imperio español
Autor: Tomás Pérez Vejo
Editorial: Taurus
Fecha: 2020
Páginas: 252
Lugar: Madrid

Cuba en el largo ocaso del imperio español

El 3 de julio de 1898, con la derrota española en la guerra de Cuba y el fin del imperio, es más una idea que una fecha, porque encierra muchas claves de la historia contemporánea de España.
Luis Esteban G. Manrique
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“La libertad cuesta muy cara, y es necesario o resignarse a vivir sin ella o decidirse a comprarla por su precio (…) Morir por la patria es vivir, para ti la sonrisa de los mártires al caer”.

José Martí, La caza de negros (1889).

 

La pérdida de los virreinatos americanos, consumada en 1824, fue un duro golpe para la economía peninsular, al privarla de un mercado reservado a sus manufacturas, una fuente barata de materias primas y abundantes ingresos tributarios. En 1826, de los 639 barcos extranjeros que visitaron puertos mexicanos, solo uno de ello fue español. Los mercaderes de Cádiz, que controlaban el 90% del comercio con América, nunca se recuperaron.

Seguras de la solidez de los lazos culturales y de sangre entre ambas orillas del Atlántico, las elites peninsulares se convencieron de que los “españoles americanos” –como se comenzó a llamar en el siglo XVIII a los antiguos indianos– terminarían regresando al redil. Entre 1840 y 1860, el gobierno de Madrid hizo varios intentos dispersos por reconquistar partes del antiguo imperio, uno de los más grandes que hayan existido. Ante las Cortes de Cádiz, el diputado por Asturias, Agustín Argüelles, dijo que “América existía por derecho en beneficio de España”. Era un espejismo.

Las nuevas identidades nacionales gestadas a lo largo de tres siglos no se podían sofocar ni destruir por las armas. El patriotismo de los curas rurales del bajo clero secular –en gran mayoría párrocos criollos y mestizos, como los mexicanos Hidalgo y Morelos– era americano, no español. Según escribe John Lynch en New Worlds. A Religious History of Latin America (2012), desde que comenzó la rebelión en 1810 hasta 1815, los realistas ejecutaron a 125 sacerdotes en México.

Uno de los jesuitas expulsados por Carlos III en 1767, Juan Pablo Vizcardo y Guzmán (Arequipa 1748, Londres 1798), escribió en su célebre Carta a los españoles americanos (1799) que “el Nuevo Mundo es nuestra patria y su historia es la nuestra”. El venezolano Rafael Lasso de la Vega, obispo de Mérida, explicó a Bolívar que “siempre me había gozado de haber nacido en América”, que no creía el derecho divino de los reyes y que fundamentaba su republicanismo en el derecho de los pueblos a elegir a sus gobernantes.

En el Congreso peruano constituyente de 1822, 26 de los 57 diputados eran sacerdotes criollos que elaboraron una “teología de la independencia” sembrada de citas bíblicas y que equiparaba el dominio español con la esclavitud sufrida por los hebreos en Egipto, exaltando la superioridad ética del régimen republicano sobre el monárquico. El general Morillo, enviado por Fernando VII para enfrentarse a los insurrectos venezolanos, reconoció en 1816 que “ni uno solo de los curas parece adicto a la causa del rey”.

 

Una obra clerical

Manuel Abad y Queipo, el obispo asturiano de Michoacán que excomulgó a Hidalgo, siempre creyó que la independencia fue una obra del clero americano. En 1816, Pío VII escribió una encíclica, Etsi longissimo, en la que exigía a los obispos y sacerdotes criollos abandonar su rebeldía.

El Vaticano pronto recapacitó. Entre 1835 y 1840, Gregorio XVI reconoció a las nuevas repúblicas de Nueva Granada, México, Ecuador y Chile. En 1856, Pío IX fundó en Roma el Colegio Pío Latinoamericano, una de las primeras instituciones en usar el término latino para denominar a la región. Pese a la oposición del embajador español, León XII restableció la jerarquía episcopal en las principales diócesis americanas con candidatos propuestos por los nuevos gobiernos.

