POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 55

Occidente único, no universal

Los occidentales se han tranquilizado a sí mismos y han irritado a otros al enunciar la idea de que la cultura occidental es y debe ser la cultura del mundo.
Samuel P. Huntington
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En los últimos años, los occidentales se han tranquilizado a sí mismos y han irritado a otros al enunciar la idea de que la cultura occidental es y debe ser la cultura del mundo. Esta presunción toma dos formas. Una es la tesis de la Coca-colonización. Sus defensores sostienen que la cultura popular de Occidente, y más específicamente la de Estados Unidos, envuelve al mundo: comida, ropa, música pop, películas y bienes de consumo estadounidenses son adoptados cada vez con más entusiasmo en todos los continentes. La otra guarda relación con la modernización. Sostiene no sólo que Occidente ha conducido al mundo hasta la sociedad moderna, sino también que, conforme los pueblos de civilizaciones diferentes se van modernizando, también se occidentalizan y abandonan sus valores, instituciones y costumbres tradicionales y adoptan los que predominan en Occidente.

Ambas tesis proyectan la imagen de un mundo emergente, homogéneo y universalmente occidental y ambas en grados diferentes están desencaminadas y son arrogantes, falsas y peligrosas.

Quienes abogan por la tesis de la Coca-colonización asocian la cultura con el consumo de bienes materiales. Sin embargo, el corazón de una cultura abarca el idioma, la religión, los valores, las tradiciones y las costumbres. Beber Coca-Cola no hace que los rusos piensen como los estadounidenses, como tampoco comer sushi hace que los norteamericanos piensen como los japoneses. A lo largo de la historia de la humanidad, las modas y los bienes materiales se han propagado de una sociedad a otra sin alterar de forma significativa la cultura básica de la sociedad receptora. El entusiasmo por diversos productos de la cultura china, hindú o de cualquier otro lugar se ha extendido de forma periódica por el mundo occidental, sin que se compruebe un impacto duradero. El argumento según el cual la propagación de la cultura del pop y del consumo representa el triunfo de la civilización occidental infravalora la fuerza de otras culturas, a la vez que trivializa la cultura occidental al identificarla con comida grasienta, pantalones desteñidos y bebidas gaseosas. La esencia de la cultura occidental es la Carta Magna, no el Big Mac.

El argumento de la modernización es intelectualmente más serio que la tesis de la Coca-colonización, pero igualmente deficiente. El desarrollo del conocimiento científico y de la ingeniería que tuvo lugar en el siglo XIX permitió a los hombres controlar y modificar su entorno de forma hasta entonces desconocida. La modernización implica industrialización, urbanización, niveles cada vez más elevados de alfabetismo, educación, bienestar y movilización social, así como estructuras profesionales más complejas y diversas. Es un proceso revolucionario comparable al paso de las sociedades primitivas a las civilizadas que comenzó en los valles del Tigris y el Éufrates, del Nilo y del Indo aproximadamente 5.000 años antes de Cristo. El modo de pensar, los valores, el conocimiento y la cultura en una sociedad moderna difieren mucho de los de una sociedad tradicional. Ya que fue la primera civilización en modernizarse, Occidente es el primero en haber adquirido íntegramente la cultura de la modernidad. Según la teoría de la modernización, a medida que otras sociedades van asumiendo modelos similares de educación, trabajo, bienestar y estructura de clases, esta cultura occidental se convertirá en la cultura mundial.

 

«La esencia de la cultura occidental es la Carta Magna, no el Big Mac»

 

El hecho de que existen diferencias significativas entre las culturas tradicionales y las modernas está fuera de discusión. Un mundo en el que algunas sociedades son muy modernas y otras siguen siendo tradicionales es, obviamente, menos homogéneo que uno en el que todas las sociedades tienen un desarrollo similar. Sin embargo, de esto no se deriva necesariamente que las sociedades con una cultura moderna sean más parecidas que aquellas con una cultura tradicional. Hace tan sólo unos cientos de años todas las sociedades eran tradicionales. ¿Era aquel mundo menos homogéneo de lo que probablemente sea el mundo futuro de modernidad universal? Probablemente no. “La China de la dinastía Ming (…) se parecía seguramente más a la Francia de los Valois”, escribió Fernand Braudel, “que la China de Mao Zedong a la Francia de la V República”. Las sociedades modernas tienen mucho en común, pero no forzosamente tienden a la homogeneidad. El argumento a favor descansa en la hipótesis de que la civilización moderna debe acercarse a un único modelo: el occidental; de que esta civilización moderna es la civilización occidental, y que la civilización occidental es la civilización moderna. Sin embargo, ésta es una identificación falsa. Casi todos los estudiosos de las civilizaciones coinciden en que la civilización occidental surgió en los siglos VIII y IX y desarrolló sus rasgos distintivos en los siguientes. No comenzó a modernizarse hasta el XVIII. Occidente, en resumen, era occidental mucho antes de ser moderno.

