Autor: Naomi Klein
Fecha: 2015
Páginas: 650
Lugar: Barcelona: Paidós

Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima

Antxon Olabe
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El Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) presentó en 1990 su primer informe alertando a los gobiernos y a la opinión pública sobre la importancia del cambio climático. Dos años más tarde, la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro aprobó el Convenio Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático. A partir de su ratificación en 1994 el asunto del cambio climático se adentró en un campo de minas político, y el proceso de negociaciones internacionales entre los gobiernos se estancó. A la hora de la verdad Estados Unidos se desentendió del tema, dando pie a que las economías emergentes (en especial China) se orientasen hacia una combustión masiva de energías fósiles.

En consecuencia, el problema de las emisiones, lejos de reconducirse se ha agravado: entre 1990 y 2012 las emisiones mundiales han aumentado un 40%. Sin embargo, esas emisiones no se deben a que haya existido una estrategia neoliberal en guerra contra el clima. Un análisis más preciso y riguroso del proceso de estos 25 años identifica diferentes actitudes, y trayectorias igualmente distintas por parte de las mayores  economías. No reconocerlo ni analizarlo es un sesgo importante en la argumentación de la periodista canadiense y líder intelectual de los movimientos contra la globalización, Naomi Klein, en su último libro, Esto lo cambia todo.

Es sorprendente que en las 572 páginas de su apasionado ensayo no se mencione ni una sola vez la posición de la Unión Europea. No ha sido un descuido. Si se le otorga a Europa la relevancia que merece en la lucha contra el cambio climático, la lógica argumentativa y la tesis central del trabajo Klein –el capitalismo está en guerra con el clima de la Tierra– se desmoronan. Lo que queda es un alegato ideológico contra la economía capitalista de libre mercado, el comercio internacional y, por supuesto, las energías fósiles. Klein, quien reconoce haber descubierto la gravedad del problema hace apenas seis años, construye su argumentación generalizando la experiencia (nefasta) de EE UU. Al hacerlo confunde la parte con el todo. Las trayectorias de la UE, la mayor economía del mundo, y de China, el mayor emisor del planeta, no encajan en su relato.

La Unión ha otorgado desde 1990 una gran relevancia política a la crisis del clima y ha actuado en consecuencia. Entre 1990 y 2013 Europa ha reducido sus emisiones un 19%, mientras que su PIB se ha incrementado un 45% en términos reales. Es más, dada la trayectoria de mitigación en curso, se estima que en 2020 habrá alcanzado una reducción cercana al 25%, y existe el compromiso vinculante adoptado por el Consejo de Europa de que en 2030 será del 40%. Dado que estos importantes resultados se han logrado en una economía de libre mercado (en la que, por cierto, participan 500 millones de personas) se demuestra que la tesis central de Klein carece de rigor.

La principal diferencia con EE UU es que en Europa ha existido un consenso básico hacia el cambio climático entre las principales corrientes políticas. Ni Margaret Thatcher, ni Angela Merkel, ni Nikolas Sarkozy (por mencionar a algunos líderes significativos de la derecha durante ese tiempo) han cuestionado nunca los fundamentos científicos de la crisis del clima. No ha existido en nuestro continente espacio político para una exuberancia irracional anticientífica como la articulada por el ala negacionista del Partido Republicano, aglutinada en torno al Tea Party. Hoy día una postura opuesta al consenso de la comunidad científica es casi impensable en Europa.

Sin embargo, la experiencia de EE UU (subsidiariamente, las de Canadá y Australia) ha sido muy diferente. La “América corporativa” del carbón y el petróleo ha dominado el poder legislativo de ese país y ha confundido a la opinión pública respecto al consenso de la ciencia. El espacio deliberativo de esa gran nación ha quedado en gran medida secuestrado por una pléyade de opinadores subvencionados por los intereses del carbón y el petróleo. En consecuencia, no es la economía de libre mercado como tal, sino un sistema político concreto que no sabido/podido crear los necesarios contrapesos para evitar que los intereses corporativos de las energías fósiles prevalezcan sobre el bien común.

Una segunda objeción a la argumentación de Klein es la trayectoria de China. Este país es hoy el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo y ha sido el principal responsable del mencionado incremento del 40%. Sus emisiones superan de hecho la suma de EE UU y Europa. Es forzar mucho el argumento responsabilizar de esa trayectoria al neoliberalismo dominante desde la época de Thatcher y Ronald Reagan. La economía china es una forma de capitalismo de Estado. Las decisiones estratégicas de su economía las adopta el buró político y las refrenda el comité central del Partido Comunista de China (PCCh). Fundamentar su despegue industrial y económico en el consumo masivo de carbón para alimentar su sistema energético ha sido una decisión deliberadamente adoptada por el gobierno comunista con la intención de crecer económicamente a toda costa, sin importar el coste ambiental. Por supuesto, el hecho de que un país rico y desarrollado como EE UU no controlase sus emisiones proporcionaba la excusa perfecta para que Pekín hiciese lo mismo.

El propósito de Klein al escribir Esto lo cambia todo no es tanto presentar un diagnóstico riguroso y una estrategia viable de salida a la crisis del clima, sino alimentar una agenda más global: “el cambio climático puede devenir en el mejor argumento que los progresistas jamás hayan tenido para reivindicar la reconstrucción y la reactivación de las economías locales, para recuperar nuestras democracias de las garras de la corrosiva influencia de las grandes empresas, para bloquear nuevos (y perjudiciales) acuerdos de libre comercio y reformular los ya existentes, para invertir en infraestructuras públicas como el transporte colectivo y la vivienda asequible, para recobrar la propiedad de servicios esenciales como la electricidad y el agua, para reformar nuestro enfermo sistema agrícola (…) He escrito este libro porque llegué a la conclusión de que la llamada acción climática podía proporcionar precisamente ese raro factor catalizador”.

Se trata de que el cambio climático aporte el marco conceptual capaz de catalizar un sinfín de luchas sociales heterogéneas contra los numerosos males de nuestro tiempo. Sin embargo, el precio a pagar por ese totum revolutum es, en mi opinión, muy elevado: se desenfoca el problema de la crisis del clima y se desvanece la solución. Así, Klein llega a defender (páginas 565 y 566) que para luchar contra el cambio climático, “una campaña a favor de un impuesto mínimo sobre el carbono puede ser mucho menos útil que, por ejemplo, formar una gran coalición dedicada a reivindicar la instauración de una renta mínima garantizada”. De esta manera, las políticas climáticas específicas se desvanecen y las emisiones de carbono continuarán su senda imparable.

La alteración del clima de la Tierra es el resultado no deseado del hecho de que la economía mundial se ha basado desde hace 250 años en un sistema energético dependiente de la combustión de carbón, petróleo y gas. La única estrategia viable para reconducir la crisis del clima pasa por la descarbonización acelerada de dicho sistema. Esa descarbonización se puede y debe lograr de forma generalizada mediante decisiones adoptadas por los gobiernos de las naciones, tanto las que basan su economía en el libre mercado como las caracterizadas por una variante de capitalismo de Estado. El dilema real que enfrentamos no es tanto capitalismo o clima, sino energías fósiles versus energías limpias.