano plantea la paradoja de que los tradicionales aliados de EE UU pueden ayudarle poco en este terreno, mientras que quienes más pueden hacerlo son países que desconfían de Washington.

La alianza en el frente afgano está siendo un zoco, una cuestión de precio. Lo que Pakistán reclama (además de dinero) puede costarle a los estadounidenses sus actuales deseos de entenderse mejor con
la India. Rusia ya ha obtenido resultados, pues los insurrectos chechenos se cuentan ahora entre los terroristas asociados con Bin Laden que hay que eliminar. Pero la factura de Moscú puede resultar mucho más cara: incluir la ampliación de la OTAN o elevarse hasta la defensa espacial antimisiles, sin olvidar sus aspectos económicos. La respuesta que Washington vaya dando a los requerimientos de los países que le ayuden definirá en términos prácticos cuán central va a ser en su política exterior la recién declarada guerra contra el terrorismo.

Evaluación de resultados. Supongamos que ya están resueltos los problemas que plantea el lanzamiento del ataque. Supongamos también que está resuelto el asunto de la inteligencia, es decir, que las fuerzas que van a intervenir saben lo suficiente sobre las instalaciones de Al Qaeda y los movimientos de Bin Laden para que su acción pueda resultar efectiva. Tras eso sólo queda lanzar las operaciones y evaluar sus resultados. ¿Qué puede pasar?

En cuanto a Bin Laden, los resultados pueden oscilar desde que sea capturado o muerto, hasta que se desvanezca y escape. En cuanto a las instalaciones de Al Qaeda, es probable que muchas sean destruidas pero igualmente lo es que sean reemplazadas por otras en algún rincón de África u Oriente Próximo. Por lo que se refiere al régimen de los talibán, las posibilidades oscilan entre su eliminación y su permanencia. La primera podría ir asociada a una situación caótica en Afganistán, y la segunda, tomar la forma de la participación de sectores talibán en un futuro gobierno de concentración de tribus.

A todo lo anterior hay que añadir una serie de efectos colaterales inevitables como las víctimas civiles que produzcan los bombardeos, y un éxodo de refugiados que conllevará muertes como consecuencia del hambre y del frío (esto como mal menor y aún contando con una fuerte ayuda humanitaria) y que (en el peor caso) puede descontrolarse elevando las cifras de mortandad y produciendo enfrentamientos en diversas zonas fronterizas. La variable más difícil de evaluar es el efecto que tendrán estos acontecimientos sobre la población de diversos países musulmanes, es decir, cómo reaccionarán al ver que sus hermanos de religión son víctimas de esas calamidades. ¿A quién harán responsable, a Bin Laden o a EE UU?

Jugando con esas variables se puede dibujar un escenario rosa y otro negro. En el primero, Bin Laden es eliminado, los campamentos de Al Qaeda desmantelados y los talibán pierden el poder. En EE UU no hay nuevos atentados, se liberan muchas tensiones y renace la confianza. Pero también ocurren otras cosas. Hay víctimas civiles y una grave situación humanitaria entre los desplazados que alimenta resentimientos antiamericanos entre muchos musulmanes. Musharraf sigue en el poder pero una parte de la población y de las fuerzas armadas paquistaníes lo consideran un traidor y se conjuran para poner fin a su mandato. En Afganistán ha desaparecido el poder central y surgen centros de poder locales que tienden a enfrentarse unos con otros. Hay intentos de evitarlo creando un gobierno que incluya a todas las tribus, pero no es fácil y los países vecinos comienzan a adoptar medidas militares porque se sienten inquietos. Todo esto puede significar que en la lucha contra el terrorismo se ha ganado algo de tiempo. Pero si no se emplea de forma adecuada para poner remedio eficaz a los conflictos que alimentan el terrorismo, se corre el riesgo de que cuando ese tiempo haya transcurrido se vuelva al principio con un Bin Laden II.

