Un nuevo invierno ha terminado y los catastróficos vaticinios de los agoreros sobre Rusia han vuelto a evidenciar su vacuidad. Irónicamente, la mayor explosión social del noventa y dos ha tenido lugar en Los Ángeles, centro dinámico de la nueva sociedad americana proyectada hacia el Pacífico. De donde se deduce, una vez más, que las sociedades tienen su lógica propia, enraizada en su historia y en su cultura, modelada por los ritmos coyunturales de sus procesos de cambio, sin que su evolución sea reductible a supuestas leyes inmanentes de la naturaleza humana.
Pero tras el telón de ardua cotidianeidad en el que transcurre la vida en Rusia, ha tenido lugar una verdadera revolución a lo largo del invierno de 1991-92: la nueva revolución rusa, entendiendo por revolución el desplome y subsiguiente demolición del sistema comunista que impuso, su poder totalitario en la Unión Soviética durante 74 años. Pocos acontecimientos de tal envergadura histórica se han desarrollado de forma tan pacífica, tan gradual, tan natural, como si el comunismo hubiese caído –para utilizar la frase favorita de los dirigentes comunistas con respecto al capitalismo– “como fruta madura “. Bastó una resistencia simbólica, pero absolutamente determinada, de Yeltsin, de un puñado de colaboradores y de unos pocos miles de manifestantes a un golpe tan desesperado como indeciso para que en siete días se erradicara institucional y políticamente el poder del PCUS de los centros neurálgicos de la Unión Soviética. Lo que demuestra que a lo largo de la perestroika se había ido produciendo un distanciamiento decisivo de las fuerzas vivas de la sociedad, incluidas las Fuerzas Armadas, del aparato comunista. Pocos meses después, el propio Estado soviético, desprovisto de su sustento en el Partido Comunista, se desintegraba bajo la presión de los movimientos democráticos y nacionalistas de las distintas repúblicas, poniendo fin…

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