En el arranque de esta década la OTAN parecía una organización en horas bajas. Por un lado, dirigentes como el presidente francés, Emmanuel Macron, se atrevían a diagnosticar su muerte cerebral, reclamando al mismo tiempo al resto de los miembros de la Unión Europea una mayor voluntad política para lograr la autonomía estratégica; en tanto que la entonces canciller alemana, Angela Merkel, ya había advertido anteriormente que Estados Unidos había dejado de ser un socio fiable. Por otro, la deshonrosa y caótica retirada de Afganistán, dejando nuevamente el país en manos de los talibanes, dejaba muy tocada a la Alianza Atlántica, cuestionando su propósito al mismo tiempo que subrayaba el declive del liderazgo estadounidense.

Hoy, cuando se cumplen 75 años de su creación, la situación es muy distinta. La Alianza ha vuelto a ocupar el centro del escenario, adquiriendo un creciente protagonismo internacional, sobre todo en relación con el conflicto en Ucrania. La entrada de Finlandia y Suecia ha mejorado no solo su imagen en términos políticos, sino que militarmente también supone un notable refuerzo de las capacidades de sus miembros para hacer frente a las amenazas que afectan al conjunto, convirtiendo incluso el mar Báltico en un lago aliado.

La razón principal de este cambio tiene nombre propio: Vladimir Putin. La invasión rusa de Ucrania hace ya más de dos años ha precipitado los acontecimientos hasta el punto de que ahora mismo, con ocasión de la reciente reunión de ministros de exteriores celebrada en Bruselas, incluso se comienza a perfilar públicamente la creación de un fondo común dotado de unos 100.000 millones de dólares para los próximos cinco años en apoyo a Kiev. Todavía quedan muchos detalles por definir, contando además con las dificultades internas para lograr la luz verde a una decisión que necesita la…