En la Europa que emerge tras el hundimiento del comunismo y de la URSS, los nacionalismos suponen un riesgo. La declaración de la cumbre de la OTAN en Bruselas, abriendo un campo de cooperación más intensa con las nuevas democracias de Europa central y oriental, supone una auténtica redefinición de sus propios parámetros, y vuelca el espíritu del pacto hacia la construcción de una nueva arquitectura europea. Alemania es centro de atención de esa construcción, pues por motivos geopolíticos su entidad es de tal importancia que la construcción gravita en torno suyo. Estados Unidos es un elemento importante de equilibrio.
La reciente cumbre de la Alianza Atlántica ha servido para afianzar ideas ya puestas en circulación en 1990 en Londres (“los países del antiguo Pacto de Varsovia no son enemigos”) y en Copenhague (1992) cuando, siguiendo el acuerdo alcanzado en unas conversaciones previas en EE UU por parte de James Baker y Hans Dietrich Gensher, tras la revisión general del concepto estratégico de la Alianza aprobado en Roma en 1991, se constituyó un marco de consultas entre los aliados y los antiguos miembros del Pacto de Varsovia, denominado Consejo de Cooperación del Atlántico Norte (CCAN). Este marco, sin embargo, no nació como sustituto, o complementario de la Alianza, sino como mera “actividad” de la misma. Destinado a las consultas diplomáticas a varios niveles, no contemplaba garantías defensivas.
Nada más iniciarse la práctica de las consultas, se vio la importancia que el CCAN iba revistiendo no sólo para los invitados, sino para los aliados y para la estabilidad y seguridad europeas, ante los diversos problemas derivados de la constitución de nuevos Estados en la CEI, los del Cáucaso y Yugoslavia, y la situación pendiente de los Estados bálticos.
Además, los países de la Europa central y oriental aprovecharon la oportunidad abierta…
