POLÍTICA EXTERIOR nº 169 - Enero-febrero 2016
EI/Daesh, nuevo Estado revolucionario
La naturaleza e impacto del EI son similares a los de Estados revolucionarios anteriores. Sus posibilidades de contagio son pequeñas, pero la responsabilidad de contenerlo recae sobre todo en las potencias regionales. Cuanto más intervenga EEUU, más fortalecerá al EI.
Las brutales tácticas y el extremismo religioso que caracterizan al Estado Islámico (EI, ISIS o Daesh) hacen de este, a ojos del ciudadano medio, una amenaza inusualmente peligrosa y temible como ninguna otra. Según las declaraciones de sus líderes, el grupo quiere aniquilar a los infieles, imponer la sharia o ley islámica en todo el mundo y precipitar el regreso del Profeta. Los soldados de a pie del EI persiguen estos objetivos con crueldad asombrosa.
A diferencia de su alma máter, Al Qaeda, que apenas mostraba interés por el control territorial, el EI sí busca asentar los cimientos de un Estado real sobre las zonas bajo su poder: ha impuesto una autoridad clara, ha implantado sistemas fiscales y educativos y ha puesto en marcha una sofisticada operación propagandística. El EI se arroga la condición de califato y rechaza el paradigma estatal internacional, pero un Estado sigue equivaliendo al territorio administrado por sus dirigentes. Como ha dicho Jürgen Todenhöfer, periodista alemán que visitó áreas de Irak y Siria controladas por el EI en 2014: “Tenemos que entender que el EI se ha convertido en un país”.
No obstante, el EI no es el primer movimiento extremista que combina actitudes violentas, ínfulas de grandeza y control territorial. Dejando a un lado su faceta religiosa, se trata de la última de una larga lista de organizaciones revolucionarias que quisieron construir Estados sorprendentemente similares, en varios aspectos, a los regímenes nacidos de las revoluciones francesa, rusa, china, cubana, camboyana o iraní. Estas se mostraron tan hostiles ante el Derecho Internacional como el EI, y también ejercieron una despiadada violencia para eliminar o intimidar a sus rivales y demostrar su poder al mundo.
Los episodios anteriormente mencionados resultan tranquilizadores cuando consideramos al EI hoy día, pues muestran que las revoluciones suponen un peligro serio únicamente cuando en ellas se ven implicadas grandes potencias, ya que solo estas se han mostrado capaces de extender sus principios revolucionarios. El EI jamás llegará a ser una gran potencia y, aunque se ha forjado simpatías en el extranjero –tal como hicieron las primeras revoluciones–, su ideología es demasiado provinciana y su poder demasiado reducido para provocar levantamientos similares más allá de las fronteras de Irak y Siria.
La historia también nos enseña que los empeños exteriores por sofocar un Estado revolucionario suelen ser contraproducentes, pues refuerzan a los sectores más duros y dan más oportunidades a la expansión de la revolución. Hoy día, los esfuerzos de Estados Unidos por –parafraseando a Barack Obama– “desgastar y en última instancia destruir” al EI podrían ayudarlo a ganar prestigio, fortalecerían sus argumentos acerca de la hostilidad occidental hacia el islam y reafirmarían su autoadjudicado papel de defensor acérrimo de la comunidad musulmana. Lo recomendable es ser pacientes y esperar que los actores locales contengan a los radicales, manteniéndose EEUU en un segundo plano. Este enfoque exige ver al EI como lo que realmente es: un movimiento pequeño, débil y sin recursos, que no supone una amenaza de seguridad real salvo para los desafortunados que caen bajo su control.
Cuando los extremistas toman el poder
Las revoluciones sustituyen a un Estado existente con otro que se fundamenta en principios políticos distintos. Estos alzamientos siempre están liderados por un grupo rebelde o de vanguardia, como los bolcheviques en Rusia, el Partido Comunista en China, los jemeres rojos en Camboya o el ayatolá Jomeini y sus seguidores en Irán. En ocasiones, los movimientos revolucionarios derrocan regímenes por sí mismos y otras veces aprovechan vacíos de poder después de que el viejo orden se derrumbe por otras razones.