Solo en 1895, cuando reconoció a Honduras, España finalmente aceptó la separación irreversible de sus antiguas colonias. La paradoja, como escribe Michael Costeloe en Response to Revolution: 1810-1840 (1986), mostró el escaso interés en los esfuerzos de reconquista de Fernando VII. Al fin y al cabo, el único grupo social involucrado directamente con los asuntos imperiales era el mercantil. Para los demás, América apenas tenía relación con su vida diaria. Quienes combatieron para mantener el dominio de la monarquía católica en los virreinatos fueron los ejércitos realistas, integrados básicamente, desde México a Chile, por criollos. La ruptura fue, por ello, con el rey católico, no con España, como reiteraron las declaraciones de independencia.

Los periódicos peninsulares de la época, como muestra Costeloe, apenas prestaron atención a las derrotas americanas. Entre 1830 y 1840, Larra y Mesonero Romanos apenas mencionaron el asunto en sus millares de artículos, crónicas y escritos, como si la cuestión ya no le interesara a nadie.

 

El fin del imperio

El 3 de julio de 1898, con el breve combate naval en la bahía Santiago que certificó la derrota española en la guerra de Cuba y el fin del imperio, no pudo ser más distinto que el 9 de diciembre de 1824, día de la batalla de Ayacucho, que marcó el final definitivo de los virreinatos hispánicos.

Tomás Pérez Vejo (Caloca, Cantabria 1954), profesor del Colegio de México, elige esa fecha crucial para titular su último libro, parte de una colección dedicada a efemérides históricas españolas. Hoy, según escribe, es más una idea que una fecha porque encierra muchas claves de la historia contemporánea de España.

Entre los últimos territorios ultramarinos heredados de la vieja monarquía estaba la mayor de las Antillas, que en el siglo XIX se convirtió en una de las colonias más ricas y rentables de las que los europeos tuvieron nunca. Según el autor, asuntos como los nacionalismos periféricos, la cuestión religiosa y el militarismo –y en general “España como problema”– no se pueden entender sin el desastre.

“Vamos a un sacrificio tan estéril como inútil”, escribió una horas antes el almirante Cervera, jefe de la escuadra española. El combate, que duró apenas cuatro horas, fue más bien fue un ejercicio de tiro al blanco de los buques del comodoro Schley. Como si de un guiño del destino se tratase, el último barco en arriar su bandera fue el Cristóbal Colón, construido en Génova.

La derrota fue tanto militar como moral porque, según subraya Pérez Vejo, la prensa chauvinista había convencido a muchos de que Estados Unidos no era un digno rival, pese a que ya era una de las primeras potencias del planeta con una población cinco veces mayor y a que durante la guerra de Secesión (1861-65) ya había demostrado su formidable capacidad de movilización militar.

 

1824 y 1898

La diferencia entre 1824 y 1898, señala el autor, es que unos territorios, los continentales americanos, los perdió el rey, mientras que los otros, las islas caribeñas y pacíficas, la nación española. Según escribe Sebastian Balfour en The end of the Spanish Empire (1997), Cuba alimentaba la ilusión de que España seguía siendo una potencia imperial, un estatus que no podía perder sin menoscabo de la legitimidad de la monarquía y de su propia identidad nacional.

En 1855, Cuba producía casi una tercera parte del azúcar mundial, una industria cuyos beneficios impulsaron la industrialización de Cataluña. No resulta extraño por ello que el liberal Mateo Sagasta prometiera dedicar hasta la “última peseta y gota de sangre” en derrotar a los mambises, los rebeldes cubanos. Entre 1868 y 1894, España envió a Cuba 291.000 soldados y oficiales, el mayor ejército que cruzó el Atlántico hasta la Segunda Guerra Mundial. En los peores momentos de la guerra, hubo un soldado español por cada tres isleños. En 1868, la población rondaba los 1,5 millones.

 

El grito de Yara

El diputado asturiano Rafael de Labra –el activista de la Sociedad Abolicionista que en 1880 logró la aprobación de la ley que abolió la esclavitud en Cuba– denunció ante las Cortes en marzo de 1890 que la isla estaba siendo gobernada de un modo más duro e injusto que de lo que habían sido los virreinatos.

