POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 145

Un ciudadano egipcio protesta delante de la academia de policía de El Cairo, donde se celebra el juicio contra Mubarak y otros altos cargos de la dictadura. FILIPPO MONTEFORTE/AFP/GETTY

Europa y el Mediterráneo: ¿año cero?

Crisis económica y política en la orilla norte. Revueltas ciudadanas y cambios de régimen en la orilla sur. El Mediterráneo ha mostrado en el último año su potencial de conflicto, poniendo en entredicho la credibilidad de la UE, sus alianzas y la política euromediterránea.
Eduard Soler i Lecha
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El Mediterráneo entró en 2011 en una zona de turbulencias de la que un año después no ha logrado salir. Al mismo tiempo que los países del sur de Europa hacen frente a una gravísima crisis económica que amenaza con hacer tambalear algunos de los pilares de la integración europea, los países árabes están experimentando una ola de protestas ciudadanas y de cambios políticos sin precedentes.

La naturaleza de ambas crisis es totalmente distinta. En el caso de Europa, las ramificaciones de la crisis económica y financiera global se transformaron luego en una crisis de la deuda soberana capaz de hacer caer, por las urnas o por la presión de los mercados, a varios gobiernos. En el caso de los países árabes, las protestas, que se articulan en torno a eslóganes como dignidad, libertad y justicia social, han dado lugar a un levantamiento espontáneo de la ciudadanía que en algunos casos derivó en situaciones de represión y violencia aguda.

La eclosión de lo que muchos han denominado “primavera árabe” ha puesto en entredicho las prioridades, alianzas e instrumentos de las políticas europeas hacia esta región. A Europa se le ha reclamado una respuesta ambiciosa ante unas transformaciones que van a tener un impacto directo sobre los intereses europeos. No obstante, que ambos fenómenos, revueltas árabes y crisis europea, hayan coincidido en el tiempo ha supuesto una limitación evidente para la capacidad de reacción y respuesta de la Unión Europea y de sus Estados miembros. Es más, el hecho de que la crisis europea esté afectando a los países del sur de Europa, tradicionales defensores de una política mediterránea fuerte, supone una dificultad añadida de cara al futuro.

En 2011 los ciudadanos árabes han derribado el muro del miedo. A la UE todavía le queda liberarse de los reflejos securitarios y de prejuicios ideológicos que le lleva a mirar hacia el sur del Mediterráneo desde una óptica de amenazas en vez de oportunidades. Solo así podrán revisarse a fondo las prioridades, las alianzas y los instrumentos de su política mediterránea. Europa tiene ante sí tres grandes retos. En primer lugar, recuperar la credibilidad dañada tras décadas de complicidad con regímenes autoritarios y una actitud vacilante ante las primeras revueltas. En segundo lugar, contribuir a la consolidación de los procesos de cambio y de reforma actualmente en curso, de forma que satisfaga las demandas de una población movilizada. Y finalmente, actuar de forma cohesionada para poner freno a situaciones de violencia y de conflicto a pocos cientos de kilómetros de las fronteras europeas.

Un año después del estallido de las primeras revueltas es momento para hacer balance de la reacción europea ante uno de los grandes fenómenos de la historia contemporánea del mundo árabe. Como al resto de la comunidad internacional, e incluso como a la inmensa mayoría de actores políticos del mundo árabe, la rápida propagación y la intensidad de esta ola de protestas cogió a los europeos no solo por sorpresa sino también a contrapié. Las primeras reacciones oscilaron entre tímidas y vagas declaraciones llamando a reformas, y la vacilación o incluso el apoyo a quienes durante décadas fueron vistos como aliados en la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado.