Las revoluciones son alzamientos violentos cuyo objetivo es siempre superar alguna gran adversidad, de modo que sus líderes necesitan altas dosis de buena fortuna para derribar el régimen y consolidar después el poder. Asimismo, deben convencer a sus seguidores de que asuman importantes riesgos y superen la natural inclinación a dejar que sean otros los que luchen y mueran por la causa. Los movimientos revolucionarios suelen recurrir a una combinación de incentivo, intimidación y adoctrinamiento para garantizar la obediencia y alentar el sacrificio, justo como hace el EI actualmente. En particular, las revoluciones aportan ideologías diseñadas para justificar métodos extremos y persuadir a sus seguidores de que sus sacrificios darán fruto. El contenido concreto de estas creencias varía, pero su meta es siempre hacer creer a sus seguidores que es fundamental reemplazar el orden existente y que su lucha está llamada a triunfar. Las ideologías revolucionarias suelen recurrir a tres métodos para ello.
En primer lugar, se retrata al oponente como malvado, hostil, incapaz de realizar reformas o de discutir acuerdos. Así pues, la única opción es desarraigar el régimen y sustituirlo. Para los revolucionarios de la Francia del siglo XVIII, las monarquías eran irremisiblemente corruptas e injustas, visión que justificó las medidas radicales puertas adentro e hizo casi imposible esquivar la guerra con el resto de Europa. Vladimir Ilich Ulianov Lenin y los bolcheviques insistían en que solo una revolución total podría acabar con los males inherentes del capitalismo. Mao Zedong decía a sus partidarios: “Los imperialistas jamás soltarán sus cuchillos de carnicero”. Jomeini pensaba lo mismo sobre el sah y animaba a sus adeptos a “apretarle el cuello hasta estrangularlo”.
El EI no difiere de esto. Sus líderes e ideólogos afirman que Occidente es hostil per se y que los gobiernos árabes o musulmanes en el poder son entidades heréticas contrarias a la auténtica naturaleza del islam. No tiene sentido firmar pactos con infieles y apóstatas: deben ser eliminados y sustituidos por líderes que se plieguen a lo que el EI considera los verdaderos principios islámicos.
Los gobiernos están alarmados por la capacidad del EI para extender su mensaje a través de las redes sociales y atraer a combatientes extranjeros
En segundo lugar, las organizaciones revolucionarias predican que la victoria es inevitable, siempre que sus seguidores se mantengan en su obediencia y disposición. Lenin argumentaba que al capitalismo lo condenaban sus propias contradicciones y Mao decía que los imperialistas eran “tigres de papel”: los seguidores de ambos estaban seguros de que la revolución terminaría por triunfar. El actual líder del EI, Abu Bakr al Bagdadi, habló en términos igualmente inflamados en noviembre de 2014, cuando dijo a sus seguidores: “Vuestro Estado está bien, en la mejor condición. Avanzará sin pausa”.
En tercer lugar, los líderes de los movimientos revolucionarios piensan que su modelo es universalmente válido. Prometen a sus seguidores que, una vez obtenida la victoria, la revolución liberará a millones de seres humanos, dará paso a un mundo perfecto o permitirá la consumación de algún plan divino. Los radicales franceses de 1790 llamaban a una “cruzada por la libertad universal”, y los marxistas-leninistas creían que de la revolución mundial nacería un régimen en el que no existirían las clases, las guerras ni el Estado. Igualmente, Jomeini y sus seguidores veían en la revolución iraní el primer paso hacia la abolición del sistema de Estados-nación, ajeno al islam, y el establecimiento de una comunidad islámica global.
Del mismo modo, los cabecillas del EI creen que su mensaje fundamentalista es válido para la totalidad de la esfera musulmana y más allá. En julio de 2014, por ejemplo, Al Bagdadi declaró que el EI algún día uniría a “caucasianos, indios, chinos, shami (sirios), iraquíes, yemeníes, egipcios, magrebíes, americanos, franceses, alemanes y australianos”. El EI se sirve de las redes sociales para extender su mensaje en el extranjero y se apresura a reclamar cualquier acto violento ocurrido en lugares remotos. Esta llamada a la aplicabilidad universal de sus principios desempeña un papel clave a la hora de atraer a extranjeros y es una de las razones de que los gobiernos estén tan alarmados.
