POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 1

El presidente de EEUU, Ronald Reagan, y el secretario de Estado, Goerge P. Schultz, conversan en los jardines de Camp David (Maryland, EEUU), el 26 de junio de 1982. MICHAEL EVANS/GETTY

Peligros de la desunión entre naciones libres

La seguridad colectiva depende de la democracia, de su cultivo y salvaguardia. Nuestra comunidad de naciones debe permanecer unida en reafirmación constante de los ideales democráticos y de las instituciones que mantienen la vitalidad de la civilización occidental. La situación estratégica de España exige cooperación económica entre amigos y aliados.
George P. Shultz
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La primera obligación de toda nación libre es la de su propia defensa. Es también importante ensanchar la defensa mutua desde el punto de vista militar. En los últimos años, los Estados Unidos han hecho sólidos avances en este sentido: se han podido desplegar efectiva­mente en Europa sus proyectiles de alcance medio; España ha reafirmado su compromiso en la OTAN; hemos hecho progresos con los aliados en la investigación de la IDE, y tenemos robustos compromisos de ámbito regio­nal. Además, el Grupo Conjunto Político-Militar norteamericano-israelí se ha convertido en institución permanente de significación cada vez mayor.

Nuestra seguridad colectiva depende de la democracia, de su cultivo y salvaguardia. Las naciones de América Central y del Sur, más Filipinas, han ofrecido en estos últimos tiempos ejemplos inspiradores. Nuestra comuni­dad de naciones debe permanecer unida en reafirmación constante de los ideales democráticos y de las instituciones que mantienen la vitalidad de nuestra civilización.

Nuestra situación estratégica exige cooperación económica entre ami­gos y aliados. La importancia del crecimiento económico ha quedado de­mostrada en la recuperación general que se ha registrado en los ochenta a escala mundial con el impulso de la economía norteamericana. Cada vez son más las economías de planificación estatal las que están recibiendo ese mensaje. Por otra parte, la ayuda económica es un instrumento fundamen­tal. Hoy somos más fuertes de lo que lo éramos hace diez o incluso quince años. Nuestros recursos estratégicos y económicos están desarrollando su función en bien de la seguridad y el bienestar colectivos.

Para consolidar estos éxitos recientes necesitamos hacer que otros re­cursos con que contamos funcionen igualmente, porque han sido atacados en el plano político, precisamente en unos momentos en que se acrecentaba la necesidad de unidad. Hay a este respecto algunas cuestiones clave que reclaman atención.

En primer lugar, que, aunque hemos buscado siempre actuar con con­tención, tenemos que reconocer que la pasividad es a veces la línea de acción más peligrosa. Se han logrado algunos progresos, pero aún queda mucho por hacer. Hace unas semanas, en la reunión de Tokio, se alcanzó un notable consenso en la proclamación de las siete democracias industriales contra el terrorismo. En dicha reunión formulamos directrices decisivas que ha de seguir el mundo civilizado a la hora de responder a sus enemigos. Pe­ro hemos de admitir que no se llegó fácilmente al comunicado de Tokio. Fue el producto de amargas lecciones: las muertes de Robert Stethan, de Leon Klinghoffer, de Kenneth Ford y tantos otros nombres de tantos otros países. Hoy, como en los años treinta, la inacción nunca trae mayor seguridad para nosotros y nuestros amigos; antes bien, provoca el envalentonamiento de los que querrían destruir nuestra comunidad. Después del comunicado de Tokio, una de las medidas más importantes que es preciso tomar es la apro­bación del Tratado de Extradición entre Estados Unidos y el Reino Unido, que en estos momentos está en trámite en el Congreso de los Estados Uni­dos. El buen terrorista no existe.

Hemos de admitir que, a veces, acción quiere decir acción militar. Ha habido menos consenso público en relación con el éxito de nuestro ataque contra Libia. Sin embargo, los resultados están convenciendo a los escépti­cos: Gadafi se encuentra en retirada y Siria está incómoda, lo cual constitu­ye una reacción que puede inducir a ese país a pensar muy detenidamente sobre su eventual participación en aventuras criminales.

Lo mismo que buscamos apoyo, hemos de apoyar a amigos cuyas fuer­zas armadas han de responder a agresiones, como lo hicimos al ayudar a Gran Bretaña durante la guerra de las islas Falkland o como hemos hecho con la ayuda recientemente prestada al esfuerzo francés contra Libia en África y asimismo el apoyo que nos brindó Gran Bretaña el pasado mes de abril. Los que emplean la fuerza militar o ayudan a los que la emplean se convierten invariablemente en centro de las polémicas. Pero es precisamen­te en esos momentos cuando la solidaridad cuenta. Todos hemos visto cómo Israel se apresuró a apoyar nuestra acción contra el terrorismo y la agresión libios.

En este punto cabe hacer un inciso. Este principio también se aplica en lo que se refiere a la necesidad de los Estados Unidos de apoyar –bajo con­diciones bien delimitadas– el esfuerzo de Arabia Saudí para defender el gol­fo Pérsico. El peligro es real en esa zona. El avance del jomeinismo en la zona dañaría los intereses estratégicos de los Estados Unidos y, obvio es decirlo, los de Israel también. Hay muchos países del mundo árabe que quie­ren paz, estabilidad y moderación, y que pueden convenir en la aceptación de una realidad permanente como es la del Estado de Israel. Pero, si los Estados Unidos no pudieran demostrar que son una presencia constante, eficaz, fuerte y responsable en Oriente Próximo, países con las mejores in­clinaciones se acomodarán inevitablemente a la situación creada por aque­llos otros países que tienen las peores intenciones hacia nosotros.

