Trump, Siria y la clase de natación

Jorge Tamames
 |  8 de abril de 2017

“2 de agosto de 1914. Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación”. La placidez del diario de Kafka la reflejaba, el jueves por la noche, gran parte del público estadounidense. El lanzamiento de 59 misiles Tomahawk contra instalaciones militares sirias, en respuesta a un ataque químico del régimen de Bachar el Asad, apenas causó revuelo. Estados Unidos acumula décadas de guerra en Oriente Próximo y continua interviniendo en siete países mayoritariamente musulmanes. Entre ellos está Siria, que ha bombardeado en más de 7.500 ocasiones desde 2014 con el fin de contener al Estado Islámico. ¿Qué diferencia hacen unos pocos misiles de la marina estadounidense?

En realidad, la decisión de bombardear instalaciones del gobierno sirio marca un antes y un después para Donald Trump. El presidente acaba de quebrar dos de sus principales promesas electorales en política exterior. La primera era reencauzar la relación con Vladimir Putin, en estado crítico tras cuatro años de hostilidad entre Rusia y EEUU. La segunda era dar carpetazo a la tradición de intervencionismo militar a la que se aferran los presidentes estadounidenses, sean demócratas o republicanos. Trump también ha entrado en conflicto con su propia cuenta de Twitter. En el pasado, exigió a su predecesor que no interviniese en Siria en 18 ocasiones.

 

 

Atacando directamente al gobierno sirio, Trump parece decidido a intensificar la presencia estadounidense en el país y, con ello, multiplicar sus enemigos dentro de él. Putin, aliado clave de El Asad, fue avisado con antelación para evitar bajas rusas. Pero el ministro de Exteriores Sergei Lavrov ha respondido con aspereza, cancelando la coordinación militar entre Rusia y EEUU y comparando la intervención estadounidense con la invasión de Irak. Con Washington y Moscú nuevamente enfrentados, el relato macarthyano que presentaban a Trump como una marioneta de Putin se cae por su propio peso (aunque no desaparecerá: las teorías conspirativas, como señala el periodista Glenn Greenwald, son inmunes a la realidad).

También ha colapsado el relato de la Alt-Right, la extrema derecha estadounidense, que veía en Trump a un paladín capaz de romper con la ortodoxia de Washington en aras de un proyecto xenófobo y relativamente aislacionista. Entre las muchas promesas rotas del multimillonario, la decisión de atacar a el Asad parece haber marcado un punto de no retorno para sus seguidores más extremistas.

 

 

La decisión de Trump se ha presentado como un “cambio de opinión” emocional, motivado por las imágenes de los niños sirios afectados por el ataque químico. Se trata de la enésima narrativa híper-personalizada, género de referencia para el periodismo cortesano estadounidense. Como señala Sarah Jones, es ingenuo atribuir a la política exterior del presidente principios rectores, más allá de un oportunismo tosco. La extrema derecha se revuelve porque comprende que la decisión de Trump forma parte de una reconfiguración calculada de su administración.

Los perfiles ultraderechistas –como el general Michael Flynn y el asesor Steven Banon, ambos expulsados del Consejo de Seguridad Nacional– están siendo desplazados por el Pentágono y por republicanos tradicionales. Pero la ortodoxia no augura una política exterior más prudente. El ala neocon del partido, beligerante en política exterior, es la principal beneficiada.

Los neocons no están solos. Gran parte del Partido Demócrata, que hizo de la conexión de Trump con Rusia su principal caballo de batalla, carece de argumentos para oponerse a una guerra contra el régimen de El Asad. Horas antes de que Trump ordenase el ataque, Hillary Clinton se mostraba a favor de bombardear la fuerza aérea siria. Clinton no es precisamente una voz clamando en el desierto. Abundan los demócratas frustrados con Barack Obama, que les impidió, una vez tras otra, intervenir militarmente en Siria.

Pero el aliado indispensable de Trump en su nueva aventura belicista es la prensa, que se ha volcado en presentarle como un líder duro dispuesto a tomar decisiones difíciles. El caso es especialmente clamoroso entre tertulianos pretendidamente progresistas. Algunos, con Van Jones y Fareed Zakaria a la cabeza, se deshacen en halagos cada vez que el presidente amenaza con volar algo o a alguien en pedazos.

 

 

Siria no es el único país arrastrado por esta dinámica. En torno a 300 civiles (cuatro veces más que en el ataque químico) han muerto en Mosul, bombardeados por la fuerza aérea estadounidense, que pretende desalojar al Estado Islámico del noroeste de Irak. En Yemen, como en Siria, EEUU combate tanto a los extremistas islámicos como a sus rivales, apoyados en ambos países por Irán. Conviene recordar que Teherán es la bestia negra del movimiento neoconservador, así como de varios de los generales que copan la administración de Trump. Si la deriva actual se consolida, el acuerdo nuclear alcanzado por Obama tiene los días contados. Lo mismo puede decirse del deshielo entre Rusia y EEUU, tal vez la única idea razonable que Trump propuso durante la campaña presidencial.

El presidente está sumiendo al mundo entero en un cuadro aún más peligroso, violento y volátil que el actual. Lo hace con el aclamo de la prensa estadounidense, el entusiasmo de su partido, el beneplácito de una oposición desnortada y la indiferencia de un público que ya no es capaz de distinguir cuándo y en dónde su país está en guerra. Por la tarde, clase de natación.

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