Pasado el momento de la reacción, llegaron las primeras respuestas. No fue un plan Marshall, como algunos proponían, lo que los europeos podían ofrecer a un mundo árabe en ebullición. La oferta, mucho más modesta, se articulaba en torno a la revisión de la Política Europea de Vecindad (PEV). En paralelo, las fuerzas de seguridad, y más concretamente fuerzas especiales y paramilitares, endurecieron la represión contra los manifestantes que tomaban las calles para pedir la caída del régimen. Libia, Siria, Yemen o Bahréin han sido escenario de violencia durante los últimos meses y la implicación europea en cada uno de estos casos ha sido distinta, en grado y en forma.

Analizaremos tres ámbitos en los que se ha articulado la respuesta de la UE. En primer lugar, las modificaciones se han adoptado en relación a la PEV. En segundo lugar, la capacidad de respuesta de la Unión ante situaciones de emergencia, en las que la vida de civiles se ha visto amenazada por la brutal e indiscriminada represión de las autoridades. Finalmente, el futuro que le espera a la Unión por el Mediterráneo (UpM) en este contexto de cambios.

 

Revisión de la Política Europea de Vecindad

La UE, tan aficionada a los eslóganes, no ha perdido la ocasión de resumir en pocas palabras las bases de su oferta a los países del norte de África y de Oriente Próximo. Durante la primera mitad de 2011 cuajaron cuatro ideas que sustentan los pilares de la revisión en curso de la PEV. La primera, acuñar el concepto de “democracia profunda” para denominar el horizonte hacia el que deben avanzar los países del sur del Mediterráneo. La segunda, diseñar una “Asociación para la Democracia y Prosperidad en el Mediterráneo” como escenario de relación con los países inmersos en transiciones políticas o reformas ambiciosas. La tercera, condicionar las relaciones con los países socios al ritmo e intensidad de las reformas, encarnado en el principio de “más por más” y “menos por menos”. Y la cuarta, ofrecer lo que en inglés se denominan las “tres emes” (money, market, mobility) como incentivo para fortalecer procesos de cambio. En otras palabras, brindar a aquellos países que avanzan en las reformas una mayor financiación, mejor acceso al mercado europeo y perspectivas de facilitación de visados, al menos para colectivos específicos.

Junto a estos principios, las instituciones europeas han dado a conocer algunos instrumentos para fortalecer las políticas de promoción democrática y de los actores de la sociedad civil. Entre otros destaca la creación de un Fondo Europeo para la Democracia (European Endowment for Democracy) y la puesta en marcha de la Civil Society Facility, que vienen a complementar el ya existente Instrumento Europeo para la Democracia y los Derechos Humanos, y que deberían multiplicar el apoyo europeo tanto a organizaciones políticas democráticas como a hacer más fuerte el tejido asociativo en los países vecinos. Parte de los recursos adicionales se vehicularán también a través de un nuevo programa, cuyo nombre evoca la “primavera árabe”. El programa SPRING (Support for Partnership, Reform and Inclusive Growth), con 350 millones de euros para 2011 y 2012, tiene como objetivo apoyar las reformas administrativas y el crecimiento económico en países que hayan entrado en la senda del cambio político o en reformas de gran calado. A nivel institucional también se han constituido Task-Forces (grupos de trabajo) para hacer seguimiento de las reformas y del apoyo europeo a las mismas con países concretos, y se ha creado la figura de un enviado especial para el sur del Mediterráneo, cargo que actualmente ocupa Bernardino León.

Cualquier conocedor de las relaciones euromediterráneas tendrá una cierta sensación de déjà-vu al contemplar los parámetros de esta oferta. Con una mirada indulgente, podría decirse que la respuesta de la UE es coherente con los principios de la Declaración de Barcelona y también con los instrumentos (bilateralidad, diferenciación, seguimiento y apoyo condicionado a las reformas) que desde 2004 han constituido la base de la PEV. Se recordará, además, que el énfasis en la sociedad civil ya fue una de las innovaciones del Proceso de Barcelona respecto a marcos anteriores.

