La Europa comunitaria de entonces –profundamente distinta de la de nuestros días, y no sólo por el hecho de ser mucho más pequeña en tamaño que la de ahora(a)– entró en una situación de estancamiento o letargo que se consideraría durante mucho tiempo un impasse insuperable en el camino hacia los Estados Unidos de Europa, afortunada expresión que volvió a utilizarse de forma habitual nada más terminarse la Segunda Guerra mundial.
Se trataba de un estancamiento que afectaba a todo el mundo industrializado, provocado por la crisis del petróleo del año 1973, y que empujaba, a principios de los años ochenta, a los Estados miembros de la CE– envueltos en el torbellino de la crisis económica y convertidos, por tanto, en guardianes y celosos albaceas de las prerrogativas nacionales a una fase de proteccionismo y a dejar para más adelante el objetivo del mercado único.
Por supuesto, otros factores habían llevado a la Comunidad a este estancamiento, factores de naturaleza administrativa y burocrática, como la perpetuación del sistema de votación por unanimidad en las principales instituciones comunitarias; perpetuación que, avalada por los Estados, poco dispuestos a introducir el sistema de voto mayoritario, llevaría a una situación de ineficacia y de improductividad del aparato de la CE que algunos describen todavía como una auténtica degradación institucional.
Irónicamente, este parón se produjo precisamente en un período en que se habían registrado algunas señales significativas de predisposición al avance en el proceso integrador: me refiero a cuando, en el año 1969, se tomó la resolución formal de que era necesario avanzar hacia una unión económica y monetaria; a cuando se estableció como objetivo completar el mercado único, objetivo que aparece en primer plano en los documentos de estudio de la Comunidad, después de la eliminación de las barreras arancelarias.
Comparando aquel período de…