Quisiera, en fin, hacer brevemente referencia a otros ámbitos en los que se precisa un entendimiento y un esfuerzo más concertados. En el seno de nuestra comunidad internacional, las diferencias en materia de comercio han sido un factor importante de división, han erosionado la cooperación y debilitado la confianza pública en el valor de los vínculos comunes. Hemos de precavernos especialmente contra las políticas proteccionistas que des­truyen posibilidades de crecimiento a largo plazo y favorecen divisiones prolongadas.

 

«Tenemos que superar la idea de que la palabra ‘encubierto’ es una palabra sucia, teniendo presente que los éxitos de la información y las operaciones secretas han tenido decisiva influencia en nuestras victorias en dos guerras mundiales»

 

Necesitamos hacer frente al hecho de que nuestras divisiones internas pueden debilitar los vínculos de unidad con países amigos. Las limitaciones a la capacidad de acción del ejecutivo establecidas no hace mucho constitu­yen un impedimento para la adopción de decisiones eficaces y nos restan crédito, tanto ante los amigos como ante los enemigos. Las restricciones sobre el uso de la fuerza incorporadas a la ley de Poderes de Guerra consti­tuyen prácticamente una invitación a que un enemigo no nos tome en serio, y además deterioran el respaldo de aliados que podrían estar más dispuestos a acompañarnos si estuvieran convencidos de que los Estados Unidos van a mantener sus posiciones.

Y tenemos que superar esa idea de que la palabra “encubierto” es una palabra sucia. Las naciones libres acostumbradas al debate abierto sienten una natural incomodidad ante la acción encubierta, lo mismo que les produ­cen incomodidad las ambiguas circunstancias que nos obligan a actuar en secreto. Pero hemos de tener presente que los éxitos de la información y las operaciones secretas han tenido decisiva influencia en nuestras victorias en dos guerras mundiales. Hoy, en nuestra guerra en la sombra contra el terro­rismo, el empleo de esos instrumentos es igualmente imperativo. Los Esta­dos Unidos van a hacer uso de ese tipo de medidas, legal y adecuadamente y con la debida participación de los Comités legislativos competentes. Lo que resulta decisivo es la capacidad para tomar ciertas iniciativas de manera silenciosa en situaciones en las que, cuanto más se conocen las medidas, menos eficaces resultan.

La historia reciente ha reafirmado a amigos y aliados que la influencia norteamericana en el exterior constituye una fuerza favorable a la liberación y la prosperidad. Nuestro apoyo a fuerzas democráticas filipinas, nuestro apoyo a movimientos nacionales contra regímenes tiránicos y nuestra vo­luntad demostrada de defender de ataques a nuestros amigos y a nosotros mismos han renovado la confianza de nuestros aliados y de nuestra propia sociedad. Nos movemos; el juego nos es favorable.

Pero hay conquistas recientes que resultan vulnerables. Estamos co­menzando a comprender que la mejor baza de nuestros enemigos es nuestra propia desunión. Tenemos que mostrar, sin dejar dudas, que tanto nosotros como nuestros aliados podemos movilizar un rico despliegue de capacida­des dirigidos a afianzar nuestra seguridad.

En una comunidad de naciones libres siempre habrá expresión de opi­niones diferentes. La disensión es la seña de la libertad y la democracia en funcionamiento. Pero necesitamos convenir al menos en dos puntos funda­mentales: qué es lo que defendemos y contra qué estamos. Los riesgos de la desunión no podrían ser más profundos. La disensión sobre cuestiones fun­damentales estimula a nuestros adversarios y erosiona nuestra cooperación en todas las vertientes de nuestras relaciones y también la seguridad y la moral de los que aspiran a unirse a nosotros.

La comunidad de naciones civilizadas ha conocido amenazas desde su mismo nacimiento. Nuestro modo de vida ha sobrevivido y florecido a pesar de tales amenazas; ha resistido una depresión a escala global y guerras mundiales, incluso en los rincones más oscuros de la Europa ocupada por los nazis y en los más remotos gulags soviéticos. Pero toda comunidad que tenga fe en sí misma y en sus valores quiere algo más que la mera supervi­vencia: buscará asegurar que esos valores florezcan y, por encima de todo, buscará transmitirlos, can orgullo y sin temores de represión, a las genera­ciones sucesivas.

Esta vía requiere sacrificios, tanto individuales como colectivos, tanto materiales como humanos. Requiere lo que se ha llamado “valor cívico”, una voluntad de sacrificio por el bien común que nace de la fe en nosotros mis­mos y de nuestro modo de vida. Necesita dirección. Las comunidades de naciones, como las comunidades que las componen, no son empresas abs­tractas, sino conjuntos de individuos conducidos por hombres y mujeres lúcidos y valientes. Son las que custodian nuestras aspiraciones y nuestro futuro. Los Estados Unidos, y nuestros amigos de Europa y del resto del mundo, estamos embarcados en una vía común. Si mantenemos nuestra fe los unos en los otros y en el legado que nos une, prevaleceremos en todas las ocasiones en que nuestra comunidad sea puesta a prueba. Y lo haremos todos juntos.