En el escenario negro, a pesar de los bombardeos y de las incursiones de fuerzas especiales, Bin Laden no es capturado. Desde Al Jazira, la televisión de Qatar, se denuncia la intervención estadounidense y muestra imágenes brutales sobre niños y civiles muertos en el ataque (que sean ciertas o falsas, poco importa). El predicamento de Bin Laden entre sectores islámicos radicales crece. Los campamentos de Al Qaeda en Afganistán son destruidos pero la organización activa una unidad terrorista suicida dormida y lleva a cabo un duro atentado en EE UU o en Europa.

Como reacción, se producen agresiones contra musulmanes en EE UU o en Europa. Los países de procedencia de los agredidos protestan y la discusión hace aflorar viejos odios. En las fronteras con Pakistán, Irán y en otros puntos, el movimiento de desplazados es caótico y la situación degenera en enfrentamientos y matanzas. La situación de Pakistán se vuelve inestable. En Irán la tensión refuerza a los intransigentes. En este ambiente de crisis internacional en Israel y en los territorios ocupados son los más radicales quienes marcan la pauta y los enfrentamientos alcanzan un nuevo nivel, generalizándose en Jerusalén donde se producen batallas de guerrilla urbana. Todo esto sacude profundamente al mundo musulmán, tanto que en varios países (¿Indonesia, Filipinas, Marruecos…?) minorías radicales generan disturbios callejeros con muertos. En otros (¿Egipto, Arabia Saudí, Pakistán…?) el gobierno pierde el control y los radicales se hacen con el poder.

En Afganistán se podrá ganar una batalla pero no la guerra contra el terrorismo. Así pues, ¿después de Afganistán, qué? Este asunto no parece tenerlo resuelto todavía Washington. El candidato para un segundo frente sería Irak, pero las cosas distan de estar claras a este respecto. No me refiero a la responsabilidad que tenga o deje de tener el régimen de Sadam Husein en la actividad de algunos grupos terroristas. Alguna tiene y si no, es porque no ha conseguido tenerla. Habría que ser un santo, y Sadam no lo es, para aguantar diez años de bombardeos y sanciones sin recurrir a cualquier método que pueda hacer daño a quien te lo hace. Pero eso es lo de menos. Aunque fuera un enemigo del terrorismo, EE UU seguiría considerándolo su propio enemigo. Lo que no está claro es si la guerra contra el terrorismo le va a facilitar o complicar a EE UU su combate contra el presidente iraquí.

Washington parece llegar a la conclusión de que una condición para que la guerra contra el terrorismo tenga éxito es que no aparezca ni pueda ser percibida como una guerra contra los árabes o contra el islam. Eso, sin duda, es cierto, pero además conlleva unas implicaciones que todavía no se sabe si el país las ha asumido del todo. No sólo desaconseja abrir un segundo frente contra otro país musulmán (sea Irak o cualquier otro), sino que requiere que la administración se esfuerce por apaciguar el enfrentamiento entre israelíes y palestinos. Hasta el momento, Bush ha hecho a este respecto dos cosas sensatas pero nada extraordinarias. Una, respaldar al ministro de Asuntos Exteriores israelí, Simon Peres, para que negocie con el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yasir Arafat, y la otra, declarar que los palestinos tienen derecho a un Estado compatible con la seguridad de Israel. Lo que ha sido más extraordinario es la respuesta del primer ministro israelí, Ariel Sharon, comparando esa actitud de Bush con la pusilanimidad de Europa ante Hitler en los años treinta.

En la guerra contra el terrorismo, EE UU e Israel tienen prioridades diferentes. Si Washington quiere impedir que se convierta en una guerra de religiones (que es lo que busca Bin Laden) su prioridad debe consistir en poner de su lado a los gobiernos árabes moderados. Por el contrario, la prioridad del gobierno israelí en estos momentos es aprovechar la oportunidad del conflicto para dar golpes demoledores a los palestinos. Ambas cosas son incompatibles. Puede ocurrir que para hacer prevalecer sus prioridades, Washington tenga que conseguir que Ariel Sharon deje el poder. Y puede ocurrir que EE UU no logre imponer sus prioridades, es decir, que la agudeza del enfrentamiento palestino-israelí impida a los gobiernos árabes moderados alinearse con Washington porque si lo hacen arriesgan su continuidad.