 

¿Qué hace a Occidente occidental?

¿Cuáles eran los rasgos distintivos de la civilización occidental durante los siglos previos a su modernización? Los diferentes especialistas que han respondido a esta pregunta difieren en algunos aspectos determinados pero coinciden respecto a un número de instituciones, prácticas y creencias que pueden ser identificadas como la esencia de la civilización occidental. Éstas incluyen:

El legado clásico. Al ser una civilización de tercera generación, Occidente heredó mucho de las civilizaciones anteriores, sobre todo de la clásica. Los elementos clásicos legados a la civilización occidental son muchos e incluyen la filosofía y el racionalismo griegos, el Derecho romano, el latín y el cristianismo. Las civilizaciones islámicas y ortodoxas también han heredado de la clásica, pero ni muchísimo menos hasta el punto de Occidente.

El cristianismo occidental. El cristianismo occidental, primero catolicismo y más tarde protestantismo es el rasgo histórico de mayor importancia de la civilización occidental. De hecho, durante la mayor parte de su primer milenio, lo que ahora se denomina civilización occidental se llamaba entonces cristiandad de Occidente. El sentido de la comunidad estaba muy desarrollado entre los pueblos cristianos de Occidente, lo que les hacía sentirse diferentes de los turcos, de los moros, de los bizantinos y otros. Cuando los occidentales salieron a conquistar el mundo en el siglo XVI, lo hicieron por Dios y por el oro. La Reforma y la Contrarreforma, la división de la cristiandad de Occidente entre protestantismo y catolicismo y las consecuencias políticas e intelectuales de esta escisión, también son rasgos distintivos de la historia occidental, ausentes en el Oriente ortodoxo y ajenos a la experiencia latinoamericana.

Idiomas europeos. Después de la religión, el idioma es el segundo factor de diferenciación entre pueblos de una cultura y otra. Occidente se diferencia de la mayoría de las otras civilizaciones por su multiplicidad de idiomas. El japonés, el hindi, el mandarín, el ruso e incluso el árabe son aceptados como idiomas centrales de otras civilizaciones. Occidente heredó el latín, pero surgieron varias naciones, y con ellas se desarrollaron lenguas nacionales englobadas de forma imprecisa en las grandes categorías de romance y germánico. Hacia el siglo XVI, estas lenguas ya habían adoptado por lo general su forma contemporánea. El latín cedió al francés la posición de idioma común de Occidente a nivel internacional y en el siglo XX el francés sucumbió ante el inglés.

Separación del poder temporal y espiritual. A lo largo de la historia de Occidente, primero la Iglesia y luego un gran número de iglesias existían separadas del Estado. Dios y el César, Iglesia y Estado, poder espiritual y poder temporal han sido dualidades predominantes en la cultura occidental. Sólo en la civilización hindú, la religión y la política han estado tan claramente separadas. En el islam, Dios es el César; en China y en Japón, el César es Dios; en el mundo ortodoxo, Dios es el socio del César. La separación entre Iglesia y Estado que caracteriza a la civilización occidental no ha tenido lugar en ninguna otra civilización. Esta división de la autoridad contribuyó incalculablemente al desarrollo de la libertad en Occidente.

El imperio de la ley. El concepto de la necesidad de la ley para una existencia civilizada fue heredado de los romanos. Los pensadores medievales formularon la idea de una ley natural, según la cual a los monarcas les correspondía ejercer el poder, y en Inglaterra se desarrolló una tradición de Derecho consuetudinario. Durante el período del absolutismo en los siglos XVI y XVII, el imperio de la ley era observado más en el incumplimiento que en la práctica, pero persistía la idea de subordinar el poder humano a alguna limitación externa: Non sub homine sed sub Deo et lege. La tradición del imperio de la ley sentó las bases para el constitucionalismo y la protección de los derechos humanos, incluido el derecho a la propiedad, frente al ejercicio arbitrario del poder. En otras civilizaciones, la ley ha sido un factor mucho menos importante a la hora de determinar el pensamiento y la conducta.

Pluralismo social y sociedad civil. Tradicionalmente, la sociedad occidental ha sido muy pluralista. Como señaló Karl Deutsch, lo que distingue a Occidente “es el auge y la persistencia de diversos grupos autónomos no basados en parentescos o en el matrimonio”. En los siglos VI y VII, estos grupos fueron en un principio monasterios, órdenes monásticas y gremios, pero después se expandieron en muchas partes de Europa y pasaron a incluir una variedad de asociaciones y sociedades. Durante más de un milenio, Occidente ha tenido una sociedad civil que le distinguía de otras civilizaciones. El pluralismo asociativo se vio complementado por el pluralismo de clases. En casi todas las sociedades europeas occidentales existía una aristocracia relativamente fuerte y autónoma, un campesinado numeroso y una clase de mercaderes y comerciantes pequeña, pero importante. La fuerza de la aristocracia feudal fue especialmente importante a la hora de mermar la capacidad del absolutismo para arraigar firmemente en la mayoría de las naciones europeas. Este pluralismo europeo contrasta marcadamente con la pobreza de la sociedad civil, la debilidad de la aristocracia y la fuerza de los imperios burocráticos centralizados que se dieron durante la misma época en Rusia, China, las tierras otomanas y otras sociedades no occidentales.