Desde una visión más crítica se argumenta que la reforma propuesta pasa por dar nombres distintos a políticas y principios aplicados con anterioridad, y que si estos han tenido un impacto marginal en la promoción de las reformas durante los últimos 15 años, no tendrían por qué tenerlo a partir de ahora. El hecho de que en declaraciones oficiales se proponga facilitar la movilidad entre norte y sur del Mediterráneo, cuando en la práctica las únicas decisiones tomadas durante los últimos meses han ido dirigidas al fortalecimiento de las fronteras exteriores de la UE y al refuerzo de Frontex (la agencia de control fronterizo de la Unión), tampoco ha ayudado a hacer creíble la oferta europea.

La referencia a una mayor condicionalidad tampoco se libra de críticas. Por ejemplo, el líder de la fuerza política vencedora en las recientes elecciones en Túnez, En-Nahda, Rachid Ghanuchi, declaró que parece que los europeos vayan a exigir más a jóvenes democracias de lo que han exigido a los gobiernos autoritarios. Sin unos parámetros claros e igualmente aplicables a todos, y sin unas contrapartidas realmente atractivas, los resultados de esta estrategia pueden erosionar todavía más la credibilidad de la UE. Los recursos adicionales puestos a disposición, poco más de 1.200 millones de euros, difícilmente actuarán como incentivo y tampoco tendrán un impacto decisivo para la recuperación económica y la generación de empleo. Por consiguiente, sigue confiándose en que sean instituciones financieras internacionales las que cubran este vacío. Unas instituciones que, por cierto, no sitúan la condicionalidad democrática como principio rector en la asignación de las ayudas.

La apertura de mercados, especialmente en el ámbito agrícola, y la facilitación de la movilidad tampoco parecen objetivos realizables a corto plazo, ya que la fragilidad de las economías en los países del sur de Europa y la fuerza de los discursos antiimmigración en varios Estados de la UE impedirán un avance sustancial en ambos campos. Así pues, uno de los problemas endémicos de la política exterior europea, la creación de expectativas inalcanzables, puede estar a la vuelta de la esquina.

De lo que no puede acusarse a las instituciones es de haberse quedado de brazos cruzados. Dentro de sus atribuciones, han diseñado programas nuevos y han encontrado financiación en época de crisis. Sin embargo, este tipo de respuesta no ha situado a la UE a la altura de unas circunstancias excepcionales. Ante este catálogo de medidas, distintos analistas como Charles Grant, Elina Viilup, Nathalie Tocci, Haizam Amirah Fernández y el autor de estas líneas hemos utilizado calificativos como “actitud tecnocrática y poco convincente”, “respuesta débil”, “oportunidad perdida”, apostando, en algunos casos, por un “cambio de paradigma”.

La falta de visión y liderazgo político ha sido, efectivamente, una de las grandes carencias de la respuesta europea. Una Unión absorbida por sus problemas internos ha echado mano de una política ya existente, con una metodología consolidada, para añadirle algunas mejoras y reforzar el componente de apoyo a las reformas. Ha entrado en una lógica de path dependence, en vez de repensar las bases de su política hacia la región y diseñar una estrategia para conseguirlo. El poco espacio dedicado a las revueltas árabes en las reuniones de jefes de Estado y de gobierno es prueba de que salvo en momentos de emergencia, como sucedió con la crisis en Libia, los líderes europeos no han asumido este asunto como una prioridad estratégica. El resultado ha sido una respuesta eminentemente técnica y con un fuerte elemento continuista, complementada en ocasiones con acciones individuales de algunos Estados miembros con intereses en la región.

Para salir de este aparente callejón sin salida, lo mejor que puede hacer la UE es encontrar una vía de solución a su grave crisis interna. Si sigue absorbida por sus problemas políticos y económicos no habrá pensamiento estratégico en relación al Mediterráneo, sus respuestas no serán proactivas sino reactivas y los avances en materia de movilidad, financiación y acceso a los mercados europeos serán mínimos. Entre tanto, y sin crear expectativas inalcanzables, debería destinar los pocos recursos disponibles a incidir, de forma casi quirúrgica, en procesos de transición en curso, con medidas muy concretas en ámbitos como los medios de comunicación, el fortalecimiento de actores políticos democráticos y del tejido asociativo, la supervisión y asistencia en procesos electorales, la reforma del sector de la seguridad, la lucha contra la corrupción y la modernización de la justicia.

