No un modelo, ni dos, sino un caleidoscopio

Laurence Whitehead
 |  1 de julio de 2015

A pesar de las varias décadas de régimen constitucional más o menos estable con elecciones periódicas competitivas, no existe una tendencia clara hacia la convergencia de las principales repúblicas de América Latina en torno a un modelo democrático liberal consensual “consolidado”. En verdad, las propensiones recientes sugieren una tendencia centrífuga o, al menos, el potencial para la emergencia en la región de varios tipos alternativos de democracias parciales, semidemocracias o incluso pseudodemocracias.

Hay los regímenes electorales del “estilo ALBA” (Bolivia, Ecuador y Nicaragua, después de Venezuela, algo más accidentada) y las democracias más despersonalizadas y con autoridad institucional (democracia “liberal” versus “no liberal” para algunos; “neoliberal” versus auténticamente popular o populista, para otros). En este segundo grupo tendrían prominencia Chile, Costa Rica y Uruguay (a pesar de que al menos los dos primeros están mostrando signos de tensión).

Pero esta dicotomía es muy imperfecta, tanto debido a la heterogeneidad de los casos situados en ambos grupos como porque omite mucho. Podríamos quizás añadir Argentina al primer grupo, pero sería claramente un exceso incluir en él a Brasil. Se puede argumentar que Perú y Colombia gravitan en la dirección “liberal”, pero esto es algo precario; y México, con sus cárteles y el PRI, no puede ser visto como liberal. Hablar de modelos alternativos puede evocar una imagen de coherencia y de estructura ordenada que resulta desmentida por la diversidad a lo largo del subcontinente. Así que, en lugar de identificar dos modelos alternativos claros, parece que tenemos más bien un caleidoscopio.

Abunda la literatura que propone adjetivos tales como híbrida (Karl 1995), no liberal (Zakaria 2004), delegativa (O’Donnell 1994), electoralista, desmovilizada o pretoriana; y nombres como autoritarismo electoral o democradura (O’Donnell & Schmitter 1986). Pero hay demasiadas de estas categorías prefabricadas que sobre todo destacan solo una dimensión de aquello que puede ser una realidad multidimensional. Más aún, esas categorías tienden a transmitir una imagen de estabilidad y coherencia que es engañosa. Por el contrario, necesitamos identificar las tendencias subyacentes que generan toda esta diversidad e inestabilidad.

El viejo enfoque de “convergencia” asumió que toda la dinámica básica, tanto interna como internacional, apuntaba en una sola dirección última. Aquellos países que lograran la “consolidación” de un régimen democrático liberal estarían seguros dentro de un conjunto de límites mutuamente reforzados. Los países que siguieran otras trayectorias, quedándose atrás o dejando de incorporar todos los rasgos aprobados de la plantilla democrática liberal, seguirían en la inestabilidad hasta ser atrapados o hasta que rectificaran sus omisiones evidentes.

Esa elaboración se basaba en varias suposiciones acerca de la estructura internacional de incentivos para converger y en la presunta uniformidad en la demanda de una democracia liberal estandarizada de parte de los actores de la competencia electoral. No se contempló la posibilidad de que los electores venezolanos optaran una y otra vez por un modelo “boliviariano” alternativo, o que en Bolivia la democracia pudiera conferir el poder al líder de los cocaleros, o que la élite hondureña pudiera aceptar una intervención militar para bloquear una reforma constitucional y luego arriesgarlo todo al imponer el principio de reelección que acababa de denunciar.

 

Élite versus pueblo

Un asunto teórico clave concierne a la presunta relación entre democracia y mercado. Todas las variantes latinoamericanas del republicanismo tienden a cualificar la santidad de los derechos de propiedad privada, al tiempo que dan mayor prioridad a la solidaridad social –virtud republicana– y, en consecuencia, prevalencia a los intereses del Estado. Los neoliberales, que equiparan libertad de mercado y democracia, pueden entonces hacer equivalente el republicanismo con la violación de principios básicos democráticos. Sobre esta base, Allende fue el enemigo de la democracia chilena y Pinochet, su salvador. Los intereses propietarios que encaran la desposesión la ven como antidemocrática aunque cuente con un mandato electoral y se ejecute en un marco constitucional. Esto confirma la disputa entre proyectos o modelos en competencia.

Tanto la posición liberal como la republicana tienen potencial democratizador pero ambas pueden ser portadoras de desviaciones antidemocráticas. La formulación de Francisco Panizza es pertinente: “Puede argumentarse que el conflicto y la transacción tienen efectos contrarios en la sostenibilidad de la democracia y en su calidad: una democracia sostenible requiere niveles limitados de amenaza a los intereses de las élites económicas y políticas, pero esos niveles se aseguran a costa de debilitar la capacidad de las fuerzas populares para presionar a favor de políticas más igualitarias e inclusivas que son la esencia de la democracia” (Panizza 2009, 198).

Así, actores clave en ambos campos –no solamente propietarios y trabajadores sino abogados, periodistas, militares, etcétera– pueden resultar enfrentados desde un punto de vista democrático. No se puede confiar en que esos grupos necesariamente jueguen limpio a sus adversarios cuando se hacen con el poder del Estado, especialmente si los pesos y contrapesos institucionales se hallan socavados y el Estado de Derecho está devaluado.

Divisiones y deserciones en la élite importan pero no son la única fuente de volatilidad. Por ejemplo, conflictos sobre redistribución pueden emerger periódicamente desde grupos importantes, quizás incluso mayoritarios, del electorado. Derechos ciudadanos variables y volátiles pueden alimentar tales demandas movilizadoras, al menos episódicamente. Cuando tales conflictos surgen en un contexto democrático flojo, ni el mejor compromiso con la consolidación de las garantías de las élites, ni los esfuerzos irrestrictos para satisfacer las demandas populares pueden demostrarse económicamente estables o, en verdad, políticamente del todo democráticos. A partir  de los patrones de caleidoscopio trazados, esta interpretación sirve para explicar una buena parte de tensiones y conflictos entre los modelos alternativos de democracia actualmente en disputa, y también ayuda a esclarecer por qué es improbable la entronización permanente de uno u otro.

Una estructura internacional de incentivos y sanciones fue puesta en marcha en la década de los años noventa para limitar el ámbito de las alianzas alternativas o las opciones de políticas. Pero después de 2001 el liberalismo occidental desvió a otros lados la mayor parte de sus energías, mientras los países exportadores de petróleo en particular recobraron un considerable margen de autonomía política.

Los dos aspectos mencionados –desigualdades internas y cambios de política internacional– cuentan significativamente en las caleidoscópicas trayectorias de régimen delineadas. Más aún, debido a razones históricas, la “configuración” de actitudes y prácticas heredades en la mayor parte de la región incluyen una tendencia marcada a aplicar de manera selectiva y errática las reglas formales y la disciplina institucional. Todo esto refuerza la irregularidad –que Slater llama la tendencia “tambaleante” (careening) de la región– y lo incompleto de casi todas las trayectorias de régimen, e incrementa la probabilidad de que muchos regímenes continúen cambiando “caleidoscópicamente” de un patrón a otro, y luego de vuelta.

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