POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 150

Un grupo de personas contempla un mapa del mundo. GETTY

Un mundo sin hegemonías

Ni Occidente ni ‘el resto’. El mundo se dirige a una diversidad política e ideológica en la que no habrá hegemonías, pero sí una alta competencia. La capacidad desestabilizadora de esta transición aumentará mientras EEUU y la UE sigan a la deriva.
Charles A. Kupchan
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La distribución mundial del poder está cambiando rápidamente. Europa y Estados Unidos, que durante cerca de dos siglos han dominado juntos el panorama mundial, están cediendo poder e influencia a China, India, Brasil y a otras potencias emergentes. Las repercusiones de esta continua redistribución del poder se verán magnificadas por el hecho de que los países emergentes están creando sus propios modelos de gobernanza y de capitalismo, y no están adoptando las normas políticas y económicas asociadas al “sistema occidental”. El siglo XXI no pertenecerá ni a Europa, ni a EEUU, ni a China, ni a ningún otro país: el mundo no será de nadie.

Al mirar hacia el futuro, las democracias occidentales se enfrentan a la perspectiva de un mundo transformado. Su dominio está disminuyendo. Su modelo de modernidad –la democracia liberal, el capitalismo industrial y el nacionalismo laico– tendrá que competir con otros modelos políticos y económicos, entre los que se incluyen el capitalismo de Estado en China y Rusia, el islam político en Oriente Próximo y el populismo de izquierdas en Latinoamérica. Si Occidente quiere adaptarse y sumarse al acelerado cambio en los asuntos mundiales, tendrá que recuperar su salud económica y recobrar su vitalidad política, que no son tareas fáciles cuando Europa se está desmoronando por la crisis de la deuda y EEUU está prácticamente paralizado por la polarización partidista.

En las próximas décadas se producirá una reestructuración completa de la jerarquía mundial. Durante la guerra fría, los aliados occidentales representaban más de dos tercios de la producción mundial. Hoy, representan cerca de la mitad de la producción, y dentro de poco será mucho menos. En 2010, cuatro de las cinco principales economías del mundo todavía eran del mundo desarrollado (EEUU, Japón, Alemania y Francia). De los países en vías de desarrollo, solo China alcanzaba ese nivel y ocupaba el segundo lugar. Hacia 2050, según Goldman Sachs, cuatro de las cinco principales economías provendrán del mundo en desarrollo (China, India, Brasil y Rusia). Entre los países desarrollados actuales, solo EEUU pasará el corte; ocupará el segundo lugar, y el tamaño de su economía será más o menos la mitad que el de China.

Este igualamiento en la distribución internacional del poder va a producirse con bastante rapidez. El Banco Mundial vaticina que el dólar perderá su dominio mundial hacia 2025, cuando el dólar, el euro y el yuan chino sean iguales en un sistema monetario de “múltiples monedas”. Goldman Sachs prevé que la producción económica conjunta de los cuatro principales países en vías de desarrollo –Brasil, China, India y Rusia– igualará la de los países del G-7 hacia 2032. La redistribución de la riqueza mundial será consecuencia principalmente del auge del “resto”, y no del declive absoluto de Occidente. De hecho, la combinación de fortaleza económica y superioridad militar mantendrá a EEUU en la cúspide de la jerarquía, o cerca de ella, en los próximos años. Y mientras la Unión Europea se mantenga unida, seguirá siendo uno de los principales centros de comercio y de inversión del mundo en un futuro previsible.

No obstante, Occidente está perdiendo la posición hegemónica de la que ha disfrutado durante mucho tiempo. La historia deja claro que estas transiciones en la distribución del poder mundial son peligrosas: normalmente llevan aparejadas inestabilidad y, con bastante frecuencia, la guerra entre grandes potencias. Uno de los retos estratégicos decisivos del siglo XXI será controlar esta transición y garantizar que se produce de forma pacífica.

 

Un mundo más diverso y difícil

Occidente no solo tendrá que adaptarse a la pérdida de su supremacía material, sino también a la disminución de su dominio ideológico. En vez de seguir la senda del desarrollo de Occidente y de aceptar obedientemente su lugar en el orden internacional creado por las democracias liberales después de la Segunda Guerra mundial, los países emergentes están elaborando sus propias versiones de la modernidad y refrenando las ambiciones ideológicas occidentales. Por tanto, los esfuerzos para controlar el próximo cambio en los asuntos mundiales se llevarán a cabo en un entorno cada vez más diverso y difícil de manejar.

