La visita del presidente Nazarbaev a España el pasado mes de marzo nos ha permitido emplazar un nuevo país en el mapa, del que, aunque cubra un territorio cinco veces superior al de España y sea el noveno en extensión del mundo, teníamos escasa noción.
Incluso los kremlinólogos más aguerridos pocas veces se dignaban extender su vista allende el Moscova, donde hasta hace bien poco, es cierto, se dirimía el porvenir de los pueblos que van de Brest a Vladivostok. Si en algún caso aislado intentaron conocer algo más, su libertad de movimientos se encontraba limitada. Por eso, es lógico que, como los escitas o tu ranios, los países de Asia central estuvieran envueltos por un aura de misterio, del que ahora empiezan a desprenderse aunque sea sólo para caer en informaciones de carácter muy superficial que no permiten recoger más que retazos de una realidad histórica, cultural, política o social mucho más compleja.
Que el país haya entrado en el concierto de naciones por la fuerza de hechos históricos ajenos –la crisis del sistema ideológico e imperial sovié tico– no es un pequeño obstáculo para afianzar un Estado. Si, a renglón seguido, sus recursos, que se dicen inconmensurables, atraen a sus puertas a toda una serie de empresarios importantes, aunque también de especuladores y hasta aventureros, que le cortejan sin cese, ello podría hacer a sus dirigentes perder la cabeza y concebir ideas y esperanzas alejadas de una realidad que, a poco que miren a su alrededor, tienen que afrontar. Afortunadamente, cierta sabiduría oriental, unida a su peculiar sentido de la dimensión temporal, así como espacial, les está permitiendo todavía discernir el grano de la paja. También a nosotros, para no tomar decisiones apresuradas, nos convendría no tomar los “mitos” por realidades.
Una explicación romántica del origen de los…
