Victoria de Trump: ¿regalo envenenado para Israel?

Itxaso Domínguez de Olazábal
 |  23 de noviembre de 2016

«La metáfora de Palestina es más poderosa que la Palestina de la realidad», Mahmoud Darwish

 

Resulta difícil determinar cuál fue la capital en dónde se recibió con mayor entusiasmo la elección de Donald Trump como futuro presidente de Estados Unidos. Tel Aviv seguramente ocupe uno de los primeros puestos. La tensión entre Benjamin Netanyahu y Barak Obama fue creciendo a lo largo del mandato del primero y alcanzó el culmen con el discurso del primer ministro de Israel ante el Congreso estadounidense en marzo de 2015.  A pesar de que las relaciones eran más favorables con Hillary Clinton, y de que esta se aseguró de certificar su fidelidad hacia los principios que hoy gobiernan la política israelí, no eran pocos los que temían que su administración se viera obligada a seguir los pasos iniciados por Obama, muy particularmente si este optaba por apoyar la causa Palestina como último golpe magistral antes de que tocase a su fin, el 20 de enero, el periodo denominado lame duck. Por lo pronto, y de acuerdo con las filtraciones de correos del departamento de Estado, Clinton prefería conservar el proceso de paz en su estado actual (podría definirse como «en coma asistido»), es decir, ceñirse al business as usual, «preferible antes de paralizar cualquier actividad diplomática».

Será la primera vez en sus más de diez años de mandato que Netanyahu intime con un presidente republicano, algo que siempre ha declarado desear pero que puede irónicamente tornarse en su contra, tanto por lo que al partido –que se ha desligado ya definitivamente de la solución de dos Estados que preconizaba George W. Bush– como al candidato respecta. En principio, la ultraderecha en Tel Aviv comparte principios, valores y narrativa con la ultraderecha que reina ya en Washington, D.C.

«Incertidumbre» destaca como palabra clave para definir el programa electoral de Trump. En los inicios de su campaña no se posicionó claramente en lo que al conflicto Israel-Palestina se refería. Llegó a declarar que se mantendría imparcial en este sentido. Un desliz le hizo incluso confundir a Hamás con Hezbolá. Como consecuencia fue enormemente criticado por gran parte del lobby judío alineado con Netanyahu y compañía. Por si esto fuera poco, han sido más de una las ocasiones en que Trump se ha jactado de su experiencia como negociador nato prometiendo ser el próximo presidente bajo cuyo mandato israelíes y palestinos lleguen a un acuerdo. En este caso un acuerdo definitivo «por el bien de la Humanidad», según declaró a The Wall Street Journal). No fue hasta su discurso frente a AIPAC, la mayor organización del país en términos de apoyo a Israel y uno de los donantes más boyantes al establishment político, que el presidente electo se posicionó claramente del lado del país hebreo, prometiendo trasladar la embajada estadounidense desde Tel Aviv a Jerusalén, reconociendo así a esta última como capital oficial de Israel.

Trump ya ha invitado a Netanyahu a la Casa Blanca. El primer ministro israelí afirmó con satisfacción que el presidente electo es un verdadero amigo de Israel. Asimismo, uno de los dirigentes más expeditos en aplaudir la elección de Trump fue su aliado de coalición de derechas, el ministro israelí de Educación y uno de los principales halcones de este gobierno, Naftali Bennett, señalando que el acontecimiento marcaba el fin de «la era del Estado palestino». Gran parte de oficiales israelíes también se han mostrado embargados por la enconada oposición de Trump al acuerdo nuclear con Irán, del que ha prometido deshacerse. Un Trump sin obstáculos ni en el Parlamento ni muy probablemente en la Casa Blanca, aunque quizás sí, dependiendo de a quien nomine como secretario, en el departamento de Estado.

Uno de sus asesores en este ámbito, Jason Greenblatt, alimentó el regocijo de los líderes israelíes señalando en la radio israelí que el presidente electo no considera que los asentamientos sean «un obstáculo para la paz», una expresión que los propios republicanos han defendido durante décadas. Así, diputados de derecha, centro, e incluso izquierda acudieron raudos a la Knesset para que esta aprobara el 13 de noviembre la primera lectura de una ley que legalizaría retroactivamente aquellos asentamientos construidos sobre terreno privado palestino, a pesar de las objeciones del fiscal general y de la corte suprema, conscientes de que todo asentamiento más allá de las fronteras de 1967 es considerado contrario al Derecho Internacional, y por lo tanto ilegal («discutido» de acuerdo con la narrativa oficial israelí).