Organismos representativos. Muy pronto, el pluralismo social dio origen a Estados, parlamentos y otras instituciones que representaban los intereses de la aristocracia, el clero, los comerciantes y otros grupos. Estos organismos ofrecían formas de representación que, en el transcurso de la modernización, evolucionaron hasta convertirse en las instituciones de la democracia moderna.

En determinadas ocasiones durante la era del absolutismo, fueron abolidos o vieron sus poderes severamente limitados. Pero incluso entonces podían ser resucitados, como sucedió en Francia, como vehículo para una mayor participación política. Ninguna otra civilización tiene hoy una herencia comparable de organismos representativos con mil años de antigüedad. También se desarrollaron movimientos en favor del autogobierno a nivel local, que se iniciaron en el siglo IX en Italia y se extendieron posteriormente hacia el Norte. Arrebataron el poder a obispos y nobles y, finalmente, en el siglo XIII, desembocaron en confederaciones de “ciudades fuertes e independientes” como la Liga Hanseática. Así, la representación a nivel nacional se vio complementada por un cierto grado de autonomía a nivel local, desconocido en otras regiones del mundo.

Individualismo. Muchas de las anteriores características de la civilización occidental contribuyeron al surgimiento de un sentido del individualismo y de una tradición de derechos y libertades individuales, únicos entre las sociedades civilizadas. El individualismo se desarrolló en los siglos XIV y XV y la aceptación del derecho a la elección individual, que Deutsch denomina “la revolución de Romeo y Julieta”, se impuso en Occidente en el siglo XVII. Incluso se formularon reivindicaciones por la igualdad de derechos para todos –“En Inglaterra, tanto el más pobre como el más rico tienen una vida que vivir”–, si bien éstas no fueron universalmente aceptadas. El individualismo sigue siendo un rasgo que diferencia a Occidente entre las civilizaciones del siglo XX. En un análisis de varios grupos de población similares procedentes de cincuenta países, los veinte países con el mayor grado de individualismo incluían diecinueve de los veinte países occidentales de muestra. Otra encuesta sobre individualismo y colectivismo en diferentes culturas destacaba de igual modo la supremacía del individualismo en Occidente, frente a un predominio del colectivismo en otros lugares, y extraía la conclusión de que “los valores que más importancia tienen en Occidente son los que menos importancia tienen en el resto del mundo”. Una y otra vez, tanto los occidentales como los no occidentales señalan el individualismo como el principal sello distintivo de Occidente.

 

«El individualismo sigue siendo un rasgo que diferencia a Occidente entre las civilizaciones del siglo XX»

 

Esta lista no constituye una enumeración exhaustiva de los rasgos distintivos de la civilización occidental. Ni tampoco se pretende decir que esos rasgos estuvieran presentes siempre y en todas partes en la sociedad occidental. Evidentemente, no fue así: los muchos déspotas de la civilización occidental ignoraron periódicamente el imperio de la ley y eliminaron los organismos representativos. Ni tampoco es la intención insinuar que ninguna de esas características se haya dado en otras civilizaciones. Es evidente que sí: el Corán y la sharía constituyen la ley básica para las sociedades islámicas; Japón e India tenían sistemas de clases comparables a los de Occidente (y quizá como consecuencia, son las dos únicas sociedades no occidentales importantes que han mantenido gobiernos democráticos por un tiempo determinado). Individualmente, ninguno de estos factores se da sólo en Occidente. Pero la combinación de todos ellos sí y eso es lo que ha dado a Occidente su carácter distintivo. Estos conceptos, prácticas e instituciones han prevalecido mucho más en Occidente que en otras civilizaciones. Constituyen el núcleo constante básico de la civilización occidental. Son precisamente lo que Occidente tiene de occidental, aunque no de moderno.

También son el origen del compromiso con la libertad individual que ahora diferencia a Occidente de otras civilizaciones. Europa, como dijo Arthur M. Schlesinger, Jr, es “la fuente, la única fuente” de las “nociones de libertad individual, democracia política, imperio de la ley, derechos humanos, y libertad cultural (…). Éstas son nociones europeas, no asiáticas, ni africanas, ni de Oriente Próximo, excepto por adopción…”. Estos conceptos y características son también en gran medida los factores que permitieron a Occidente tomar la iniciativa a la hora de modernizarse a sí mismo y al mundo. Hacen que la civilización occidental sea única y apreciada, no por ser universal sino porque es única.

