Editorial: Mandrágora
Fecha: 2013
Páginas: 187
Lugar: Santiago de Chile

Política y arte de la conmemoración

Jorge Tamames
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En El libro de la risa y el olvido, un personaje de Milan Kundera observa que las dictaduras no pretenden apropiarse del futuro, sino del pasado. El pasado que, debidamente manipulado, legitima el presenta y condiciona el futuro. Una variante de esta idea recorre las páginas de Política y arte de la conmemoración, de Katherine Hite. “Las memorias son prácticas sociales vividas, en curso, que nunca dejan de moverse” observa Hite, experta en transiciones democráticas que desde su cátedra en Vassar College ha contribuido notablemente al estudio de los legados autoritarios en América Latina. Estructurar la memoria colectiva de un pasado reciente es importante: no sólo para aquellos que lo vivieron, sino para el conjunto de cualquier sociedad. En este contexto, el arte desempeña un papel fundamental.

Partiendo de esta premisa, el libro, que mantiene un tono personal y cercano, consiste en una reflexión sobre cuatro obras conmemorativas. Dos de ellas –“El Ojo que llora” en Perú y el Memorial del Paine en Chile– son memoriales, anglicismo que la RAE aún no recoge pero que ya se usa con frecuencia en América Latina. El memorial es una obra conmemorativa a la que la sociedad civil contribuye, en diálogo con las autoridades públicas. Difiere en este aspecto de un monumento, en el que es el Estado quien dicta unilateralmente una versión oficial –y vertical– de los hechos a conmemorar. El mejor ejemplo de la problemática inherente a los monumentos es el que analiza Hite: el Valle de los Caídos en Cuelgamuros. El cuarto ejemplo son los “contramonumentos” del argentino Fernando Traverso: plantillas de bicicletas pintadas por la ciudad de Rosario que conmemoran a estudiantes desaparecidos durante los años de la junta militar (1976-1983).

Cada obra ofrece una perspectiva enriquecedora de la forma en que distintas sociedades rememoran, reprimen, o intentan exorcizar los traumas del pasado. Para el lector español, resultan especialmente interesantes los capítulos dedicados al Valle de los Caídos y “El ojo que llora”, por representar formas opuestas de lidiar con el pasado.

“El ojo que llora” es obra de la escultora Lika Mutal. Conmemora la muerte de en torno a 70.000 peruanos en el enfrentamiento entre las guerrillas del maoísta Sendero Luminoso y el ejército peruano en los años 80 y 90. Consiste en una planta de laberinto similar al de la catedral de Chartres, compuesta por 32.000 piedras blancas con los nombres de las víctimas de Sendero Luminoso. En el centro, una roca de la que brota agua rememora el sufrimiento de la Madre Tierra, la Pachamama, ante el derramamiento de sangre inflingido al continente durante siglos.

El memorial, originalmente bien recibido, fue vandalizado al descubrirse que las piedras también contenían los nombres de senderistas: victimarios conmemorados en su calidad de víctimas del terrorismo de Estado de Alberto Fujimori. La polémica está servida: ¿alguien puede imaginarse la indignación si el ayuntamiento de San Sebastián erigiese un memorial a “todas las víctimas” del terrorismo? Y sin embargo el ojo fue defendido por destacados intelectuales peruanos, entre ellos Mario Vargas Llosa, al constituir un poderoso espacio de reflexión para la sociedad peruana. De reflexión y de empatía: la aparición de “ojitos”, imitaciones locales de la obra de Mutal en pueblos del altiplano andino donde tuvieron lugar masacres atroces, atestigua la importancia del memorial.

«El ojo que llora» conmemora de igual manera al soldado asesinado por un senderista y enterrado con honores, al senderista asesinado por el soldado en una operación extrajudicial, y a la campesina asesinada por cualquiera de los dos. Es más, soldado, senderista y campesina yacen juntos, víctimas todos de una violencia entristecedora por su estupidez. En pueblos donde las categorías de víctima y verdugo se han entremezclado en un complejo mosaico de grises, los “ojitos” se convierten en una fuente de empatía a través de la cual resulta posible acceder a un pasado desgarrador.

¿Y España? Nuestros políticos se jactan de una transición modélica, pero es innegable que los gobiernos democráticos de América Latina han afrontado su pasado con mayor valentía y sinceridad que los españoles. Prueba de esto es la permanencia del Valle de los Caídos en su estado original. Como Hite descubre en su visita al monumento con Javier Fesser, la permanencia del Valle es asumida con resignación por la mayoría de los españoles. Pero no por eso deja de ser un monumento que en vez de sanar las heridas de la guerra civil echa sal sobre ellas, al representar de forma triunfalista y maniquea el triunfo del bando nacional sobre el republicano. El Valle fue construido entre 1939 y 1959, empleándose para ello la labor forzada de entre 14.000 y 20.000 presos políticos. Una vez terminado, España estaba en proceso de lavar su imagen ante un Occidente en cuyo sistema de defensa se acababa de integrar. Por ese motivo entre los 33.000 combatientes enterrados figuran un número simbólico de republicanos católicos. Pero el Valle no deja de presentar una cruzada: la de la España nacional, victoriosa sobre las hordas comunistas. Medio país queda excluido de cualquier proyecto de reconciliación.

La problemática en torno al Valle de los Caídos puede resolverse. Para ello sería necesaria la desacralización de su basílica y la mudanza de los restos mortales de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. Acto seguido se podría plantear su futura función: convertir el Valle en un verdadero memorial, inclusivo y despojado de maniqueísmos, o en un museo que capturase con rotundidad la esencia brutal del franquismo. Han pasado cuarenta años desde la muerte del dictador, y lamentablemente ambas opciones parecen imposibles de realizar.

Política y arte de la conmemoración puede resultar confuso, saltando aleatoriamente entre las características y ejecución de las obras y el contexto histórico en que ello tuvo lugar. En casi cualquier otro país el libro carecería de interés inmediato para una audiencia general. En España, sin embargo, su lectura debiera ser obligada, pues presenta un excelente punto de partida para debatir nuestra problemática relación con un pasado que continuamos reprimiendo.