Lo que subyace tras este contraste puede resultar decisivo para el futuro de Oriente Próximo. Mientras el problema central entre EE UU y los gobiernos árabes moderados ha venido siendo el conflicto palestino-israelí, los hechos han demostrado (incluyendo el mandato de Bill Clinton) que Washington daba prioridad a los deseos de Israel frente a las demandas de El Cairo, Amman, etcétera. Pero ahora puede ocurrir que la posición de los gobiernos árabes moderados empiece a pesar más para Washington que los deseos del gobierno israelí; y así otros asuntos en Oriente Próximo, como el comportamiento de Washington hacia Irak, puede experimentar cambios importantes. Pero todavía es pronto para decirlo.

Volviendo al asunto de los frentes, muchas son las cosas que hacen difícil que tras la batalla en Afganistán se abran nuevos frentes territoriales de la guerra antiterrorista en Irak o en otros países árabes que EE UU tiene en su lista de Estados delincuentes. De todas formas, mucho dependerá de los resultados de la batalla afgana y de la evolución del conflicto entre palestinos e israelíes. Quien sí está interesado en que Bush abra nuevos frentes en otros países musulmanes es Bin Laden, pues eso contribuiría a perfilar el conflicto como un enfrentamiento entre EE UU u Occidente y el islam. Si esto no se produce y los estadounidenses consiguen alinear a su lado a los gobiernos árabes moderados, no hay que descartar que Bin Laden promueva (hasta donde tenga capacidad) movimientos y enfrentamientos en esos países como elemento de presión sobre sus gobernantes. En cualquier caso, la guerra contra el terrorismo se continuará librando en lo que denomino el “frente mundial disperso”.

 

Una dispersa red mundial

Al Qaeda significa “la base” y es un nombre sin connotaciones religiosas o políticas, un término funcional. No es una organización que pretenda convencer de algo, no necesita hacerlo pues sólo opera con ultraconvencidos, ofreciéndoles una base para llevar adelante con eficacia sus objetivos. Éstos, aunque diversos, siempre apuntan a EE UU, Israel y los gobiernos árabes que se someten a Washington. Pero Al Qaeda no existiría si no hubieran existido antes varias generaciones de movimientos que vienen luchando por objetivos específicos que apuntan en las direcciones citadas. Partiendo de ello, Al Qaeda ha ido situando a su gente en diferentes países, ha creado una red de unidades autosuficientes, aisladas entre sí y mínimamente comunicadas con el exterior y que, además, no tiene centro ni niveles jerárquicos. Aunque la red sea destruida en Afganistán o en EE UU conservará su capacidad en otros lugares. Todo esto diferencia a Al Qaeda de otras organizaciones terroristas, islámicas y no islámicas.

Pero hay otras dos diferencias. Primera, la red se ha mantenido sin conexiones con los servicios de inteligencia de cualquier gobierno. Eso que al principio pudo ser una dificultad, le ha permitido actuar con un nivel de secretismo extraordinario, clave para su eficacia y que hoy constituye su mejor protección. Segunda, Al Qaeda cuenta con terroristas suicidas cualificados y disciplinados, lo que le ha permitido realizar las operaciones que se le atribuyen, como el ataque del 11 de septiembre y la voladura del destructor Cole, entre otras. En cuanto a provocar daños, la diferencia entre terroristas y terroristas suicidas es equivalente a la diferencia entre armas convencionales y nucleares. Los primeros producen mucho dolor humano pero no pueden llegar a hacer daños insoportables para el Estado. Al Qaeda sí puede hacerlo con sus terroristas suicidas cualificados.