 

¿Puede el resto copiar a Occidente?

¿Deben abandonar las sociedades no occidentales sus respectivas culturas y adoptar los elementos básicos de la cultura occidental? En alguna que otra ocasión, los líderes de estas sociedades lo consideraron necesario. Pedro el Grande y Mustafá Kemal Atatürk estaban decididos a modernizar sus países y estaban convencidos de que hacerlo implicaba adoptar la cultura occidental, incluso hasta el punto de sustituir los tocados tradicionales por su equivalente occidental. Crearon países “desgarrados”, inseguros de su identidad cultural. Tampoco las importaciones culturales occidentales contribuyeron excesivamente a ayudarles en su búsqueda de la modernización. La mayor parte de las veces, los líderes de las sociedades no occidentales han querido la modernización y rechazado la occidentalización. Su objetivo queda resumido en las frases ti-yong (saber chino para los principios fundamentales, saber occidental para usos prácticos) y woken yosei (espíritu japonés, técnica occidental), formuladas por reformadores chinos y japoneses de hace un siglo, y en un comentario que el príncipe de Arabia Saudí, Bandar bin Sultán, hizo en 1994: “Las ‘importaciones extranjeras’ están bien si son de ‘cosas’ brillantes o de alta tecnología, pero las instituciones sociales y políticas intangibles importadas de otros lugares pueden resultar mortales, o si no que se lo pregunten al sah de Persia (…) El islam para nosotros no es sólo una religión, sino también una forma de vida. Nosotros los saudíes queremos modernizarnos, pero no necesariamente occidentalizarnos”. Japón, Singapur, Taiwán, Arabia Saudí y, en menor grado, Irán, se han convertido en sociedades modernas sin transformarse en sociedades occidentales. Y es evidente que China está modernizándose, pero, desde luego, no está occidentalizándose.

Siempre ha habido interacción y préstamos entre civilizaciones, pero con los medios de transporte y comunicaciones modernos se han extendido enormemente. Sin embargo, la mayor parte de las grandes civilizaciones del mundo existe desde hace al menos un milenio y, en algunos casos, desde hace varios. Estas civilizaciones tienen un historial demostrado de adopciones de otras civilizaciones, en formas que refuerzan sus propias probabilidades de supervivencia. Los eruditos coinciden en que la absorción del budismo hindú por parte de China no hizo que China adquiriera rasgos de la cultura india y en cambio sí hizo que el budismo adquiriera ciertos rasgos de la cultura china. Los chinos adaptaron el budismo a sus objetivos y necesidades. Hasta la fecha, los chinos han hecho fracasar una y otra vez los esfuerzos occidentales para cristianizarlos. Si en algún momento llegaran a importar el cristianismo, lo más probable es que fuese absorbido y adaptado de forma que reforzara el núcleo constante de la cultura china.

De forma similar, en los siglos pasados, los árabes musulmanes recibieron, valoraron y utilizaron su “herencia helénica con propósitos esencialmente utilitarios. Ya que lo que les interesaba esencialmente era tomar prestadas ciertas formas externas o aspectos técnicos, sabían cómo hacer caso omiso de todos los elementos del pensamiento griego que entraban en conflicto con la ‘verdad’, tal y como está establecida en las normas y preceptos coránicos fundamentales”. Japón siguió el mismo patrón: en el siglo VII, este país importó la cultura china e inició “por iniciativa propia, sin presiones económicas o militares, la transición” a la alta civilización. “En los siglos que siguieron, hubo períodos de relativo aislamiento de las influencias del continente, durante los cuales se efectuaba una selección de las adopciones anteriores y se asimilaban las que eran útiles, alternándose con períodos en los que se renovaban los contactos y las adopciones culturales”. De manera similar, Japón y otras sociedades no occidentales absorben hoy en día elementos escogidos de la cultura occidental y los utilizan para reforzar su propia identidad cultural. Como afirma Braudel, sería casi “infantil” pensar que el “triunfo de la civilización en singular” llevaría al fin del pluralismo cultural encarnado a lo largo de los siglos en las grandes civilizaciones del mundo.

 