Si los líderes occidentales no quieren ver esta nueva realidad y siguen esperando que el mundo se adapte a sus valores, no solo malinterpretarán a las potencias emergentes, sino que también alejarán a los numerosos países que están hartos de que les atosiguen para que sigan unas normas de gobernanza occidentales. Los países en vías de desarrollo están adquiriendo con rapidez los medios económicos y políticos para consolidar modelos de modernidad que representan alternativas perdurables al modelo occidental.

Los últimos 30 años de desarrollo chino, por ejemplo, no se parecen en nada a la senda seguida por Europa y Norteamérica. El ascenso occidental fue dirigido por su clase media, que derrocó a la monarquía absoluta, insistió en la separación entre Iglesia y Estado, y creó el potencial empresarial y tecnológico esencial para la Revolución Industrial. En cambio, el Estado autoritario chino ha convencido a su clase media, y con razones: su economía supera a las de sus competidores occidentales, ha enriquecido a su burguesía y sacado de la pobreza a cientos de millones de personas.

 

«India y Brasil sirven de ejemplo de potencias en ciernes que, pese a ser democracias estables, trazan sus rumbos al margen de Occidente»

 

Es más, en la veloz y fluida economía mundial de hoy, el control que ofrece el capitalismo de Estado tiene unas claras ventajas. China –en gran parte porque ha mantenido el control sobre instrumentos políticos abandonados por los Estados liberales– ha resultado ser bastante hábil a la hora de aprovechar las ventajas de la globalización y, al mismo tiempo, limitar sus inconvenientes. No es de extrañar que Rusia, Vietnam y otros países estén siguiendo el ejemplo chino.

Oriente Próximo también se propone frustrar las expectativas de sometimiento político. Puede que la política participativa esté llegando a la región, pero la mayor parte del mundo musulmán no reconoce la diferencia entre el ámbito de lo sagrado y de lo laico. En 2001, un sondeo revelaba que aproximadamente dos tercios de los egipcios querían que la legislación civil cumpliera estrictamente el Corán, y la “primavera árabe” que comenzó en 2010 ha llevado al poder democrático en Egipto a los Hermanos Musulmanes. Si algo ha demostrado la “primavera árabe” es que democratización no es sinónimo de occidentalización, y que ya es hora de que Europa y EEUU reconsideren su antiguo posicionamiento a favor de los partidos laicos de la región.

Cierto es que potencias emergentes como India y Brasil son democracias estables y laicas que parecen estar adoptando el modelo occidental, pero estos países se han democratizado pese a que sus poblaciones están constituidas principalmente por pobres urbanos y rurales, aunque en el caso de Brasil hay una creciente clase media urbana. Las democracias en ciernes también están siguiendo su propio camino en materia de política exterior. India, por ejemplo, ha mostrado una profunda ambivalencia con respecto a los esfuerzos estadounidenses por convertirla en un socio estratégico. Nueva Delhi está en desacuerdo con Washington en asuntos que van desde Afganistán hasta el cambio climático, y ha intensificado las relaciones comerciales con Irán justo cuando EEUU y Europa han endurecido las sanciones a Teherán por su programa nuclear. Plantar cara a Occidente sigue teniendo caché en India y Brasil, y es una de las razones por las que Nueva Delhi y Brasilia apoyan a Washington menos del 25 por cien de las veces en las Naciones Unidas.

Europa y EEUU han dado por sentado durante mucho tiempo que las democracias del mundo se aliarían con Occidente, ya que unos valores comunes equivalen supuestamente a unos intereses comunes. Pero si India y Brasil sirven de muestra, hasta las potencias en ciernes que son democracias estables trazarán sus propios rumbos.