 

¿Cómo proteger a la población?

Las revueltas en el mundo árabe no solo han dado lugar a momentos de esperanza sino también de preocupación. El inicio de la rebelión en Libia en febrero de 2011, seguido de una dura reacción por parte del régimen de Muamar el Gadafi, de una crisis humanitaria con centenares de miles de refugiados y desplazados internos y un conflicto armado que se prolongó durante meses ha supuesto una dura prueba para la UE.

El presidente francés, Nicolas Sarkozy, en su conferencia anual ante los embajadores de Francia, declaraba que de esta crisis puede extraerse una lección: “a través de Francia y Reino Unido, los europeos han demostrado por primera vez que eran capaces de intervenir de forma decisiva, junto a sus aliados, en un conflicto abierto en su vecindad”, algo que supone –afirma Sarkozy– “un progreso notable en relación a las guerras de Bosnia y de Kosovo”. No le falta razón en subrayar un protagonismo europeo en esta crisis, pero la imagen no es completa sin añadir, por un lado, que aunque algunos países han estado en primera fila, la UE ha quedado en un discreto segundo plano y que, por otro, hubo sobradas muestras de poca coordinación entre Estados miembros o incluso de abierta competencia con Turquía, un país miembro de la OTAN y candidato a la adhesión a la Unión.

Aunque en el seno de la UE se adoptaron con cierta rapidez sanciones hacia el régimen libio, los Estados miembros tuvieron dificultades para alcanzar acuerdos en cuestiones políticamente sensibles, como demostró la abstención de Alemania en la votación de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La desunión volvió a quedar patente en la falta de coordinación a la hora de reconocer al Consejo Nacional de Transición (CNT) como única autoridad legítima y el posterior establecimiento de relaciones diplomáticas. En materia de refugiados e inmigrantes irregulares, Francia e Italia escenificaron un enfrentamiento que amenazó con limitar la libertad de circulación dentro del espacio Schengen. A nivel simbólico, el hecho de que en su visita a Libia, el tándem Sarkozy-Cameron no estuviera acompañado por un representante de las instituciones europeas reforzó el mensaje de una política exterior y de seguridad renacionalizada. En cuanto a la gestión de crisis, la Política Europea de Seguridad y Defensa (PESD) también ha estado ausente en el conflicto libio, aunque esto podría cambiar si las autoridades libias solicitan algún tipo de misión militar, civil o mixta para la estabilización del país.

Siria está siendo otra dura prueba. Al estallar las revueltas en el país, los Estados miembros oscilaban entre aquellos que confiaban que Bashar el Assad pudiera iniciar un proceso de reformas que satisficiera a los manifestantes, y los que daban por perdido cualquier escenario de apertura política por parte del régimen. A medida que fueron pasando los meses, la oposición siria se organizó en un Consejo Nacional, las víctimas iban acumulándose y las negociaciones con El Assad no daban fruto alguno. Ante la persistencia de una represión brutal, la UE intensificó la presión a nivel internacional (en el marco de la ONU donde, en esta ocasión, no hubo división) y a partir de sanciones unilaterales, como la suspensión de la compra de petróleo sirio, para el que la UE representaba su principal cliente. En esta ocasión, a diferencia de lo que sucedió con Libia, la coordinación entre la Unión y Turquía ha ido en aumento. ¿Pero qué sucederá en los próximos meses si la represión se mantiene y la situación sobre el terreno desemboca en una espiral de violencia? ¿Qué tipo de respuesta pueden aportar la Unión y sus Estados miembros? ¿Qué esperará de ella la oposición siria? ¿Y de Turquía, país que ha servido de plataforma para la organización de esta oposición? ¿Asistiremos de nuevo a posiciones nacionales divergentes en el seno de la UE?