Netanyahu es paradójicamente uno de los más favorecidos por el carácter controvertido de los asentamientos. Pero a partir de ahora, si ningún actor internacional de peso se opone públicamente a ellos ya no podrá posicionarse como el líder pragmático que aspira a la paz con sus vecinos y protege a sus ciudadanos, sino como el jefe de gobierno bajo cuyo mandato Israel por fin reconoció públicamente que su fin último es cimentar hechos sobre el terreno y anexionar progresivamente Cisjordania hasta que no quede territorio por repartir en una eventual mesa de negociaciones. Aunque resulte difícil de creer más allá de sus fronteras, Netanyahu es de los pocos que se ha opuesto en su coalición a la implementación práctica de un Gran Israel. Hasta ahora, los mandatarios israelíes se escudaban, según el contexto al que se enfrentaban, bien en la presión internacional, bien en la presión doméstica. Si ninguna de estas existe a la hora de edificar sobre territorio palestino, toda la responsabilidad recaerá sobre Bibi. Si se ve enfrentado a sus compañeros de coalición y su puesto está en peligro, no habrá aliado al otro lado del Atlántico dispuesto a acudir en su rescate, en defensa del miembro «más moderado» de la coalición.

Israel es así el principal beneficiario del status quo actual, y a pesar de sus quejas al respecto, Washington se ha erigido como uno de sus aliados de excepción al perpetuar una situación opaca y ambigua en la que los palestinos no podrían avanzar su causa de ninguna de las maneras: mientras la administración protesta formalmente pero no toma acción alguna, Tel Aviv continúa impertérrito con la actividad denunciada. Netanyahu no quiere ni un Estado –con el que se ha comprometido de facto a la luz de todos sus actos en favor de la colonización, e incluso de algunas declaraciones en contra del futuro de Palestina– ni dos –con los que se comprometió en 2009 de iure en virtud de su discurso en la Universidad de Bar Ilan–. Aspira a dos Estados , pero en un futuro lejano que nunca parece tener fecha segura y que los palestinos no ambicionan, según el, en realidad.

La victoria y carta blanca de Trump podría de una vez por todas desenmascarar al primer ministro, y obligarle a optar por una estrategia clara incluso antes de interpelar a los palestinos. Uno de sus futuros contrincantes, Avigdor Lieberman, ha insinuado que podría apostar por un acuerdo similar al alcanzado por Ariel Sharon y Bush en 2004 de limitar el reconocimiento a large settlement blocs –colonias con alta densidad de población judía– siempre y cuando palestinos e israelíes lleguen a un acuerdo definitivo.

Por último, no son pocos los que en Tel Aviv muestran abiertamente su preocupación frente a otras promesas de Trump como el fin de la ayuda militar casi incondicional a aliados o el aislacionismo estadounidense en Oriente Próximo, que podría dejar a los israelíes solos frente al yihadismo. Si hay algo que ha dejado claro Trump bajo su mantra America First es que no permitirá ser burlado por ningún líder internacional, algo a lo que Netanyahu se acostumbró primero con Clinton y años después con Obama. Así, Netanyahu no tendrá un enemigo contra el que postularse como víctima ante sus electores más o menos fieles, todos ellos de acuerdo en que Obama era un enemigo de Israel.

Otro riesgo para Israel, quizá el mayor, es que el silencio –o incluso apoyo– de EEUU ante un Israel imparable en su actividad colonizadora se erija en revulsivo. Un revulsivo primero para la comunidad internacional, y muy particularmente para la Unión Europea, a la hora de imponer sanciones o reconocer aspiraciones estatales. Un revulsivo sobre todo para los palestinos, que no verán frenadas sus aspiraciones en virtud de brindis al sol en forma de promesas de negociaciones futuras o coacciones de suspensión de ayudas. Las últimas cifras apuntan a que Israel es a fin de cuentas el actor que primordialmente apoya a la decrépita Autoridad Palestina para asegurar que se mantenga a flote: los mismos que niegan la existencia de un Estado palestino admiten tácitamente que una Palestina encabezada por un movimiento legitimo, soberano y fortalecido podría instituirse como amenaza transcendental al status quo.

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