POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 217

Jacques Delors, el revolucionario sin prisa

El ex presidente de la Comisión Europea deja como legado no solo un célebre método comunitario, sino la nostalgia de un estilo y un pensamiento únicos.
Pablo R. Suanzes
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Jacques Delors (1925-2023) quizás no fue el mejor presidente de la Comisión Europea o el más influyente en toda su historia. Seguro que no fue el más carismático ni el más poderoso, pero probablemente será recordado como el más clarividente. El que tuvo, de hecho, más ideas propias, junto al discurso intelectual más articulado, sólido y completo. Una weltanschauung (visión del mundo) simple pero sofisticada, hija de dos guerras mundiales, de odios y reconciliación. Una filosofía del pasado, del continente, de la esperanza construida sobre la paciencia, la constancia y la colaboración frente a la imposición.

En las dos últimas décadas, la Comisión ha tenido al frente a profesores, burócratas, administradores, figuras irreverentes y maestros al mando de la comunicación, la autopromoción y la ejecución. Pero con Delors se rompió un molde extraño. Él siempre creyó que su fortaleza eran las ideas, su visión, su voluntad. Sindicalista, funcionario, brevemente eurodiputado, ministro, no era un político de raza, ni cercano. Tenía ese pudor que impide conectar con la gente, el pueblo, pero facilita a veces liderar desde detrás. Era un tejedor de consensos, un intérprete. Un “visionario pragmático, un pragmático visionario”, en la fórmula del politólogo Dave Sinardet. Es recordado hoy todavía por su “método”, pero como destaca el que fuera su legendario y poderoso jefe de gabinete, Pascal Lamy, además de eso tenía un “pensamiento y un estilo” muy definidos. El realismo de aspirar a lo imposible, no a través de la disrupción sino de la secuencia.

Era alguien prudente, cauto, moderado aunque le irritara la etiqueta y seguramente demasiado conformista en las ocasiones importantes. Pensaba en términos de “supervivencia o decadencia”. O se construía Europa o los valores sobre los que había asentado sus pilares estaban condenados a desaparecer. Pensaba, con Raymond Aron, que la Historia es trágica, pero la tragedia no puede ni debe “conducirnos al desánimo o al abandono”. Pensaba, con Isaiah Berlin, que la labor de un político, de un líder, es aceptar que no todo puede ser resuelto y que con el paso del tiempo, serán juzgados no tanto por los grandes éxitos, sino “por los males que hayamos evitado o reducido”.

 

«Delors tenía el realismo de aspirar a lo imposible, no a través de la disrupción sino de la secuencia»

 

Prefería ser considerado un tradicionalista reformador que un reformista tradicional. Sus valores nunca cambiaron y fueron su brújula en cada paso de su larga carrera, pero recalcaba que para poder cambiar las cosas antes había que analizar y aceptar la realidad. Así, aunque el corazón le pedía un salto federal, la cabeza le decía que no era posible, no entonces, no con atajos. Temía la desregulación, un “mercado sin alma”, y prefería una unión económica y social a una monetaria. Pero comprendió que el Merca- do Único era la mejor, quizás la única opción a finales de los 80, para resucitar la integración. Como insiste Lamy, hizo avanzar la unidad europea en muchos ámbitos, salvo en el de la Defensa y la Seguridad porque pensaba que el camino iba a ser mucho más empedrado y peligroso que los utilizados para el mercado y la moneda.

Preguntado al dejar el cargo, aseguró que siempre se había considerado un revolucionario, alguien que “no acepta el orden existente”, pero que “gritar sin voluntad de remediar las cosas” jamás le había interesado. El trabajo de la Comisión, la guardiana de los tratados, no era complacer, buscar la gloria personal o el aplauso, sino persistir aún a riesgo de irritar. Y el de su presidente es el de mantener la ilusión, la paciencia, por muchos muros contra los que chocara. Se trataba de “volver a empezar todas las mañanas, aunque la víspera, una parte de la tela de araña hubiera sido destruida por el diablo de la historia”. Su advertencia, entonces, resuena hoy todavía con más fuerza. No hay nada más peligroso, repetía, que “la falta de ambición y la nostalgia” de un pasado que nunca existió. •