El siglo XXI no será la primera vez que las principales potencias mundiales adopten unos modelos completamente diferentes de gobernanza y de comercio: durante el siglo XVII, el Sacro Imperio Romano Germánico, el Imperio Otomano, el Imperio Mongol, la dinastía Qing y el Shogunato Tokugawa llevaban sus asuntos según sus propias y diferentes normas y culturas. Pero estas potencias eran autosuficientes en gran medida; se relacionaban poco y no tenían que ponerse de acuerdo para establecer un conjunto de normas comunes que rigiesen sus relaciones. Este siglo, por el contrario, será la primera vez en la historia en la que múltiples versiones del orden y la modernidad coexistan en un mundo interconectado; Occidente ya no controlará la globalización. Múltiples centros de poder, y los modelos rivales que representan, competirán en un campo de juego más nivelado. Para que la gobernanza mundial sea eficaz, será necesario establecer puntos de convergencia entre una distribución del poder igualitaria y un incremento de la diversidad ideológica.

 

Garantizar una modernidad democrática

Si Occidente quiere disponer de los medios políticos para gestionar de forma eficaz este cambio tectónico en la política mundial, tendrá que recuperarse de la crisis de gobernanza democrática que asola ambos lados del Atlántico. No solo está en juego la capacidad de Europa y de EEUU para dirigir la transición que está teniendo lugar en el orden internacional, sino también su capacidad para garantizar que su versión liberal y democrática de la modernidad mantiene su atractivo mundial mientras compite con modelos alternativos. No es una coincidencia que Europa y EEUU estén sufriendo simultáneamente una disfunción política. Esta crisis de gobernabilidad, aunque tiene múltiples causas, es la principal consecuencia del impacto socioeconómico de la globalización en las principales democracias del mundo.

La desindustrialización, la deslocalización, el comercio mundial, los desequilibrios fiscales, los excesos de capital y de crédito, y las burbujas de activos son los efectos de la globalización, que están sometiendo a los electorados democráticos a unas dificultades y a una inseguridad que no se han experimentado durante generaciones. El sufrimiento provocado por la crisis económica que empezó en 2008 es especialmente intenso, pero los problemas subyacentes empezaron mucho antes. Durante la mayor parte de las dos últimas décadas, los salarios de la clase media en las principales democracias del mundo se han mantenido estancados, y la desigualdad económica ha aumentado drásticamente, mientras la globalización recompensa generosamente a sus triunfadores pero deja atrás a sus muchos perdedores.

Estas tendencias no son consecuencias temporales del ciclo económico. Y tampoco son la causa principal la insuficiente regulación del sector financiero, los recortes fiscales durante guerras costosas u otras políticas equivocadas. Por el contrario, el estancamiento de los salarios y el aumento de la desigualdad son, principalmente, consecuencia de la incorporación de miles de millones de trabajadores con bajos salarios a la economía mundial y del incremento de la productividad provocado por la aplicación de la tecnología de la información al sector industrial. Por tanto, la capacidad mundial es muy superior a la demanda, lo cual perjudica a los trabajadores de las economías con salarios elevados del Occidente industrializado.

La intensificación de las amenazas transnacionales, como la delincuencia internacional, el terrorismo y el deterioro del medio ambiente a causa de la globalización, incrementa el distanciamiento y la desafección entre los electorados occidentales. El cultivo de amapola en Afganistán, las rivalidades tribales en Yemen y la deforestación en Indonesia tienen efectos en todo el mundo. Además, las fronteras porosas y la inmigración refuerzan la sensación entre los votantes occidentales de que se están viendo expuestos a intrusiones descontroladas desde el extranjero. Lo dice todo el hecho de que EEUU haya estado construyendo vallas a lo largo de su frontera con México, y que los europeos hayan reforzado las patrullas fronterizas. Resulta irónico que la globalización esté resucitando las fronteras.

 

«El estancamiento de los salarios y el aumento de la desigualdad son efecto de la incorporación de miles de millones de trabajadores ‘baratos’»

 

Los efectos socioeconómicos de la tecnología digital y de la revolución de la información también afectan a las democracias occidentales. La proliferación de Internet y de los canales de noticias por cable, especialmente en EEUU, está fomentando la polarización ideológica, y no un debate más informado y deliberativo. El aumento del coste de las campañas electorales impulsadas por los medios de comunicación incrementa la influencia de los donantes, favoreciendo los intereses particulares y enfureciendo al electorado en general. La movilización partidista está aumentando las divisiones regionales y la distancia ideológica en EEUU entre el noreste liberal y el sur más conservador. Los mismos factores han contribuido a crear tensiones en Bélgica entre los valones de habla francesa y los flamencos de habla holandesa, y a fomentar las peticiones de una mayor autonomía entre las obstinadas regiones españolas.

