Ruanda, 20 años después

 |  6 de abril de 2014

Hace 20 años comenzó el genocidio de Ruanda. ¿Cómo recordarlo? La raíz de este verbo, re-cordis, significa “volver a pasar por el corazón”. ¿Puede recordar quien vivió el genocidio como una serie de partes noticieros en el salón de su casa? ¿Quiere verdaderamente recordar un superviviente del genocidio? La respuesta a las dos preguntas parece un no rotundo, pero el olvido no es una opción. Solo queda aferrarse a los hechos con la esperanza de que contengan alguna enseñanza.

El 6 de abril de 1994, el expresidente Juvenal Habyarimana muere al ser derribado el avión donde viaja. Su asesinato desencadena una vorágine de violencia. El ejército ruandés y las milicias interaharamwe, incitados por el odio étnico que promueven Radio Télévision Libre des Mille Collines (RTLM) y la revista Kangura, matan al 70% de los tutsis en el país. También mueren los hutus que no colaboran en la carnicería, traidores según los diez mandamientos de Hassan Ngeze. Una de las primeras víctimas es precisamente la primera ministra hutu, Agathe Uwilingiyimana, asesinada  junto a su escolta de cascos azules belgas. El saldo en cien días es de entre 800.000 y un millón de ruandeses muertos.

Detrás de estas cifras late un horror indescriptible. Peor aún, este horror se resiste a que se le extraiga significado. La guerra civil entre el ejército de Ruanda y la principal insurgencia tutsi, el Frente Patriótico Ruandés (RPF), había concluido en 1993 con un frágil acuerdo de paz. La opresión de los hutus por los tutsis, correa de transmisión de las autoridades coloniales belgas en el pasado, no explica una reacción como la que tuvo lugar. Jared Diamond señala que Ruanda en 1994 se había convertido en el país más superpoblado de África, lleno de bocas que alimentar y falto de tierra cultivable. Pero el materialismo histórico tampoco ayuda a entender el sadismo con que se llevaron a cabo las matanzas.

No se puede recordar un genocidio sin reflexionar sobre la brutalidad de la que es capaz el ser humano. Hobbes escribió que el hombre es un lobo para otro hombre, pero sería difícil encontrar en la naturaleza una crueldad tan estúpida y atroz como la que asoló Ruanda. Y no solo Ruanda. La Inquisición, la matanza de San Bartolomé, el Holodomor y los gulags, la solución final, la ESMA: asomarse a estos abismos es exponerse a perder la fe en el ser humano. ¿Cuáles son nuestros grandes logros, el contrapeso a los horrores que los hombres se han inflingido entre sí? Tal vez ese contrapeso no existe. Tal vez la historia de la humanidad es, como escribió Jaime Gil de Biedma de la de España, la más triste: porque termina mal.

La historia de Ruanda es la más triste, porque en ella nadie estuvo a la altura de las circunstancias. La ONU fracasó. Kofi Annan desestimó las advertencias de Roméo Dalaire, comandante de los cascos azules enviados en 1993. Boutros Boutros-Ghali, entonces secretario general de la ONU, había vendido granadas, lanzamisiles y munición al gobierno ruandés durante su mandato como ministro de Exteriores de Egipto. Bélgica, en un ataque de pánico, retiró sus cascos azules y abandonó Ruanda a su suerte. La administración de Estados Unidos, presidida por Bill Clinton, reacia a intervenir tras el fiasco de Somalia, no usó la palabra “genocidio” hasta  el 25 de mayo. François Mitterrand, en uno de los episodios más repugnantes de la política exterior francesa, apoyó  al gobierno genocida. Supuestamente destinada a detener las masacres, la Operación Turquesa estableció un corredor que permitió la fuga de dirigentes hutus a Zaire, hoy República Democrática del Congo (RDC).

La historia de Ruanda es la más triste, porque no acaba en julio de 1994. Las represalias del FPR se cobraron entre 25.000 y 100.000 vidas. Tras hacerse con el poder, las autoridades tutsis emprendieron una campaña contra los criminales de guerra hutus exiliados en la frontera con la RDC. Las guerras del Congo se han convertido en el conflicto más sangriento desde la Segunda Guerra mundial: cinco millones de muertos y contando, consecuencia del apoyo de Ruanda a grupos armados rebeldes que han arrasado el país. Paul Kagame, presidente desde 2000, representa las contradicciones de la Ruanda post-genocidio. Aunque es alabado por mandatarios como Clinton y Tony Blair, Kagame ha llevado a cabo una campaña sistemática de asesinatos contra hutus y opositores exiliados. Y se precia de ello. Ante el asesinato de su antiguo colaborador, Patrick Karegeya, Kagame lamentó no haber sido él quién ordenase su muerte. Su deriva autoritaria ensombrece los logros del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (ICTR) y los tribunales Gacaca.

La historia de Ruanda es la más triste, porque no es la última. Las matanzas entre cristianos y musulmanes en República Centroafricana ya han desplazado a 300.000 personas, aunque las intervenciones francesas, tanto allí como en Malí, han estabilizado la situación. Continúa sin estar claro cómo respondería la comunidad internacional ante un nuevo genocidio. Las aventuras en Irak y Afganistán han dejado al público estadounidense sin voluntad de intervenir en el extranjero. Europa, con la excepción  de Francia, es incapaz de desplegar soldados en África. China y Rusia, al menos sobre el papel, se oponen a las intervenciones humanitarias. Y mientras el odio y el miedo al Otro no desaparezcan, persistirá la posibilidad de que ocurran nuevos genocidios. Recordar es frustrante y doloroso, pero el precio del olvido es demasiado alto.

 

 

 

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