Revolución y guerra
Los habitantes de los países vecinos tienen razones para preocuparse de que un Estado revolucionario intente ampliar sus fronteras. Los líderes revolucionarios suelen creer que es su obligación exportar el movimiento y que, además, esa es la mejor manera de mantenerlo vivo, idea contenida en el lema del EI, baqiya wa tatamaddad (Resistir y extenderse). No es sorprendente, por tanto, que los Estados colindantes con regímenes revolucionarios planteen medidas preventivas para debilitar o derrocar al nuevo régimen. El resultado es una espiral de sospechas y un incremento en el riesgo de que estalle la guerra.
Los conflictos entre regímenes revolucionarios y otros Estados se exacerban debido a la paradójica combinación de inseguridad y exceso de seguridad en ambos bandos. Los nuevos líderes revolucionarios saben que su posición es precaria y que sus oponentes intentarán acabar con ellos antes de que consoliden su poder. Al mismo tiempo, su inopinado éxito y su optimista visión de la realidad los empujan a creerse capaces de vencer cualquier adversidad o de superar a enemigos mucho más poderosos. Entre los Estados vecinos, a veces se presenta el mismo problema, aunque a la inversa: los gobernantes se alarman debido a los objetivos radicales del nuevo Estado, pero mantienen el convencimiento de que podrán librarse de él antes de que se asiente en el poder.
Parte del problema es que las revoluciones producen una gran incertidumbre, que a su vez fomenta los errores de cálculo. Los países vecinos en realidad tienen muy poco contacto directo con el nuevo régimen, así que no pueden calibrar sus intenciones y capacidad resolutiva y tampoco comunicarle sus líneas rojas. Pocos elementos foráneos se han reunido con los cabecillas del EI, por ejemplo, de manera que sus convicciones y capacidades siguen siendo un misterio.
Juzgar la capacidad bélica de un Estado revolucionario puede también resultar complicado, especialmente cuando se apoya en cimientos sociales radicalmente diferentes. Austria y Prusia se convencieron en su día de que la revolución había hecho de Francia un país militarmente vulnerable: sin embargo, el fervor nacionalista y el reclutamiento indiscriminado de hombres capaces –la infame levée en masse– no tardó en convertir ese país en la mayor potencia de Europa. En Irak, Sadam Husein creyó de forma equivocada que la caída del sah allanaba el camino a la ofensiva militar sobre Irán, pero cuando sus fuerzas invadieron el país, en 1980, el régimen clerical movilizó nuevas unidades militares como la Guardia Revolucionaria, y cambió las tornas de la guerra.
Asimismo, es imposible saber con seguridad si una revolución se contagiará a otros territorios, aunque siempre existen motivos para temer que sí. Las ambiciones de los Estados revolucionarios inevitablemente encuentran buena acogida en otros espacios territoriales y convencen a simpatizantes foráneos de marchar bajo el mismo estandarte. Los elementos antimonárquicos de toda Europa acudieron en masa tras la Revolución Francesa y, del mismo modo, occidentales como el activista social John Reed, educado en Harvard, viajaron a Rusia en pos de la revolución bolchevique. Los ecos revolucionarios refuerzan el miedo al contagio: en Europa, de Londres a Moscú, se temía que la revolución en Francia supusiera el derrocamiento de todos los reyes de Europa. De igual modo, europeos y estadounidenses se obsesionaron con la propagación del bolchevismo tras 1917, y muchas personas, por lo demás sensatas, sucumbieron al macartismo en la década de los cincuenta.
Pocos se han reunido con los cabecillas del EI, de modo que sus verdaderas convicciones y capacidades siguen siendo un misterio
Para complicar aún más las cosas, las revoluciones generan riadas de refugiados que tratan de escapar del nuevo régimen. Los exiliados, deseosos de convencer a las potencias extranjeras de que los ayuden a regresar a casa, relatan con detalle los escabrosos crímenes del nuevo régimen –que muy bien pueden ser reales– y aseguran al tiempo que este es fácilmente derrotable. Los exiliados franceses, rusos, chinos, cubanos, iraníes y nicaragüenses así lo hicieron para persuadir a las potencias extranjeras de que intervinieran en sus países de origen, aunque la mayoría de gobiernos que siguieron sus consejos terminaron lamentándolo.