Ante la coacción económica, el distanciamiento social y la división política, los votantes buscan ayuda en los representantes que han elegido, pero al igual que la globalización fomenta esta apremiante exigencia de una gobernanza que reaccione, también pone de manifiesto que esta escasea terriblemente. Por tres razones principales, los gobiernos del Occidente industrializado han entrado en un periodo de ineficacia notoria.

La primera de ellas es que la globalización ha hecho que muchos de los instrumentos políticos tradicionales que usan las democracias liberales sean menos eficaces. Washington ha recurrido periódicamente a la política fiscal y monetaria para modular el funcionamiento de la economía, pero en medio de una competencia mundial y una deuda sin precedentes, la economía estadounidense parece inmune a las inyecciones de capital para estimular el gasto o a las últimas decisiones de la Reserva Federal sobre los tipos de interés. El alcance y la velocidad de los mercados internacionales significan que las decisiones y los acontecimientos que se producen en otros lugares –la intransigencia de Pekín sobre el valor del yuan, un incremento de la calidad de los últimos modelos de Hyundai, la lenta respuesta europea a su crisis financiera, las acciones de los inversores y de los organismos de calificación– tienen mayor peso que las decisiones tomadas en Washington. Las democracias europeas han dependido durante mucho tiempo de la política monetaria para adaptarse a las fluctuaciones del rendimiento económico nacional, pero abandonaron esta opción cuando se incorporaron a la zona euro. En un mundo globalizado, las democracias, disponen de menos instrumentos políticos eficaces y, por tanto, tienen un menor control sobre las consecuencias.

La segunda es que muchos de los problemas que los electorados occidentales están pidiendo a sus gobiernos que resuelvan exigen un nivel de cooperación internacional que es inalcanzable. El traspaso del poder de Occidente al resto de países significa que hoy hay muchos cocineros nuevos en la cocina; las acciones eficaces ya no se basan principalmente en la colaboración entre unas democracias con ideas afines, sino que dependen más bien de la cooperación entre un círculo de Estados mucho más grande y diverso. Europa y EEUU acuden al G-20, y no al cómodo G-7, para reequilibrar la economía internacional, pero es más difícil lograr un consenso entre unos países que se encuentran en distintas fases de desarrollo y que adoptan enfoques distintos de la gobernanza económica. Retos como la reducción del calentamiento global o poner fin al derramamiento de sangre en Siria dependen de un esfuerzo colectivo que está muy lejos de su alcance.

Y la tercera es que las democracias pueden ser ágiles y reaccionar cuando sus electorados están contentos y disfrutan de un consenso que nace del aumento de las expectativas, pero son torpes y lentas cuando sus ciudadanos están abatidos y divididos.

 

«No es casualidad que la crisis de gobernabilidad en Occidente coincida con la fuerza política de las potencias emergentes»

 

Es más, las democracias son muy buenas repartiendo beneficios, pero parecen estar mal preparadas cuando se trata de distribuir el sacrificio. Los desafíos políticos a los que se enfrentan EEUU y Europa son difíciles de por sí, pero se vuelven insuperables cuando los gobiernos se enfrentan a unos ciudadanos desconfiados, a un punto muerto legislativo y a unos intereses particulares que se disputan unos recursos cada vez más escasos. El fracaso de las democracias a la hora de llevar a cabo políticas eficaces solo hace que sus electorados se desilusionen más, lo que deja a los gobiernos vulnerables y frustrados. Este círculo vicioso está creando un abismo cada vez mayor entre la demanda de buena gobernanza y su oferta.