Reacción cultural

La modernización y el desarrollo económico no requieren la occidentalización cultural, y tampoco la provocan. Por el contrario, favorecen el resurgimiento de las culturas indígenas y fomentan un compromiso renovado hacia ellas. A nivel individual, las migraciones de personas hacia ciudades, escenarios sociales y ocupaciones desconocidas destruyen los vínculos locales tradicionales, generan sentimientos de alienación y provocan crisis de identidad para las que la religión, con frecuencia, ofrece una respuesta. A nivel social, la modernización incrementa la riqueza económica y el poderío militar del país en su conjunto y anima a las personas a tener confianza en su herencia y a afirmar su cultura. Como consecuencia de ello, muchas sociedades no occidentales han sido testigos de un retorno a las culturas indígenas. A menudo adopta una forma religiosa, y el renacimiento de la religión en todo el planeta es una consecuencia directa de la modernización. En las sociedades no occidentales, este renacimiento adquiere casi necesariamente un tinte antioccidental y en algunos casos rechaza la cultura occidental por cristiana y subversiva y, en otros, por secular y degenerada. El regreso a lo indígena es más marcado en las sociedades musulmanas y asiáticas. El resurgir islámico se ha manifestado en todos los países musulmanes; en casi todos ellos se ha convertido en un movimiento social, cultural e intelectual principal y, en la mayoría, ha tenido un profundo impacto en la política. En 1996, prácticamente todos los países musulmanes eran más islámicos e islamistas en sus puntos de vista, prácticas e instituciones que hace quince años. En aquellos países en los que las fuerzas políticas islamistas no constituyen gobierno, invariablemente dominan –y a menudo monopolizan– la oposición. En todo el mundo musulmán, los pueblos reaccionan contra la occidentalización de sus sociedades.

Las sociedades de Asia oriental han experimentado un redescubrimiento paralelo de los valores indígenas y cada vez con más frecuencia establecen comparaciones poco halagadoras entre su cultura y la occidental. A lo largo de varios siglos, ellos y otros pueblos no occidentales envidiaron la prosperidad económica, la sofisticación tecnológica, el poderío militar y la cohesión política de las sociedades occidentales. Buscaron el secreto de este éxito en las prácticas y costumbres occidentales y cuando identificaron lo que ellos pensaban que podía ser la clave, intentaron aplicarla a sus respectivas sociedades. Sin embargo, ahora se ha producido un cambio fundamental. Hoy en día, los pueblos de Asia oriental atribuyen su desarrollo económico no al hecho de haber importado la cultura occidental sino al de haberse mantenido fieles a la suya propia. Afirman que han triunfado no porque se hayan vuelto como Occidente, sino porque han seguido siendo diferentes de Occidente. De forma un tanto parecida, cuando las sociedades no occidentales sintieron su debilidad en relación con Occidente, muchos de sus líderes invocaron los valores occidentales de autodeterminación, liberalismo, democracia y libertad para justificar su oposición al dominio de Occidente en todo el globo. Ahora que ya no son débiles, sino cada vez más poderosos, denuncian como “imperialismo de derechos humanos” los mismos valores que antes invocaban para su propio provecho.

A medida que el poder de Occidente pierde posiciones, también parece disminuir el atractivo de los valores y la cultura occidentales, y Occidente se enfrenta a la necesidad de acomodarse a su cada vez menor capacidad para imponer sus valores en las sociedades no occidentales. En lo que concierne a algunos aspectos fundamentales, gran parte del mundo se está volviendo más moderno y menos occidental.

 

«Los pueblos de Asia oriental atribuyen su desarrollo económico no al hecho de haber importado la cultura occidental sino al de haberse mantenido fieles a la suya propia»

 

Una manifestación de esta tendencia es lo que Ronald Dore ha denominado “fenómeno de indigenización de segunda generación”. Tanto en las antiguas colonias occidentales como en países no occidentales que siempre han conservado su independencia, “el primer ‘modernizador’ de la generación de la ‘posindependencia’ recibió a menudo su formación en universidades extranjeras (occidentales) en un idioma occidental cosmopolita. Su absorción de los valores y estilos de vida occidentales puede ser muy profunda, en parte porque van al extranjero cuando son adolescentes impresionables”. La mayoría de los miembros de la segunda generación, mucho más numerosa, recibe su educación en sus respectivos países en universidades que fundó la primera generación, en las que el idioma utilizado para la instrucción es el local, en vez de su sustituto colonial. Estas universidades “ofrecen un contacto mucho más diluido con la cultura mundial metropolitana” y el “conocimiento es indigenizado a través de traducciones, por lo general poco variadas y de mala calidad”. Los licenciados de estas universidades se sienten resentidos por el dominio de la generación anterior formada en Occidente y, por consiguiente, con frecuencia “sucumben a los atractivos de los movimientos de oposición nacionalistas”.

A medida que la influencia occidental va perdiendo terreno, los líderes jóvenes y ambiciosos no pueden contar con que Occidente les dé poder y riqueza. Tienen que encontrar en su propia sociedad los medios para triunfar y, por consiguiente, acomodarse a los valores y cultura de esa sociedad.