Paradójicamente, la incertidumbre que acompaña a la mayoría de revoluciones puede contribuir a la supervivencia del nuevo Estado. Puesto que no saben con seguridad cuán poderoso o atractivo es el movimiento revolucionario, las potencias extranjeras no tienen la posibilidad de determinar qué amenaza es mayor, si la revolución o la posibilidad de que otros rivales saquen partido del caos resultante. La Revolución Francesa sobrevivió en parte porque sus enemigos monárquicos sospechaban unos de otros y, en un primer momento, se interesaron más por hacerse con nuevos territorios que por devolver el trono a Luis XVI. De igual manera, la división entre las principales facciones del bolchevismo y la incertidumbre en torno a sus objetivos a largo plazo impidieron la coordinación de una respuesta a la revolución rusa y ayudaron a Lenin y sus seguidores a mantener el poder tras 1917.
Sin embargo, nunca se consuman ni las esperanzas de los revolucionarios ni los miedos de sus adversarios. La mayoría de revoluciones no dan pie a una veloz sucesión de revoluciones, ni a un golpe contrarrevolucionario inmediato. El resultado más habitual es la dilatación de los enfrentamientos entre el nuevo régimen y sus diversos antagonistas y, en última instancia, bien la derrota del gobierno revolucionario, como ocurrió con los sandinistas en Nicaragua, bien la moderación de las metas revolucionarias, como en la Unión Soviética, la China comunista o el Irán de los ayatolás.
Estas complejas dinámicas se hacen patentes hoy en el seno del EI. Sus líderes consideran el mundo exterior un lugar hostil y herético, creen que sus oponentes están condenados al desastre y consideran sus éxitos el primer paso hacia un alzamiento transnacional irresistible, que terminará borrando a todos los demás Estados del mapa. La organización se ha demostrado sorprendentemente capaz a la hora de proveer seguridad y servicios básicos en su territorio, y es muy eficiente tanto en la propagación de su mensaje a través de las redes sociales, como en la lucha sobre el terreno contra oponentes débiles. Su capacidad para atraer a miles de combatientes extranjeros, por otro lado, suscita inquietudes acerca del poder de convocatoria del grupo para inspirar ataques en otros países. El testimonio de los refugiados que huyen del territorio del EI ha intensificado estos miedos y reafirmado la voluntad de sus oponentes de destruir el nuevo Estado antes de que se haga más fuerte.
Al mismo tiempo, como ocurrió en anteriores movimientos revolucionarios, los esfuerzos por derrotar al EI se han visto socavados por las prioridades encontradas de sus oponentes. Tanto EEUU como Irán desean ver el final del EI, pero ninguno de los dos quiere ayudar al otro a cobrar influencia sobre Irak. Turquía también considera al EI una amenaza, pero aborrece el régimen sirio de Bachar el Asad y rechaza cualquier tipo de acción que pueda dar alas al nacionalismo kurdo. Arabia Saudí, por su parte, ve en el fundamentalismo del EI un desafío a su propia legitimidad, pero teme igualmente –si no más– que Irán y el chiísmo ganen poder en la región. En consecuencia, ninguno de estos países ha incluido la derrota del EI entre sus máximas prioridades.
Aparte de su inclinación por la violencia y su recurso al esclavismo sexual, poco hay de nuevo en el EI. Su naturaleza e impacto son sorprendentemente similares a los de Estados revolucionarios anteriores. Hemos visto esta película muchas veces ya. Pero ¿recordamos cómo termina?
La revolución no se propagará
Las revoluciones pueden propagarse de dos maneras. Los Estados revolucionarios poderosos dependen de la conquista: a finales del siglo XVIII, Francia declaró la guerra a las monarquías de Europa y, tras la Segunda Guerra mundial, la Unión Soviética se adueñó de Europa oriental. Los Estados revolucionarios más débiles, no obstante, solo pueden aspirar a dar ejemplo. A la Corea del Norte de la familia Kim, la Cuba de Castro, la Etiopía del llamado Derg (consejo administrativo militar provisional), la Camboya de los jemeres rojos o la Nicaragua de los sandinistas, entre otros, les faltó el poder bruto necesario para extender su modelo por la fuerza.