 

Europa, golpeada; EEUU, dividido

La crisis de gobernabilidad se desarrolla de forma diferente en Europa y en EEUU. El principal reto de Europa se deriva de la renacionalización de su política. Los ciudadanos se han estado rebelando contra el doble problema de la integración europea y la globalización. Como consecuencia de ello, los Estados miembros de la UE han defendido afanosamente sus prerrogativas en materia de soberanía, amenazando el proyecto de integración política y económica puesto en marcha tras la Segunda Guerra mundial. Las condiciones económicas son la raíz del problema. A lo largo de las dos últimas décadas, las rentas de la clase media en las principales economías europeas han disminuido mientras que la desigualdad ha aumentado. La austeridad derivada de la actual crisis de la deuda en la zona euro no ha hecho sino empeorar las cosas. Mientras tanto, los generosos sistemas europeos de Seguridad Social, insostenibles frente a la competencia mundial, se están recortando drásticamente.

El envejecimiento de la población europea convierte la inmigración en una necesidad económica, pero la falta de avances en la integración de los inmigrantes musulmanes en la sociedad mayoritaria ha incrementado el descontento con la apertura de las fronteras internas europeas. Los partidos de extrema derecha se han beneficiado de esta preocupación y el blanco de su nacionalismo contundente no son solo los inmigrantes, sino también la UE. El cambio generacional está teniendo un impacto negativo en el entusiasmo popular por la integración europea.

Europa ha llegado a un momento decisivo. La UE, cuyos Estados miembros se están viendo acorralados por unos electorados indignados, ha emprendido una senda tortuosa hacia un plan factible para salvar al euro. La gobernanza colectiva que la Unión necesita desesperadamente para progresar en un mundo globalizado depende inquietantemente de una calle politizada que corre el riesgo de volverse hostil al proyecto europeo.

Las instituciones europeas podrían limitar el nivel de su política, lo que en la práctica reduciría la UE a poco menos que un bloque comercial. También se podría infundir una nueva vocación europea a la política nacional, lo que proporcionaría una nueva legitimidad a una Unión en peligro. Está última posibilidad es deseable, pero requerirá un liderazgo y una resolución que, al menos por ahora, no se encuentran. Mientras tanto, una Europa introvertida y fragmentada tiene un peso cada vez menor en la escena mundial.

Al otro lado del Atlántico, el enfrentamiento partidista está paralizando la política estadounidense. La causa subyacente es el mal estado de la economía. Desde 2008, muchos estadounidenses han perdido su vivienda, su trabajo y sus ahorros para la jubilación. Y estos reveses se producen tras décadas seguidas de estancamiento de los salarios de la clase media. A lo largo de los últimos 10 años, la renta media de los hogares en EEUU ha disminuido más de un 10 por cien. Mientras tanto, la desigualdad de las rentas ha aumentado de forma constante, lo que convierte a EEUU en el país con mayor desigualdad del mundo industrializado. En 2010, el uno por cien más rico de los estadounidenses representaba casi el 25 por cien de la rentas.

La causa principal del empeoramiento de la situación del trabajador estadounidense es la competencia mundial: los puestos de trabajo se han desplazado al extranjero. Además, las empresas más competitivas en la economía digital no aportan muchos beneficios a la sociedad. El valor estimado de Facebook es de cerca de 70.000 millones de dólares, y emplea a aproximadamente a 2.000 trabajadores, mientras que General Motors, valorada en 35.000 millones de dólares, cuenta con 77.000 empleados en EEUU y 208.000 en todo el mundo. La riqueza de las empresas punteras estadounidenses no se está filtran­do a la clase media.

Esta dura realidad económica contribuye a resucitar unas divisiones ideológicas y partidistas ocultadas durante mucho tiempo por el aumento de la prosperidad económica del país. Durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra mundial, una prosperidad ampliamente compartida empujó a los demócratas y a los republicanos hacia el centro político, pero el Capitolio actual carece en gran medida tanto de centristas como de colaboración entre los partidos: los demócratas hacen campaña a favor de más estímulos, de ayuda a los desempleados y de impuestos a los ricos, mientras que los republicanos exigen recortes drásticos en el tamaño y el coste del gobierno.

La gobernanza ineficaz, combinada con las dosis diarias de displicencia partidista, ha hecho que la aprobación del Congreso por parte de los ciudadanos registre unos mínimos históricos. La frustración generalizada ha dado lugar al movimiento Ocupa Wall Street, el primer estallido de indignación ciudadana desde la guerra de Vietnam. El descontento del electorado no hace más que aumentar los desafíos de la gobernanza, mientras los políticos vulnerables se ocupan de los intereses de la base de los partidos, y el sistema político pierde la escasa fuerza que le queda. La manera de llevar la política estadounidense no es inmune a estas vicisitudes internas. La financiación para la diplomacia, ayuda al desarrollo y la defensa está sufriendo recortes, y un número histórico de estadounidenses cree que es hora de que el país “se ocupe de sus propios asuntos” y se centre en los problemas internos. La presión y la división están impidiendo que EEUU ejerza un liderazgo responsable en el extranjero.

