Qué y cuánto pedirle a la democracia

Alberto Vergara
 |  24 de junio de 2015

“Pensar –dice Borges compadeciéndose del memorioso Funes– es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. Cuando observamos América Latina, los politólogos somos bastante borgianos. Pensamos en fenómenos generales para detectar luego excepciones; aunque lo general y lo excepcional sea más producto de nuestros lentes que de la realidad continental. Así, se han sucedido olas de regímenes burocrático-autoritarios, de transiciones a la democracia, de reformas neoliberales, de giros a la izquierda, entre otras. Partimos de la homogeneidad del continente antes que de su diversidad. Y con estas olas solemos generalizar también un sentimiento: oscilamos entre el optimismo y el pesimismo.

Luis Pásara convoca a estas reflexiones y carga con algo de esta propensión. Plantea una pregunta común –¿cómo es la democracia América Latina?– y la teje con los hilos de la frustración democrática. Mi respuesta a la convocatoria tiene dos componentes. De un lado, los problemas que atraviesan las democracias latinoamericanas son de distinto tipo, y soy escéptico de la posibilidad de encontrar un adjetivo común para calificarlas. Asimismo, si “las insuficiencias [de la democracia] no son secundarias”, como se propone, también es cierto que la yugular de la democracia, las elecciones como forma de acceder al poder, está a salvo y goza de una continuidad inédita. Debemos tener cuidado de no exigirle a la democracia más de lo que es capaz de brindar.

En un artículo en el Journal of Democracy, Steven Levitsky y Lucan Way desmontan el mito de la recesión democrática en el mundo. Más allá de la refutación empírica, sostienen que dicha percepción se origina en las expectativas desmedidas que los estudiosos poseen respecto de las posibilidades de democratización de los países. Entonces, aunque éticamente uno desea exigirle mucho a las democracias, ¿cuánto sentido analítico tiene hacerlo? O, formulado de otra manera: ¿cada problema en nuestros países debe vincularse al régimen político? Uno quisiera democracias que convivan con niveles económicos de desigualdad menores, donde la corrupción estuviera desterrada y la capacidad estatal fuese robusta. Sin embargo, estos outcomes no están atados, necesariamente, a la democracia. La construcción de un Estado capaz es una dinámica histórica ajena (¡y hasta inversa!) a la democrática; el rule of law podría originarse en la colonización, y los servicios de calidad podría, eventualmente, brindarlos un régimen no democrático. A la democracia, entonces, hay que evaluarla por aquello que está en sus dominios.

Comencemos con las elecciones. En los últimos años, la supervivencia de las elecciones en el continente ha sido sorprendente. Incluso en regímenes no democráticos como el de Fujimori en Perú o el de Venezuela en nuestros días, este mecanismo no se ha abolido. Es un continente devoto de la urna electoral. Lamentablemente, en muchos casos las votaciones no son libres y justas. En Nicaragua, Bolivia y Ecuador, por ejemplo, la oposición compite en clara desventaja contra presidentes populares, con abundantes recursos y que han conseguido progresivamente someter al resto de instituciones. Aun así, en Bolivia y Ecuador, por ejemplo, el mecanismo electoral permite que autoridades subnacionales opositoras sean elegidas en las principales ciudades del país. En países como Colombia o México, de otro lado, desafortunadamente se mantienen maquinarias clientelares capaces de arrastrar votantes y enturbiar resultados electorales. En cualquier caso, durante tres décadas las elecciones han perdurado y se han fortalecido. Ya nadie cree que pueda conseguir el poder a través de la lucha armada y las interrupciones constitucionales no son lo que fueron, ni en cantidad ni en maldad. Así, en términos generales, la yugular de la democracia está a salvo y consolidada en muchos lugares donde nadie creyó que eso ocurriría.

Un segundo ámbito crucial para la democracia es la libertad de prensa. Lamentablemente, aquí hay menos espacio para la evaluación positiva pues observamos un deterioro sostenido. El índice de Freedom House sobre libertad de prensa muestra que Uruguay es el único país de América Latina donde la prensa es francamente libre, sin adjetivos. En el resto, distintas dinámicas la erosionan. De un lado, esta se ha convertido en blanco de bandas criminales en ascenso en varias zonas del continente, muy drásticamente en México y América Central. De manera menos sistemática, en Colombia y Perú el asesinato de periodistas y el amedrentamiento a medios, fuera de las capitales, se hace común.

En una vena más tradicional, hay poderes ejecutivos que buscan debilitar a la prensa. Como muestra el trabajo de Catherine Conaghan, en Ecuador el gobierno ha desarrollado un entramado legal tan vasto como laxo con el fin de instaurar una indefinida zozobra en la prensa, y la sociedad civil, que a toda hora pueden estar infringiendo alguna norma. Una genuina pesadilla kafkiana. En síntesis, tanto por la vía de organizaciones criminales como desde presidencias abusivas, la prensa sufre severas amenazas.

Finalmente, el malestar representativo. Si las elecciones se convirtieron en una institución robusta, lo que generan no despierta la satisfacción ciudadana. Aquí se divisan, al menos, tres tipos de problemas. Uno pareciera ser hijo de su tiempo: los partidos ya no realizan sus funciones básicas como solían hacerlo (con matices según los países, obviamente). No entendemos la democracia sin representación, pero ya no estamos seguros de quién debe o puede efectuar la representación. Aún así, como muestra el trabajo de Kenneth Roberts, la situación varía; desde países como Perú o Ecuador, donde los partidos colapsaron y no logran recomponerse, hasta otros como El Salvador y Brasil, donde de forma inesperada surgen sistemas partidarios relativamente estables. El tema de la representación es central porque la promesa última de la democracia es que las instituciones y políticas estatales reflejarán la voluntad ciudadana.

En países donde la razón tecnocrática se ha impuesto en el ejecutivo y la arena de competencia política es débil ante ella, como en Chile o Perú, se acumulan tensiones entre la representación y la eficiencia. Finalmente, un problema en ascenso es la financiación de las campañas electorales. Nuestras democracias corren el riesgo de ser dominadas por quien reciba más donaciones. Y el escenario es aún peor si el dinero proviene de actividades ilegales.

En síntesis, los problemas de las democracias latinoamericanas son de distinto tipo y origen. Tras tres décadas de elecciones, los países han construido sus propias virtudes y deficiencias democráticas. Acaso la clave de ellas descanse más en sus propias trayectorias nacionales que en patrones continentales. Y predomina el claroscuro.

Sin entrar en profundidades filosóficas, es importante señalar que cuanto más conceptualicemos la democracia como un “medio”, más se nos aparecerá deficitaria. Cuanto más la veamos como un “fin”, menos severamente la evaluaremos. Es sintomático que sus enemigos la retratasen siempre como un medio deficitario. Como lo es también que Tocqueville escribiese: qui cherche dans la liberté autre chose qu’elle-même est fait pour servir.

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