Eso mismo le ocurre al EI. La Unión Soviética impuso el comunismo en Europa oriental gracias al poderoso Ejército Rojo. El EI, según la inteligencia militar estadounidense, posee una fuerza estable de apenas 30. 000 soldados y una escasa capacidad de proyectar su poder. Aunque los más alarmistas advierten de que el EI controla ya una franja de territorio mayor que Reino Unido, lo cierto es que en su mayoría se trata de desierto deshabitado. Ese territorio produce entre 4.000 y 8.000 millones de dólares anuales en bienes y servicios, lo que equipara el PBI del EI al de Barbados. Sus beneficios anuales equivalen quizá a unos 1.000 millones de dólares –aproximadamente la quinta parte del presupuesto anual de la Universidad de Harvard– y van a menos. El EI no está cerca de convertirse en una gran potencia y, dada su reducida población y subdesarrollada economía, no lo será nunca.
Aun así, ¿podría imponerse a algunos de sus vecinos más débiles, como Jordania o el Kurdistán iraquí, o tomar el poder en el resto de Siria o incluso en partes de Arabia Saudí? Es muy improbable. El EI se ha topado con una resistencia cada vez mayor cuando ha intentado desbordar los territorios suníes donde nació, debido entre otras cosas al vacío de poder. Si consiguiera expandirse de manera significativa, la respuesta sería una resistencia vigorosa y coordinada de sus vecinos más poderosos. El EI ya ha dado pie a maniobras de contención de cierto peso, como la reciente decisión de Turquía de cerrar su frontera meridional, crear una franja de seguridad en el norte de Siria y permitir a la aviación estadounidense usar la base de Incirlik para bombardear Irak y Siria. Podemos decir sin temor a equivocarnos que la organización jamás conquistará una porción sustancial de Oriente Próximo y mucho menos otras áreas.
Tampoco se extenderá el EI por contagio. Resulta complicado derribar un gobierno incluso cuando es débil. Los movimientos revolucionarios tienen éxito en contadas ocasiones. Los marxistas necesitaron dos guerras mundiales para alcanzar el poder en Rusia y China, y el EI ha tenido éxito merced sin duda a una conjunción planetaria: EEUU cometió la insensatez de invadir Irak, el primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, aplicó políticas que provocaron importantes fracturas sociales y en Siria estalló una guerra civil. A no ser que se concatenen una serie de acontecimientos igualmente fortuitos, al EI le costará replicar su auge en cualquier otro lugar.
Extender una revolución por contagio requiere unos recursos que solo poseen las grandes potencias. La Unión Soviética tenía capacidad suficiente para financiar la Internacional Comunista y dar respaldo económico a Estados clientelares en todo el planeta, pero las potencias revolucionarias medianas no tienen esa fortuna. Irán ha apoyado a varias entidades intermediarias a lo largo de las últimas tres décadas y, sin embargo, no ha sido capaz de crear un clon de sí mismo. El EI es mucho más débil que Irán y cualquier entidad subsidiaria a la que sea capaz de inspirar tendrá que depender principalmente de sus propios recursos para triunfar.
Además, el éxito de una revolución es como un toque de diana para los países colindantes al Estado revolucionario, los cuales no tardarán en tomar medidas para evitar el contagio. Las potencias europeas contuvieron la amenaza del bolchevismo tras 1917, eliminando a los sospechosos de ser agentes de la revolución y tratando de satisfacer las necesidades de la clase trabajadora. EEUU ayudó a hacer lo propio en Europa y Asia tras la Segunda Guerra mundial, a través del Plan Marshall, la OTAN y las alianzas militares con países asiáticos. Irán, las monarquías del Golfo y otros gobiernos musulmanes trabajan ya en amortiguar la influencia del EI restringiendo la entrada de combatientes extranjeros, cortando su financiación y alentando a las autoridades religiosas locales a cuestionar el radicalismo del grupo. Igualmente, las comunidades musulmanas de Europa y el resto del mundo se emplean a fondo para contrarrestar el venenoso mensaje del EI.