La indigenización se ve potenciada por la paradoja de la democracia: cuando las sociedades no occidentales adoptan las elecciones al estilo occidental, la democracia fomenta y a menudo lleva al poder a movimientos nacionalistas y antioccidentales. En las décadas de los sesenta y los setenta, los gobiernos occidentalizados y prooccidentales de los países en vías de desarrollo se vieron amenazados por golpes y revoluciones; en la década de los ochenta y noventa, se han visto cada vez con más frecuencia en peligro de ser derrocados en unas elecciones. La democracia tiende a hacer la sociedad más parroquial, no más cosmopolita. Los políticos de las sociedades no occidentales no ganan las elecciones demostrando lo occidentales que son. La competición electoral les lleva a confeccionar lo que ellos consideran que serán los reclamos más populares, y estos suelen ser de carácter étnico, nacionalista y religioso. El resultado es la movilización popular contra las elites occidentalizadas y contra Occidente en general. Este proceso, que se inició en Sri Lanka en la década de los cincuenta, se ha ido extendiendo de país a país en Asia, África, y Oriente Próximo, y es notorio en las victorias de partidos de orientación religiosa en India, Turquía, Bosnia e Israel, en elecciones celebradas en 1995 y 1996. Por consiguiente, la democratización está reñida con la occidentalización.

Las poderosas tendencias de indigenización que se dan en el mundo convierten en objeto de burla las expectativas de Occidente de que la cultura occidental pasará a ser la cultura del mundo. Los dos elementos centrales de cualquier cultura son el idioma y la religión. Se dice que el inglés se está convirtiendo en el idioma del mundo. Es evidente que se ha convertido en lingua franca para las comunicaciones en las finanzas internacionales, la diplomacia, las instituciones internacionales, el turismo y la aviación. Sin embargo, este uso del inglés para la comunicación intercultural presupone la existencia de culturas diferentes; al igual que la traducción y la interpretación, es una forma de hacer frente a esas diferencias, pero no de eliminarlas. De hecho, la proporción de la población del mundo que habla inglés es pequeña, y cada vez lo es más. Según los datos más fiables, recopilados por Sidney S. Culbert, profesor de la Universidad de Washington, en 1958 aproximadamente el 9,8% de la humanidad hablaba inglés como primer o segundo idioma; en 1992, un 7,6%. Un idioma que es extranjero para el 92% de la población del mundo no es el idioma del mundo. Asimismo, en 1958, el 24% de la humanidad hablaba uno de los cinco idiomas occidentales principales; en 1992, menos del 21%.

La situación es parecida en el caso de la religión. Los cristianos occidentales ahora constituyen quizás el treinta por cien de la población del mundo, pero la proporción disminuye progresivamente y, en algún momento de la próxima década, el número de musulmanes superará al de cristianos. Con respecto a los dos elementos centrales de la cultura, el idioma y la religión, Occidente pierde posiciones.

Como ha señalado Michael Howard, “la suposición occidental común de que la diversidad cultural es una curiosidad histórica que está siendo erosionada rápidamente por el desarrollo de una cultura común occidentalizada y anglófona, que configura nuestros valores básicos (…) sencillamente no es cierta”.

A medida que la indigenización se extiende y la cultura occidental va perdiendo atractivo, el problema central para las relaciones entre Occidente y el resto del mundo es el abismo entre los esfuerzos de Occidente, sobre todo de EE UU, para promover la cultura occidental como cultura universal y su capacidad para hacerlo, cada vez más limitada. La caída del comunismo exacerbó esta disparidad al reforzar en Occidente el punto de vista de que su ideología de liberalismo democrático había triunfado en todo el planeta y, por consiguiente, era válida universalmente. Occidente, y sobre todo EE UU, que siempre ha sido una nación misionera, cree que los pueblos no occidentales deben comprometerse con los valores occidentales de democracia, mercados libres, gobierno limitado, separación de Iglesia y Estado, derechos humanos, individualismo e imperio de la ley, y deberían englobar estos valores en sus instituciones. En otras civilizaciones hay minorías que abrazan y fomentan estos valores, pero la actitud dominante hacia ellos en las culturas no occidentales va desde el escepticismo hasta la más intensa oposición. Lo que para Occidente es universalismo, para el resto es imperialismo.

Los no occidentales no dudan en señalar los abismos que median entre el principio occidental y la práctica occidental. La hipocresía y los dobles raseros son el precio de las pretensiones universalistas. La democracia se fomenta, pero no si lleva al poder a los fundamentalistas islámicos; se predica la no proliferación para Irán e Irak, pero no para Israel; el libre comercio es el elixir del crecimiento económico, pero no para la agricultura; los derechos humanos constituyen un contencioso con China, pero no con Arabia Saudí; la agresión contra los kuwaitíes con petróleo se ve aplastada con fuerza masiva, pero no la agresión contra los bosnios, que no tienen petróleo.

