Autor: Simon Schama
Editorial: Debate
Fecha: 2015
Páginas: 586
Lugar: Barcelona

La historia de los judíos

Guillermo
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“Bienestar y fuerza te mando desde aquí, pero desde el mismo día que te marchaste, mi corazón no se encuentra muy bien. No llores, hijo. Sé un hombre. Todos estamos bien”. El libro de Simon Schama, La historia de los judíos, Vol. I: En busca de las palabras, no empieza ni con profetas ni con historias bíblicas, sino con una carta. Una carta escrita en el año 475 a.C. por un padre, Osea, a su hijo soldado, Shelomam, en la cual le habla de asuntos cotidianos: los problemas que han surgido con su paga. Según el autor, este es el comienzo de los judíos “normales y corrientes”.

Schama no es experto en la historia de los judíos: su cátedra en la universidad de Columbia es de Historia del Arte. El proyecto de escribir este libro surgió en los años setenta, tras la muerte del historiador inglés Cecil Roth, que había dedicado toda su vida a ese tema. En el prólogo, Schama aclara que en su día “intentó” continuar la narración de Roth, pero que “por el motivo que fuera, no cuajó”. Fue en 2009, tras la propuesta de la BBC de hacer una serie de documentales sobre la historia de los judíos, cuando decidió retomar el libro.

Schama traza los orígenes de esta religión a la isla de Elefantina, entre el Nilo y el Éufrates, un asentamiento al borde del desierto de Nubia, donde los judíos (Osea y su hijo entre ellos) convivían en paz con los egipcios. El atractivo, dice el autor, de Elefantina como punto de partida es el hecho de que hubiera una población judía en Egipto donde fuera posible ser egipcio y judío (“igual que más adelante sería posible ser judío y holandés o judío y americano”), teniendo en cuenta que era el país del cual huían los judíos cuando “aparecieron” por primera vez en la historia.

Pese a esto, los redactores de la Biblia siempre vieron Egipto con recelo. Según ellos, había dos tipos de emigraciones: una buena (a Babilonia), en la que se viviría una gran vida, y otra mala (a Egipto), en la que uno estaría condenado a la eterna servidumbre.

El judaísmo, dice Schama, siempre ha sido una religión popular, alejada de las complejas estructuras jerárquicas que desarrollaron otras, como el cristianismo, al ser adoptadas como religiones imperiales. Al principio, durante los siglos II y III, las dos religiones eran muy similares, hasta el punto de que había un gran número de los llamados judíos cristianos. Esta convivencia pacífica no duró mucho. A partir del 380 d.C. comenzó la violencia antisemita, alimentada por el mito de que los judíos eran los asesinos de Cristo. En el año 388 hubo ataques a sinagogas en todo el imperio romano oriental, cuya similitud con la Kristallnacht nazi trae a la mente la célebre frase de Karl Marx “la historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa”. A partir del siglo XIII fueron expulsados de Inglaterra (1278) y de España (1492, con nefastas consecuencias económicas). El autor califica la expulsión inglesa de “crimen imperdonable, que ha pasado a la historia inglesa sin ser reconocido”.

El título del último capítulo, “Destierro del destierro”, es significativo. Juega con la idea presente en muchos judíos de que cualquier sitio que no sea Israel es el “destierro”. El libro acaba casi dos milenios después de la carta de Osea y muy lejos del pueblo de Elefantina. Termina en 1492, con la historia del rabino y astrónomo Abraham Zacuto, cuyas investigaciones sobre el movimiento de cuerpos celestes fueron cruciales para que Colón y Vasco da Gama pudiesen completar sus viajes por el mundo. Como otras decenas de miles de judíos, Zacuto fue expulsado de España por los Reyes Católicos y su Inquisición, creada para castigar a los judíos conversos que seguían practicando su religión a escondidas.

En el último párrafo, Schama sugiere que, tras ser expulsado, en la mente de Zacuto “quizá resonara un salmo” como el que se cantaba todos los sábados en las iglesias sefardíes: el salmo 19 de David, uno de los más emotivos para la población judía, y que dice que “(…) el Todopoderoso había creado los elementos del mundo a partir de las letras hebreas. Así pues, “los confines del mundo debían de estar allí donde se posaran las palabras, donde se oyera la voz celeste a través de todas las lamentaciones del mundo”.