Pese a todos estos esfuerzos, algunos siguen sucumbiendo a los cantos de sirena del EI, pero ni 100 .000 combatientes extranjeros bastarían para desequilibrar la balanza de poder a su favor. Solo una pequeña fracción de los más de 1.000 millones de musulmanes del mundo entero tendría algún interés en someterse a la brutal disciplina de ese grupo. Y muchos de los que hoy se apresuran por unirse a sus filas se desilusionarán y tirarán la toalla, o terminarán aislados en un territorio sin salida al mar y sin capacidad de causar problemas en ninguna otra área.
Es cierto que algunos combatientes extranjeros han regresado a sus países de origen y han protagonizado atentados terroristas en ellos. Otros, inspirados o dirigidos por el EI, actúan como “lobos solitarios” y han atacado diversos lugares, como los atentados que mataron a 132 personas en París, el 13 de noviembre de 2015, y 14 personas en San Bernardino (EEUU) el 2 de diciembre. Estos trágicos incidentes no desaparecerán pero serán pocos y demasiado pequeños como para hacer caer un gobierno. Según The New York Times, desde septiembre de 2014 las muertes producidas fuera de Siria e Irak por grupos o individuos que se arrogan vínculos con el EI han sido unas 800, suma que no puede compararse con las más de 14.000 personas asesinadas en EEUU en ese mismo periodo. Desde luego, hay que lamentar todas estas muertes, pero las ciudades que han sufrido una violencia similar en el pasado –incluyendo Londres, Oslo, Boston, Madrid y Nueva York– se recuperaron rápidamente y son prósperas hoy. Esta violencia tiene una escala comparativamente modesta aunque puede puede llamar la atención y elevar el temor de los ciudadanos, pero no servirá para expandir la influencia del EI.
La propia ideología del grupo limitará su capacidad de crecimiento. Aunque sus líderes creen que su visión de un nuevo califato es irresistible, es poco probable que conquiste los suficientes corazones y mentes. Los ideales de libertad e igualdad que personificaron las revoluciones estadounidense y francesa resonaron en su día en todo el mundo, y la utopía comunista de una sociedad sin clases sedujo a millones de trabajadores y campesinos pobres. Por el contrario, el mensaje puritano del EI y sus violentos métodos no son muy queridos, y su plan de extender el califato por el planeta choca con poderosas identidades nacionales, tribales o sectarias en todo Oriente Próximo. El hecho de que se comuniquen por Twitter, YouTube o Instagram no hace el mensaje más atractivo, al menos para la mayoría de musulmanes, y será especialmente así cuando deje de ser novedoso y los nuevos reclutados aprendan cómo se vive realmente bajo el EI. En cualquier caso, una versión del islam que es anatema para la mayoría de musulmanes no ganará adeptos entre los no musulmanes. Si alguna vez alguien quisiera inventar un credo revolucionario poco atractivo para la población en general, le sería muy complicado superar la dura y estrecha visión del mundo del EI.
En última instancia, si un movimiento del estilo del EI obtuviera poder más allá de las fronteras de Irak y Siria –como podría ocurrir en la caótica Libia–, los líderes buscarían proteger sus propios intereses y no tanto someterse a la esclavitud de las órdenes de Bagdad. La gente de a pie ve a los grupos radicales como entes monolíticos, especialmente si estos se toman su retórica demasiado en serio, pero lo cierto es que son muy proclives a las luchas intestinas. Por ejemplo, girondinos y jacobinos, bolcheviques y mencheviques, estalinistas y trotskistas o kruschevistas y maoístas se vieron divididos por cismas. La tendencia del EI a considerar el menor desacuerdo como un acto de herejía castigable con la muerte hará inevitables esas disputas. Y en efecto, ya les ha llevado a enfrentarse a Al Qaeda y otros grupos extremistas.