A lo largo de 2011, situaciones de violencia, no solo en Libia o Siria, sino también en Bahréin y en Yemen, han interpelado a la Unión y a sus Estados sobre cómo actuar en caso de conflicto o represión sistemática. No ha habido una res­puesta única y no siempre ha llegado con la rapidez o la cohesión que se esperaba. Podemos observar cinco tendencias en la actuación europea. La primera, que la capacidad (y voluntad) de presión europea es mayor en los países árabes del Mediterráneo que en situaciones similares en la península Arábiga. Segunda, que mientras que le ha sido relativamente fácil actuar como un bloque cohesionado en materia de sanciones, le ha sido mucho más difícil si la respuesta implicaba algún tipo de acción armada. Tercera, que ha habido un amplio acuerdo en canalizar las presiones a través del marco de la ONU. Cuarta, que una decisión o declaración previa por parte de la Liga Árabe o de otros actores regionales como el Consejo de Cooperación del Golfo o la Unión Africana ha sido un factor decisivo para acelerar (o en algún caso frenar) un endurecimiento de la posición europea. Y quinta, la cooperación con Ankara, a través de consultas y acciones conjuntas en la ONU, ha sido mucho mayor respecto a Siria que en el caso de Libia, algo que puede atribuirse al peso desigual de Turquía en ambos casos pero también a un proceso de aprendizaje.

La deriva renacionalizadora en la política exterior de algunos grandes países de la Unión, el hecho de que algunas de estas situaciones de emergencia estallaran en el preciso momento que se estaba poniendo en marcha el Servicio Europeo de Acción Exterior, la parálisis en la cooperación entre la UE y la OTAN como resultado del conflicto entre Turquía y Chipre, y el contexto general de crisis política y económica en Europa no han ayudado a una presencia e influencia decisivas de las instituciones europeas. Se ha echado de menos algún tipo de doctrina sobre cómo y cuándo actuar en situaciones de represión masiva de la población. Por consiguiente, la comparación que trazaba Sarkozy entre la respuesta europea en los Balcanes y Libia sigue siendo pertinente, pero las conclusiones difieren de las del presidente francés. Lo sucedido en 2011 en el sur del Mediterráneo, como sucedió a finales de los noventa con los Balcanes, sigue recordándonos la necesidad de mejorar la capacidad de reacción y la coordinación entre instituciones y Estados miembros en asuntos de política exterior y seguridad.

 

¿Qué lugar para la Unión por el Mediterráneo?

La UpM es, a día de hoy, uno de los grandes ausentes en la respuesta europea ante las revueltas árabes. A pesar de que Sarkozy apostase por la “refundación” de la UpM como respuesta a esta ola de cambios, a pesar de que el nuevo secretario general, Youssef Amrani, escribiera en las páginas de Le Monde que el Secretariado es un instrumento útil e indispensable en el contexto actual, y a pesar también de la insistencia de España por subrayar la contribución potencial de esta institución, con sede en Barcelona, para promover proyectos de desarrollo en la región, los europeos apenas han contemplado a la UpM en su catálogo de respuestas a las revueltas en el mundo árabe. Las referencias a este organismo en las comunicaciones de marzo y mayo de 2011 son muy vagas y subrayan, fundamentalmente, que la UpM debería tener un enfoque todavía más pragmático y basado en proyectos.

Desde diciembre de 2008, pocos meses después de su lanzamiento, la UpM ha tenido que hacer frente a varias situaciones críticas. La tensión en Oriente Próximo, especialmente tras la operación Plomo Fundido en Gaza (2009), primero, y tras la ruptura de las negociaciones en septiembre de 2010 al no prolongarse la paralización en la construcción de asentamientos, después, vieron su impacto amplificado por cambios introducidos en la arquitectura de la UpM en relación con la tradicional del Proceso de Barcelona. Bloqueos políticos, disfunciones institucionales, cumbres que se aplazan, reuniones ministeriales incapaces de llegar a acuerdos y escasez de fondos fueron contribuyendo a una especie de fatiga mediterránea. La crisis financiera global, por su lado, tampoco creaba un clima favorable para el aumento de fondos públicos o para la atracción de inversión privada.