 

«El imperialismo es la consecuencia lógica y necesaria del universalismo, pero pocos partidarios del universalismo apoyan la militarización y la coerción brutal que haría falta para lograr su meta»

 

Si se considera seriamente, la creencia de que los pueblos no occidentales deben adoptar los valores, las instituciones y la cultura de Occidente es inmoral por sus implicaciones. El alcance casi universal del poder europeo a finales del siglo XIX y el dominio global de EE UU en la segunda mitad del siglo XX contribuyeron a extender muchos aspectos de la cultura occidental en todo el mundo. Pero el globalismo europeo ya no existe y la hegemonía norteamericana ya no es tan importante, aunque sólo sea porque ya no es necesaria para proteger a EE UU frente a la amenaza soviética de la guerra fría. La cultura sigue al poder. Si las sociedades no occidentales vuelven a verse influidas por la cultura occidental, será sólo como consecuencia de la expansión y el despliegue del poderío occidental. El imperialismo es la consecuencia lógica y necesaria del universalismo, pero pocos partidarios del universalismo apoyan la militarización y la coerción brutal que haría falta para lograr su meta. Y lo que es más importante, Occidente, como civilización en fase de maduración, ya no posee el dinamismo económico o demográfico que se requiere para imponer su voluntad a otras sociedades. Cualquier esfuerzo en esta dirección choca asimismo con los valores occidentales de la autodeterminación y la democracia. En una reunión celebrada el pasado mes de marzo, el primer ministro de Malaisia, Mahathir, dijo a los jefes de gobierno europeos: “Los valores europeos son valores europeos; los valores asiáticos son valores universales”. A medida que las civilizaciones asiática y musulmana empiecen a afirmar la relevancia universal de sus culturas, los occidentales acabarán percatándose de la conexión entre universalismo e imperialismo y viendo las virtudes del mundo pluralista.

 

Apuntalar Occidente

Ha llegado la hora de que Occidente abandone la ilusión de la universalidad y promueva la fuerza, cohesión y vitalidad de su civilización en un mundo de civilizaciones. Los intereses de Occidente no se ven favorecidos por una intervención promiscua en las disputas de otros pueblos. La principal responsabilidad de contener y resolver los conflictos regionales debe recaer en los principales Estados de las civilizaciones dominantes en esas regiones. “Toda la política es política local”, señalaba Thomas P. “Tip” O’Neill, expresidente de la Cámara de Representantes, y la consecuencia natural de esa verdad es “todo el poder es poder local”. Ni las Naciones Unidas ni Estados Unidos pueden imponer en conflictos locales soluciones duraderas apartadas de la realidad del poder local.

En un mundo plural con múltiples civilizaciones, la responsabilidad de Occidente es garantizar sus propios intereses, no promover los de otros pueblos, ni intentar resolver conflictos entre ellos cuando esos conflictos tienen pocas consecuencias o ninguna para Occidente. Su futuro depende en gran medida de la unidad. Los expertos en civilizaciones creen que éstas superarán tiempos de dificultad y de guerras entre Estados, que desembocarán en un Estado universal para la civilización, que puede ser bien una fuente de renovación, bien un preludio del declive y la desintegración. La civilización occidental ha superado la fase de los Estados en guerra y se encamina hacia su fase de Estado universal. Esa fase no ha concluido aún, y los Estados nacionales de Occidente se unen para formar dos Estados semiuniversales en Europa y Norteamérica. Sin embargo, estas dos entidades y las unidades que las constituyen están vinculadas por una red extraordinariamente compleja de lazos institucionales formales y extraoficiales. Los Estados universales de las civilizaciones anteriores fueron imperios. Pero como la democracia es la forma política de la civilización occidental, el nuevo Estado universal de la civilización occidental no es un imperio, sino más bien un compendio de federaciones, confederaciones y regímenes internacionales.

Ante esta coyuntura, el problema para Occidente es cómo mantener su dinamismo y fomentar su cohesión. La unidad occidental depende más de los acontecimientos en EE UU que de los acontecimientos en Europa. Actualmente, EE UU se ve atraído por tres polos. Hacia el Sur, por la emigración constante de latinoamericanos y el aumento del tamaño y el poder de su población hispánica; por la incorporación de México al Tratado de Libre Comercio norteamericano (TLC) y la posibilidad de ampliar el TLC a otros países del hemisferio occidental; y por los cambios políticos, económicos y culturales en Latinoamérica, que la hacen más parecida a EE UU. Hacia el Oeste, por el aumento de la riqueza y de la influencia de las sociedades del este de Asia; por las iniciativas en curso para desarrollar una comunidad del Pacífico, sintetizadas en el foro de Cooperación Económica del Asia-Pacífico (APEC); y por los movimientos migratorios de las sociedades asiáticas.

 

«Los pueblos de Occidente, por citar a Benjamin Franklin, tienen que permanecer unidos hasta la tumba, o labrarse la tumba por separado»

 

Si la democracia, el mercado libre, el imperio de la ley, la sociedad civil, el individualismo y el protestantismo arraigan firmemente en Latinoamérica, ese continente, cuya cultura ha estado siempre estrechamente relacionada con la de Occidente, se unirá a él y se convertirá en el tercer pilar de la civilización occidental. Una convergencia así no es posible con las sociedades asiáticas. Lo más probable, en cambio, es que Asia plantee desafíos económicos y políticos constantes a EE UU en concreto, y a Occidente más en general. El tercer polo, que le arrastra hacia Europa, es el más importante. Los valores, las instituciones, la historia y la cultura que comparten dictan la relación estrecha que existe entre EE UU y Europa. El desarrollo adicional de vínculos institucionales en todo el Atlántico, incluidas unas negociaciones para un acuerdo de libre comercio entre EE UU y Europa, y la creación de una organización económica del Atlántico Norte como complemento de la OTAN es a la vez necesario y deseable.