Solo una pequeña parte de los más de 1.000 millones de musulmanes del mundo tendría algún interés en someterse a la brutalidad del EI
Los críticos quizá juzguen estas valoraciones como demasiado optimistas, y argumentarán que los Estados vecinos son más frágiles de lo que se cree y que el ejemplo del EI podría incluso conmover los cimientos de la casa de Saud, el reino hachemita de Jordania o la dictadura militar egipcia. Dado el delicado equilibrio de fuerzas en Oriente Próximo y el descontento generalizado que encendió la Primavera Árabe, ¿podría el EI ser la excepción a la regla de que las revoluciones rara vez se propagan?
Quizá, pero es muy improbable que se dé este escenario, el peor de los posibles. Si a los radicales les fuera sencillo derrocar gobiernos extranjeros, ocurriría con mucha más frecuencia. Los gobiernos en el poder no tienen por qué ser especialmente capaces para sofocar revoluciones y los objetivos potenciales del EI tienen dinero, fuerzas de seguridad bien organizadas y el respaldo de las autoridades religiosas y de otros países. Por todos estos motivos, la emergencia del EI no debe ser considerada antesala de una marea revolucionaria.
Y ahora, a esperar
En cualquier caso, que el objetivo a largo plazo del EI vaya a malograrse, no quiere decir que eliminar a ese grupo vaya a resultar fácil. De hecho, la historia reciente indica que intentar destruirlo manu militari podría resultar contraproducente. La intervención de Austria y Prusia, por ejemplo, radicalizó la Revolución Francesa, y la invasión de Irak por parte de Irán en 1980 permitió a Jomeini y sus seguidores purgar a los elementos moderados de la República Islámica. Lenin, Stalin y Mao recurrieron a amenazas extranjeras para movilizar apoyos y consolidar su poder, y tanto la revolución rusa como la china sobrevivieron a varias intentonas en su contra. Asimismo, los agresivos esfuerzos por destruir al EI podrían, de hecho, posibilitar su supervivencia, especialmente si EEUU toma el liderazgo.
Todo ello hace que la mejor política sea contener su avance y ser pacientes. Con el tiempo, el movimiento se deshará entre excesos y divisiones internas. Ese sería el resultado óptimo, por supuesto, pero no hay ninguna garantía. Por suerte, la historia dice que si el EI sobrevive, se convertirá con el tiempo en un Estado al uso. Los movimientos revolucionarios pueden fantasear con transformar el mundo mientras no estén en el poder, pero para sobrevivir a largo plazo deben aprender a renunciar a parte de sus ideales y moderar sus actitudes, aunque no abandonen del todo sus principios fundamentales. El sueño trotskista, la “revolución permanente” dio paso al “socialismo en un solo país” de Stalin, y las radicales políticas de Mao en China se vieron acompañadas de una política de aversión al riesgo frente a otros Estados. El Irán revolucionario ha seguido una trayectoria similar y ha aplicado una política exterior extremadamente prudente y calculada. En última instancia, el resto del mundo, incluido EEUU, llegó a entenderse con esos Estados revolucionarios.
Desde luego, la normalización no es automática y los Estados revolucionarios no refrenan sus actitudes, a menos que otros Estados les muestren que el extremismo implacable es oneroso y contraproducente. Esto quiere decir que es necesario contener al EI en el futuro próximo, hasta que moderen sus objetivos revolucionarios o, incluso, los abandonen. La política de contención funcionó contra la Unión Soviética y también ha limitado la influencia de Irán durante más de tres décadas.
Para tener éxito, una política de contención deberá impedir que el EI conquiste otros países e imponga en ellos su radicalismo. Dada la debilidad del grupo y lo corrosivo de sus mensajes fundamentalistas, no debería resultar imposible para los países vecinos evitar su expansión, si acaso con alguna ayuda de EEUU. Los kurdos, los chiíes de Irak, Irán, Turquía, Jordania, las monarquías del Golfo e Israel no van a quedarse de brazos cruzados si el EI sigue creciendo. Cualquier pequeña victoria de los radicales empujará a estos países y comunidades a reaccionar contra ellos con mayor vigor.
Washington deberá proveer servicios de inteligencia, armamento e instrucción militar, pero habrá de mantener un perfil lo más bajo posible y dejar muy claro que poner freno al EI corresponde en su mayoría a las potencias regionales. Así pues, la aviación estadounidense solo intervendría para impedir la expansión del EI: intentar reducirlo a base de bombardeos solo servirá para matar a civiles inocentes y reforzar tanto el sentimiento antiestadounidense como la popularidad de los extremistas.
