Autor: Felipe González
Editorial: Debate
Fecha: 2013
Páginas: 249
Lugar: Barcelona

En busca de respuestas

Jorge Tamames
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Nelson Mandela ha muerto, y no quedan líderes mundiales de su talla. En Europa la crisis de liderazgo es evidente. Al lado de Charles de Gaulle, Olof Palme, Willy Brandt, o Helmut Kohl, los mandatarios actuales son pigmeos. Dado el inminente fin del poder, ¿están condenados a desaparecer los líderes que lo detentan?

El último libro de Felipe González, En busca de respuestas, sale al paso de esta pregunta. En una recopilación de ponencias y ensayos, el antiguo presidente reflexiona sobre el liderazgo en el mundo de la política y la empresa, así como los retos a los que hace frente Europa.

El testimonio de González debiera ser interesante. Un jefe de gobierno que mantiene su posición durante catorce años tiene dotes de liderazgo evidentes; más aún si durante su mandato se edificó el Estado del bienestar, se experimentó un crecimiento económico considerable, y tuvo lugar el ingreso de España en la Unión Europea y la OTAN. Al mismo tiempo, ¿se puede esperar que un antiguo mandatario diagnostique con claridad nuestra situación actual? ¿Que denuncie la mediocridad de nuestra clase dirigente y realice una autocrítica inmisericorde con los errores del pasado? Difícilmente. Pero hay ex dirigentes que ganan ímpetu con el paso del tiempo. Ante el conflicto entre Israel y Palestina, Jimmy Carter no ha dudado en llamar a las cosas por su nombre, sin miedo a generar polémica. En el otro extremo del espectro político está José María Aznar, a quien la ex presidencia ha convertido en una bomba de relojería en vez de un jarrón chino.

González evita el estilo de Aznar, pero no alcanza el de Carter. En busca de respuestas abunda en verdades de Perogrullo (“en la política hay una pérdida generalizada de credibilidad,” “aquí cunde el desánimo,” «las sociedades son ya mucho más horizontales que jerárquicas») y citas de personajes célebres (53 destacadas a lo largo del libro: de Woody Allen a Lao-Tsé, pasando por varios gurús del liderazgo estadounidenses). Contiene una extraña defensa de la educación humanista, basada en el hecho de que «el mejor asesor de las empresas de Silicon Valley» era un especialista en Shakespeare. Las observaciones sobre la crisis son sensatas, pero se inscriben dentro del discurso dominante en Europa. Por ejemplo, González anuncia que “el mantra del déficit cero es un disparate”. Ocho páginas después, se contradice con un diagnóstico de los males patrios digno de Olli Rehn: “La gran diferencia en España o Portugal en relación con los nórdicos o los alemanes es que nosotros no resolvimos nuestros problemas estructurales para converger con las economías más equilibradas y competitivas.” Demasiado competitivas, en realidad. Pero González evita pronunciarse.

El libro cuenta con alguna que otra absolución retroactiva. Como ésta: “era difícil imaginar en la segunda mitad de la década de 1990” que la financiarización de la economía mundial “conduciría a la implosión del sistema financiero global del año 2008.” Por supuesto que no lo era. Bastaba con ver lo que estaba pasando en Asia, o leer a Pérez-Reverte. También hay una explicación o exculpación del ingreso de España en la OTAN, escrita en la tercera persona del singular. El “ciudadano Felipe González” entra en conflicto con el “presidente Felipe González”, y donde dijo digo, dice Diego. “Al fin y al cabo”, concluye, “uno tiene derecho a cambiar de opinión.”

Que no se desanime el lector en busca de emociones fuertes: las encontrará a lo largo de estas páginas. Entre las posiciones más llamativas de González se encuentra su ataque continuo a la democracia directa, a la que culpabiliza de la bancarrota de California. Pero si quisiera ser riguroso hubiera examinado el modelo de Suiza, país en las antípodas de la insolvencia. Que el asamblearismo funcione o no es un debate que merece ser planteado, pero González zanja con poca elegancia: “la democracia directa no existe”.

Este desinterés por la opinión pública encuentra su máxima expresión en unas líneas sorprendentes:

«Hoy, el político, lejos de ejercer su liderazgo, parece ofrecer sólo lo que le pide el público cada día. No defiende, ni mucho menos aplica, un proyecto de país. Y eso es justamente lo contrario del liderazgo. Eso implica el sometimiento a ese tirano llamado opinión pública, al que Napoleón ya calificaba de “poder al que nada se resiste”(…) Y también implica, si no se corrige, la muerte anunciada de la política, porque cada vez la hará más despreciable a los ojos de los ciudadanos.»

De este razonamiento se desprende que a) los políticos se desviven por hacer lo que el público les pide; b) los ciudadanos desprecian esta actitud; c) liderar conlleva enfrentarse a “lo que pide el público” y eso no se está haciendo; d) existe un “proyecto de país” extrínseco a los ciudadanos que lo conforman.

Los postulados son falsos, y las implicaciones que de ellos se derivan preocupantes. Por supuesto que un político debe atender a lo que pide el público. El problema es que ninguno lo hace, aunque según nuestra aleatoriamente interpretada Constitución la soberanía nacional resida en el pueblo español.  Y es ridículo sugerir que el gobierno se halla sometido a la opinión pública. Al contrario, criminaliza la que no le es favorable. Es este desprecio lo que el público encuentra despreciable. Qué decir de Napoleón: la mención es a partes cómica y repugnante. Claro que no le gustaba la opinión pública. A Carrero Blanco tampoco.

Quien busque un ejemplo de liderazgo inspirador, que aparque En busca de respuestas y lea El largo camino hacia la libertad. Mandela era un roble. González a su lado es un bonsái.