Actualmente, las principales diferencias entre Europa y EE UU surgen no a raíz de conflictos de intereses directos, sino de su política hacia terceros países. Entre otras cuestiones, ésta incluye el respaldo a una Bosnia dominada por los musulmanes, la prioridad de las necesidades de seguridad de Israel en la política para Oriente Próximo, los esfuerzos estadounidenses para penalizar a las empresas extranjeras que hacen negocios con Irán y Cuba, el mantenimiento de sanciones económicas plenas contra Irak y el papel que los derechos humanos y la proliferación de armas deben desempeñar a la hora de tratar con China. Las potencias no occidentales, sobre todo China, han procurado explotar estas diferencias y enfrentar entre sí a los países occidentales. Las diferencias se deben en gran medida a unas perspectivas geopolíticas, y a unos intereses nacionales políticos y económicos diferentes. No obstante, mantener la unidad de Occidente es esencial para detener el declive de la influencia occidental en los asuntos mundiales. Los pueblos occidentales tienen mucho más en común entre sí que con los pueblos de Asia, Oriente Próximo o África. Los líderes de los países occidentales han institucionalizado modelos de confianza y cooperación entre sí que, salvo en raras ocasiones, no tienen con líderes de otras sociedades. Unido, Occidente seguirá teniendo una formidable presencia en la escena internacional; dividido, será presa de los esfuerzos de Estados no occidentales para explotar sus diferencias internas ofreciendo mejoras a corto plazo a algunos países occidentales cuyo coste serán pérdidas a largo plazo para todos los demás. Los pueblos de Occidente, por citar a Benjamin Franklin, tienen que permanecer unidos hasta la tumba, o labrarse la tumba por separado.

Impulsar la cohesión de Occidente significa preservar la cultura occidental dentro de Occidente y a la vez definir los límites de Occidente. Lo primero requiere, entre otras cosas, controlar la inmigración procedente de sociedades no occidentales, como han hecho los principales países europeos y como empieza a hacer EE UU, y garantizar que los inmigrantes aceptados asimilan la cultura occidental. También implica reconocer que, en el mundo de la posguerra fría, la OTAN es la organización de seguridad de la civilización occidental y que su principal objetivo es defender y preservar esa civilización. Por consiguiente, los Estados que son occidentales por su historia, religión y cultura, deberían tener la posibilidad de integrarse en la OTAN si así lo desean. Desde un punto de vista práctico, la OTAN quedaría abierta a los países de Visegrado, los Estados bálticos, Eslovenia y Croacia, pero no a países que tradicionalmente han sido musulmanes u ortodoxos. Aunque los debates recientes se hayan centrado enteramente en la ampliación de la OTAN, en vez de en su contracción, también hay que tener en cuenta que, a medida que la misión de la OTAN va cambiando, los lazos de Turquía y Grecia con la Alianza se irán debilitando y la participación de estos países terminará, o acabará perdiendo su sentido. La retirada de la OTAN es el objetivo declarado del Partido del Bienestar de Turquía, y Grecia se está convirtiendo en un aliado importante de Rusia, aunque siga siendo miembro de la OTAN.

Occidente atravesó una fase europea de desarrollo y expansión que duró varios siglos y una fase estadounidense que ha predominado en este siglo. Si EE UU y Europa renuevan su vida moral, profundizan en los aspectos culturales comunes y desarrollan formas más cercanas de integración económica y política como complemento a su colaboración en cuestiones de seguridad, podrían iniciar una tercera fase euro-norteamericana de afluencia e influencia política occidental. Una integración política importante contrarrestaría hasta cierto punto la disminución relativa de la parte que corresponde a Occidente de la población, el producto económico y la capacidad militar mundiales y hacer que el poder occidental renazca ante los líderes de otras civilizaciones. La responsabilidad principal de los líderes occidentales no es intentar reformar otras sociedades a imagen y semejanza de Occidente, algo que está cada vez más fuera de sus posibilidades, sino preservar y renovar las cualidades únicas de la civilización occidental. Esa responsabilidad recae abrumadoramente en el país occidental más poderoso, Estados Unidos. Ni el globalismo, ni el aislacionismo, ni el multilateralismo, ni el unilateralismo, beneficiarán a EE UU. Sus intereses se verán más favorecidos si evita esos extremos y adopta en cambio una política atlantista de cooperación estrecha con sus socios europeos, que proteja y promueva los intereses, valores y cultura de la civilización única y preciada que comparten.