Los atentados en Nueva York y Washington han hecho que estadounidenses y europeos comiencen una discusión sobre los terroristas suicidas. ¿De dónde surgen? El debate en curso deja ver dos enfoques distintos. Para unos, es consecuencia de un delirio religioso ajeno a motivaciones y reivindicaciones sociales o políticas. Para otros, es el producto degenerado de situaciones en las que grupos humanos se ven sometidos a condiciones social y políticamente insoportables. En teoría, esa diferencia admite solución porque procede de un malentendido. Diferenciar entre lo religioso, lo social y lo político no pasa de ser una metodología de análisis propia del pensamiento ilustrado; en la vida esas fronteras nunca están claras y, lo que en este caso es más importante, en el pensamiento islámico lo que los occidentales entendemos por religión, por cuestiones sociales y por asuntos políticos constituye una entidad única que no puede separarse. Así pues, decir que Bin Laden actúa por motivos religiosos que no son sociales o políticos, es algo que para él carece de sentido y que, por tanto, de poco nos puede servir para entenderle y combatirle.

Sin embargo la polémica tiene una dimensión práctica. Forzando las cosas se suele suponer que atribuir el origen de los terroristas suicidas a circunstancias sociales y políticas conduce a desplazar las responsabilidades hacia EE UU. Puede haber quien pretenda eso pero no tiene por qué ser así. Los condicionantes sociales y políticos que subyacen al fundamentalismo islámico nacen mucho antes de que EE UU estuviera presente en Oriente Próximo y, si fueran cuantificables, la cuenta de algunos países europeos sería tan grande o mayor que la estadounidense. Realmente en Oriente Próximo todavía no ha terminado la Primera Guerra mundial, aunque en Europa no nos hayamos enterado. Por otra parte, pensar que el terrorista suicida puede generarse como resultado de lecturas extraviadas del Corán, es casi lo mismo que creer que esa religión es perversa, y de ahí a alentar una guerra de religiones o un choque de civilizaciones sólo hay otro paso.

Los terroristas suicidas islámicos, como los mártires cristianos de hace veinte siglos, son seres humanos que aparecen en situaciones en las que las penalidades, la desesperación y la fe en otra vida mejor se combinan en cantidades superiores a las que una mente cuerda puede soportar. Pero impedir que los terroristas suicidas se propaguen no basta para evitar que se difundan ideas religiosas extremas, también se necesita poner fin a situaciones durísimas en las que esas ideas pueden resultar creíbles y hasta atractivas para algunas de las gentes que sufren.

Una guerra de inteligencia. Para combatir a los terroristas suicidas que hoy forman las filas de Al Qaeda y que se encuentran desplegados de manera dispersa en un frente mundial, se necesitan dos requisitos. Primero, informaciones que permitan saber dónde se van a encontrar en un momento dado efectivos terroristas y sus recursos (dinero, armas, etcétera). En segundo lugar, hace falta disponer de fuerzas de intervención capaces de eliminarlos allí donde se encuentren, es decir, en cualquier parte del mundo. Por ello, la guerra contra el terrorismo en el frente mundial difuso será una guerra de inteligencia y tendrá mucho de guerra sucia. Quienes asuman en EE UU la dirección operativa de esa lucha reclamarán poder actuar sin ataduras jurídicas ni políticas; la medida en que lo consigan ya es otra cosa y los problemas que pueden presentarse serán delicados. Se puede buscar un antecedente en la campaña del Mosad (servicios secretos israelíes) contra la organización palestina Septiembre Negro. El gobierno israelí decidió liquidarla y para hacerlo el Mosad comenzó a actuar por su cuenta convirtiendo diversas capitales europeas en campo de batalla de una guerra a la que preferían mantenerse ajenos los gobiernos respectivos. EE UU va a tener que decidir si hace o no algo semejante.

Sin duda, va a contar con la cooperación europea, pero, como ya se ha dicho, ésta es una guerra en la que cuando se localiza un blanco, lo efectivo no es informar y negociar con los aliados si debe o no ser eliminado o quién debe encargarse de hacerlo. La efectividad reclama a quien lleva la voz cantante que no comparta ni información ni responsabilidad, mientras que el buen funcionamiento de cualquier alianza requiere lo contrario. Lo anterior no reza sólo para operaciones contra personas. También se aplica con variantes al seguimiento y control de dinero y de otros recursos. En estos campos puede ocurrir que buscando unas cosas surjan otras inesperadas y embarazosas, o que ayudando a combatir a los terroristas un país ponga en peligro intereses económicos propios, todo lo cual plantea tensiones entre eficacia y corresponsabilidad.