El estallido de las revueltas en el mundo árabe, afectando entre otros a Egipto, el país que ostentaba la copresidencia sur de la UpM, supusieron un desafío para una organización poco consolidada. Una UpM que no puede confiar en que, al menos a corto plazo, se produzca un impulso político en forma de cumbre o de reunión de ministros de Exteriores que resuelva algunas de las disfunciones que han obstaculizado su puesta en marcha. Una UpM que topa con la indiferencia en muchas capitales árabes y que tiene que vencer los prejuicios y desconfianza que se ha instalado en muchas capitales europeas, en parte por el unilateralismo de Francia en su lanzamiento, y en parte por una frustración ante años de iniciativas mediterráneas que van sucediéndose sin lograr sus objetivos. Una UpM que debe navegar en la ambigüedad institucional y hacerse un hueco dentro de la lista de instrumentos que se van diseñando para responder a las necesidades de un Mediterráneo en continua evolución.

Poner la UpM en el ojo del huracán en este preciso momento parece algo precipitado. Para poder retomar el diálogo político al más alto nivel y a escala euromediterránea deberá esperarse cuanto menos a que gobiernos democráticamente elegidos lleven algunos meses en el poder en Túnez y Egipto, y comprobar el alcance de las reformas propuestas en Marruecos, Argelia o Jordania. Mientras estemos en una campaña diplomática para asegurar el reconocimiento del Estado palestino en tantos organismos multilaterales como sea posible, podemos estar seguros de que los debates de índole político en el marco de la UpM quedarán supeditados a esta cuestión. El drama humanitario en Siria, uno de los países miembros de la UpM, tampoco ayudará a agilizar su actuación.

Como las decisiones y el diálogo político no pueden esperar, los esfuerzos acabarán canalizándose en marcos más flexibles e informales y concretándose en iniciativas ad hoc para actuar coordinadamente ante una determinada crisis. A su vez, los programas de ayuda y de promoción de reformas acabarán vehiculándose por vía bilateral y adaptándose a las necesidades de cada país. ¿Qué hacer, pues, con la dimensión regional de las relaciones euromediterráneas?

Nada impide al Secretariado continuar desempeñando las tareas para las que fue diseñado en materia de impulso de proyectos y, en esta línea, debería contar con todo el apoyo para incrementar su colaboración con organismos financieros internacionales o regionales con los que ya ha empezado a trabajar. Entre tanto, será clave que el Secretariado consiga una mayor complicidad con las instituciones europeas, especialmente de una Comisión Europea que no siempre vio con buenos ojos el lanzamiento de la UpM. Recordemos, además, que esta no es la única plataforma que vehicula actuaciones de naturaleza multilateral, existe una Fundación Anna Lindh para el Diálogo de Culturas y varios programas sectoriales financiados por la Comisión. Y fuera del marco comunitario, seguirá existiendo el diálogo 5+5, los programas medioambientales de la ONU y un largo etcétera de iniciativas de cooperación.

Si dentro de un año aproximadamente, en plena negociación de las perspectivas financieras para el periodo 2014-20, el Secretariado puede exhibir algunos éxitos en forma de proyectos que hayan salido adelante gracias a su impulso, podrá reclamar mayor dotación financiera e incluso una ampliación de áreas de actuación. Si para entonces, el contexto en el Mediterráneo y en Europa permite tomar decisiones de calado político que clarifiquen las prioridades y simplifiquen una arquitectura institucional disfuncional, se habrá abierto una vía no solo para “salvar” la UpM sino para que dé un salto cualitativo.