En 1868, en el oriente de la isla, plantadores, nacionalistas de clase media y esclavos libertos se unieron para desatar una guerra de guerrillas que produjo millares de muertes y devastó la economía. Los alzados se dirigieron sobre todo a los negros y mulatos, que se unieron en masa a la insurrección.

Entre 1800 y el fin de la trata –que no de la esclavitud– en 1867, llegaron más esclavos a Cuba que a toda la América hispánica en los siglos anteriores. Antonio Maceo, el general mambí al que sus hombres llamaban el “titán de bronce”, era hijo de un mulato venezolano que luchó en las fuerzas realistas contra Bolívar.

En territorio mambí, la esclavitud dejó de existir después de casi cinco siglos. Balfour sostiene que la de Cuba fue por ello la primera guerra anticolonial del siglo XX, más parecida a las de Argelia y Vietnam que a las de Bolívar y San Martín. Según cifras que cita Pérez Vejo, la “reconcentración” del general Weyler –al que los diarios de Hearst y Pulitzer calificaban de “exterminador despiadado”– se cobró unas 170.000 vidas, el 10% del a población isleña. Unos 400.000 isleños fueron recluidos en campos de pésimas condiciones higiénicas y alimentarias.

A su vez, al no estar aclimatadas al trópico, las tropas españolas fueron diezmadas por la fiebre amarilla, la disentería y la malaria. Entre 1895 y 1898, el porcentaje de desertores pasó del 22% al 26%. Los hijos de las clases medias y altas hacían lo mismo por otros medios: compraban, de una u otra firma, el derecho a no ir.

La Iglesia, gran terrateniente en la isla, recaudó fondos para la que calificó de “nueva cruzada”. El nuncio papal en Madrid bendijo en Cádiz las tropas que partían al Caribe. En esas condiciones, el autor cree el gobierno se convenció de que la guerra era el único medio honroso por el que España podía perder los restos del imperio.

 

Leyendas negras

Tras la derrota de la Confederación en la guerra de Secesión, desterrar la esclavitud en el Caribe pasó a un lugar prioritario en la política exterior de Washington, que temía además una nueva república negra, tras Haití, ante las costas de Florida, aunque presentara una eventual intervención militar como un acto de justicia y humanidad, antes que de expansión imperialista.

En The Spanish War (1984), George O’Toole escribe que para EEUU, España representaba el absolutismo monárquico, más que ninguna otra potencia europea fuera de Rusia. Uno de los más famosos oradores del país, Robert Green Ingersoll, esgrimió la espada flamígera de la leyenda negra. Durante siglos, escribió, “el cielo estuvo lívido con las llamas de los autos de fe (…) España estaba ocupada llevando leña a los pies de la filosofía, quemando gente por pensar, por investigar, por expresar opiniones honestas…”.

De otras potencias europeas, Madrid no obtuvo más que declaraciones diplomáticas y ofrecimientos de mediación. En América Latina sus esfuerzos fueron también infructuosos. La “raza hispánica”, sustento de una comunidad en la que la “madre patria” era su natural cabeza rectora, solo existía en su imaginación.

Martí era leído y admirado en todas partes, por lo que los gobiernos se mostraron neutrales o a favor de los independentistas cubanos. Solo al final, cuando se hizo inminente la intervención de Washington, cambió en algo esa actitud. Hasta el propio Maceo respondió cuando se le intentó reclutar para la causa anexionista: “Esa sería la única forma en que mi espada estaría al lado de la de los españoles”.

Pero era ya demasiado tarde. Como señala Pérez Vejo en los pasajes más reveladores, los liberales decimonónicos –y las logias masónicas, a las que pertenecieron Martí y Benito Juárez– percibían España como una potencia reaccionaria y clericalista. Pero muchos católicos hispanófilos defendían también el derecho a la independencia de los cubanos. En 1894, Porfirio Díaz recibió a Martí en el palacio presidencial. El apoyo a los insurrectos era abrumador entre los mexicanos.

