La NSA abre un cisma transatlántico

 |  24 de octubre de 2013

“Espiar a los amigos es totalmente inaceptable”. El tono de Angela Merkel refleja la indignación que ha causado en Alemania el último caso de espionaje masivo orquestado por Estados Unidos. También da vida a la máxima, y advertencia, del antiguo secretario de Estado Henry L. Stimson: los caballeros no miran en el correo de los demás.

La saga del espionaje en la Unión Europea comenzó el pasado junio, cuando  Edward Snowden, analista informático subcontratado por la Agencia Nacional de Seguridad (NSA en inglés), reveló a través del periódico británico The Guardian la magnitud del programa Prisma, destinado a interceptar comunicaciones fuera de EE UU con el supuesto fin de combatir el terrorismo. A diferencia de técnicas de espionaje puntuales –denominadas spearfishing o pesca con harpón–, relativamente frecuentes incluso entre aliados, el programa americano espiaba a escala masiva. Tan solo en Alemania, Prisma llegó a interceptar 60 millones de llamadas telefónicas en un solo día.

En septiembre The Guardian destapó nuevos casos de espionaje. En esta ocasión estaban dirigidos a la empresa nacional de telecomunicaciones belga, Belgacom, probablemente con el fin de vigilar la actividad de instituciones europeas con sede en Bruselas. Y a finales de octubre, Der Spiegel y el diario británico revelaron que Prisma espió los teléfonos móviles de 35 líderes mundiales, entre ellos Merkel y tal vez Mariano Rajoy. En España, EE UU ha interceptado otros 60 millones de llamadas privadas.

En julio, los dirigentes de la UE expresaron su malestar y  amenazaron con ralentizar las negociaciones para crear una Zona de Libre Comercio Transatlántica. Acto seguido, continuaron como si no hubiese ocurrido nada para demostrar que la política exterior europea permanece supeditada a las directrices de Washington. Pero esta vez la reacción de la canciller alemana ha sido de una dureza inesperada. Alegando que “la confianza se ha dañado seriamente” entre ambas orillas del Atlántico –y del Canal de la Mancha, en vista de que Reino Unido ha participado activamente en las operaciones de espionaje–, Merkel ha elevado una queja formal contra EE UU, insuflando vida en el dañado eje franco-alemán para formar un frente común contra las actividades de la NSA. Bélgica también se ha unido, y una delegación del Parlamento Europeo aterrizó en Washington el 27 de octubre para pedir explicaciones. El gobierno de Rajoy, sin embargo, ha optado por minimizar las críticas al gobierno de Barack Obama.

La actividad de la NSA daña a EE UU por partida doble. En primer lugar, semejantes prácticas de espionaje son inaceptables. Y la reacción de Merkel, valorada por la mayoría de los alemanes, no deja de resultar moderada en comparación con la de otros dirigentes destacados. En septiembre Dilma Rousseff canceló su visita oficial a EE UU –la primera de un presidente brasileño en décadas– tras descubrir que sus comunicaciones personales fueron interceptadas por la NSA. Pero además el escándalo dilapida la supuesta autoridad moral de EE UU. El trato que Washington reserva para delatores como Snowden y Chelsea Manning es escalofriante: Manning ha pasado meses detenida en condiciones de aislamiento total y ha sido torturada por proporcionar información clasificada a Julian Assange, fundador de Wikileaks. Snowden permanece escondido en Rusia, a donde huyó vía Hong Kong este verano. Sin embargo estos delatores no hacen otra cosa que señalar la hipocresía de EE UU, un país que con frecuencia se jacta de su excepcionalismo. Y la de su presidente, que llegó al poder presentándose como un cambio radical con respecto a los neoconservadores de George W. Bush.

No escasean quienes defienden las acciones de la NSA, alegando que constituyen un mal menor en la lucha contra el terrorismo. Y es innegable que los servicios de inteligencia europeos con frecuencia se benefician de la colaboración con (y obediencia a) sus homólogos estadounidenses. A pesar lo cual un escándalo de esta escala, en un momento en que, como afirmaba Eric Hobsbawm, el terrorismo islámico no representa más que un problema de orden público, genera desconfianza e indignación. Durante  la postguerra, EE UU desempeñó un papel fundamental en la construcción de lo que con el tiempo se convertiría en la UE. Seis décadas después, Washington parece estar unificando lentamente a una Europa de nuevo desnortada. Pero esta vez no lo está haciendo mediante un liderazgo constructivo, sino enfureciendo a sus socios europeos.

 

 

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