 

Por un activismo progresista

No es casualidad que la crisis de gobernabilidad en Occidente coincida con la nueva fuerza política de las potencias emergentes, y que el vigor económico y político esté pasando del centro a la periferia del sistema internacional. Y mientras los Estados más abiertos del mundo están sufriendo una pérdida de control a medida que se incorporan a un mundo globalizado, los Estados no liberales como China ejercen deliberadamente un control mucho más férreo sobre sus sociedades a través de la toma de decisiones centralizada, la censura de los medios de comunicación, mercados supervisados por el Estado y la regulación de los flujos financieros.

La capacidad desestabilizadora de esta transición en el poder mundial aumentará significativamente si las principales democracias siguen perdiendo su lustre a medida que los países en desarrollo prosiguen su auge. Por el contrario, el reajuste de la jerarquía internacional sería probablemente más ordenado si las democracias occidentales se recuperaran y ejerciesen un liderazgo decidido. Por consiguiente, resulta más crucial que nunca, que Occidente recobre su vitalidad económica y dé un nuevo impulso a sus instituciones democráticas.

Lo que se necesita es nada menos que una respuesta convincente del siglo XXI a las tensiones básicas entre la democracia, el capitalismo y la globalización. El objetivo de este nuevo programa político debería ser la reafirmación del control popular sobre la economía política y dirigir la acción del Estado hacia unas respuestas eficaces tanto a las realidades económicas de los mercados mundiales como a las exigencias de las sociedades de una distribución equitativa de las gratificaciones y los sacrificios.

Occidente debería centrarse en tres objetivos amplios para recuperar su salud política. En primer lugar, las democracias occidentales deben adoptar individual y colectivamente unas estrategias de renovación económica que vayan mucho más allá de lo habitual. A la hora de competir con el modelo de capitalismo de Estado chino y las potentes fuerzas de la globalización, Europa y EEUU tienen que llevar a cabo una planificación económica estratégica a una escala sin precedentes. Se requerirán proyectos de largo alcance y grandes inversiones en empleo, infraestructuras, educación e investigación para renovar unas economías inmersas en un cambio estructural.

En segundo lugar, los líderes occidentales deberían unirse en torno a un programa de “populismo progresista”. Las élites deben asegurarse de que los ciudadanos vuelven a confiar otra vez en la capacidad de las instituciones democráticas para generar una prosperidad ampliamente compartida. El activismo progresista y la movilización del centro político constituyen la mejor posibilidad de devolver la vitalidad y la credibilidad a la política democrática.

Y finalmente, los gobiernos occidentales deben alejar a sus electorados de la tentación de volverse introspectivos. En medio de la recesión económica y de las guerras sin resolver en Afganistán e Irak, los estadounidenses reclaman que se les dé un respiro en sus cargas geopolíticas. Los europeos no solo están retrocediendo en su integración continental, sino también con el resto del mundo. Sin duda, el restablecimiento de la solvencia fiscal en EEUU requiere que los recortes en el gasto en defensa coincidan con una racionalización estratégica del gasto. Pero ni EEUU ni sus aliados europeos pueden permitirse una retirada precipitada.

La cooperación atlántica se enfrenta a una época incierta y preocupante en la política mundial a medida que el poder se traslada de Occidente a las potencias emergentes. La manera más eficaz de afrontar los trastornos que conllevará inevitablemente este cambio tectónico es un trabajo en equipo coherente entre EEUU y Europa. La preparación para esta tarea empieza en casa: EEUU y Europa tienen que recuperar su solvencia económica y política si quieren tener el poder y la determinación necesarios para llevar a cabo la transición que se avecina. Los socios atlánticos tienen unos intereses y unas causas comunes más que suficientes. Lo que todavía está por ver es si disponen de los medios para actuar de acuerdo con sus intereses y sus valores comunes.