Washington deberá mantener un perfil lo más bajo posible y dejar claro que poner freno al EI corresponde, sobre todo, a las potencias regionales
Los actores regionales sin duda intentarán pasar la patata caliente a EEUU para que haga la guerra por ellos. Los líderes estadounidenses deberán rechazar esa estratagema de forma educada y reasignarles esa responsabilidad. El EI no es una amenaza directa a EEUU, al suministro energético procedente de Oriente Próximo, a Israel, ni a ningún interés vital de ese país, de manera que los soldados estadounidenses no tienen por qué jugarse el pellejo en esa lucha.
La correcta contención del EI exigirá a los países de Oriente Próximo esforzarse más para aislarse contra el mensaje revolucionario de los radicales. Los gobiernos pueden reducir el riesgo de contagio aplicando medidas enérgicas de contraterrorismo –detección y detención de potenciales simpatizantes, estrangulamiento de la financiación, etcétera– y deberán abordar la corrupción, que podría hacer parecer al EI una alternativa atractiva. Las autoridades musulmanas respetadas en los países de la región harán bien en recordar a sus correligionarios que la civilización islámica no alcanzó su clímax cuando más dogmática fue, sino todo lo contrario. Para sofocar el apoyo local al EI, Washington habría de continuar presionando al gobierno chií de Bagdad para que adopte políticas más inclusivas hacia los suníes.
EEUU, por su parte, tendrá que alentar esos esfuerzos en privado y respaldarlos públicamente. Los recientes empeños estadounidenses por dirigir la política local en Oriente Próximo han desembocado en una serie de embarazosos fracasos, de modo que a partir de ahora los líderes estadounidenses estarán obligados a mostrarse más humildes a la hora de dar consejo. Washington también puede animar a sus aliados europeos a integrar de manera más eficaz a sus propias minorías musulmanas, aunque esa tarea es responsabilidad de estos últimos.
En efecto, la administración estadounidense necesita tener en cuenta que cuanto más se implique en la contención del EI, más intensificará este la propaganda contra los “cruzados” occidentales y sus aliados musulmanes, los supuestos herejes. En lo que se refiere a las ramas del islam, si EEUU volviera a implicarse económicamente en la costosa tarea de reconstruir las fuerzas de seguridad iraquíes, estaría enviando un mensaje cómplice con las políticas antisuníes que permitieron al EI escalar en popularidad, lo que a su vez reafirmaría la lealtad a los extremistas por parte de los suníes de Irak y el este de Siria.
Encabezar la ofensiva contra el EI, además, permitiría a actores locales –que se juegan mucho más– dejar que otros hicieran el trabajo. La defensa ideal contra el extremismo islámico es la proliferación de gobiernos sanos en todo Oriente Próximo, pero no podemos aspirar a tan difícil objetivo si las administraciones locales siguen creyendo que Washington los protegerá cueste lo que cueste. Cuanto más haga EEUU, menos motivados estarán los actores locales para mantener su propia casa en orden.
En resumidas cuentas, la contención del EI tendrá éxito si EEUU se niega a hacer el trabajo duro. Este enfoque no intervencionista exige a los líderes estadounidenses a mantener la calma ante las decapitaciones, los atentados terroristas, la destrucción de patrimonio histórico y demás provocaciones. No es fácil mantener la disciplina en la era del partisanismo político y la información 24 horas, habida cuenta además de los instintos intervencionistas de gran parte del estamento diplomático estadounidense.
En cualquier caso, no todas las tragedias que se viven en otros países son una amenaza para los intereses estadounidenses y no todos los problemas han de ser resueltos por EEUU. Este país cometió un grave error cuando respondió al 11-S atacando Irak, justo el tipo de error que Osama bin Laden estaba esperando que su enemigo cometiera. El EI, sin duda, recibiría con los brazos abiertos otra intervención insensata en Oriente Próximo por parte de EEUU. Sería criminal cometer de nuevo el mismo error.
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