Pese a intentarlo, Madrid no logró que ningún país de la región se ausentara de la primera conferencia panamericana que Washington convocó en 1889. De varios países vecinos llegaron a la isla hombres, armas y dinero para los rebeldes. Dos hijos del presidente peruano Mariano Ignacio Prado lucharon como voluntarios en el ejército de Máximo Gómez.

 

‘Vae victis’

Washington negó a los rebeldes cualquier papel en las negociaciones. “Tristes se han ido ellos [los españoles] y tristes hemos quedado nosotros”, escribió en enero de 1899 Gómez. No hubo expulsiones de españoles ni campañas de “desespañolización”. En 1903 llegó a Madrid el primer embajador cubano. En 1930 había en la isla 724.000 españoles llegados después de 1898.

Como lo había previsto, el régimen de la Restauración sobrevivió sin demasiados problemas. En los primeros años del nuevo siglo, bajaron las tasas de inflación y la deuda pública y subió la de inversión de capital. El problema fue que el desastre fortaleció los nacionalismos vasco y catalán, que comenzaron a creer en un destino histórico distinto –e incompatible– con el de Castilla.

La Iglesia, a su vez, atribuyó la derrota a la “descristianización”, por lo que la solución era volver a un Estado confesional, recrudeciendo el anticlericalismo de izquierdas. La polarización, sostiene el autor, alimentó un nuevo tipo de intervencionismo castrense que condujo a las dictaduras de Primo de Rivera y Franco y a las aventuras coloniales en Marruecos, la única forma de reparar la afrenta caribeña.

Ni Pérez Vejo ni Balfour consideran casual que fueran los oficiales africanistas quienes promovieran la sublevación contra la II República. De los 55 ministros de Guerra que hubo en España entre 1895 y 1930, 34 fueron veteranos de las guerras de Cuba.

 

Secuelas caribeñas

Debido a las guerras anticoloniales, la historia del nacionalismo cubano está rodeada de excepcionalidad. Según el historiador cubano Manuel Moreno Fraginals, la “plantocracia”, la oligarquía terrateniente, nunca fue independentista. Era explicable. En la guerra de 1895 a 1898, dos tercios de los mambises, vitales en el tramo final de la guerra, eran afrodescendientes.

Las secuelas son aun visibles. En Fidel Castro. El último rey católico (2020), una biografía y a la vez un ensayo histórico sobre la isla, Loris Zanatta llama al líder cubano el “heredero ideal de los antiguos monarcas católicos” por su animadversión a los valores políticos del liberalismo anglosajón protestante.

Castro, al fin y al cabo, era hijo de un veterano gallego del ejército colonial convertido en terrateniente. En Birán, unas 300 familias trabajaban para él en 10.000 hectáreas. El Belén, el colegio jesuita de La Habana, fue la única institución que vio funcionar con eficiencia antes de liderar a sus guerrilleros y al Estado.

De ese periodo recordó en una conversación con el brasileño Frei Betto que los jesuitas eran “austeros y fieles al espíritu militar de la Compañía y al carácter español (…) Eran franquistas, sin excepción, que hablaban mucho de los religiosos fusilados por los republicanos”. De su paso por la facultad de Derecho, rescataba su fascinación con Martí, cuya vida y obra eran “otra historia sagrada, casi una religión”. Max Lesnick, compañero universitario de esos años decía que para entenderle bastaba leer tres libros: El Príncipe de Maquiavelo, los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola y El Padrino de Mario Puzo.

 

Rey católico

En 1954, el 72,5% de los cubanos se decía católico. Según Zanatta, Castro injertó en el tronco católico y martiano la doctrina marxista para instituir una nueva única y verdadera fe. El castrismo devino así en una religión política que declaró una guerra santa para erradicar las herejías de élite anglófila habanera. Castro no provocaba consensos, sino devoción. Herbert Matthews, corresponsal de The New York Times, observó que en sus campamentos en Sierra Maestra se respiraba un “aire monacal”.

En la colonia, como jefes militares, los capitanes generales tenían poderes casi omnímodos, pero temporales. Castro, apunta Zanatta, a Unive dde historia de Msod de NBolonbia nadie.lutd a ta a losn Colosenses, que , fepresentabanel tipo de arte que agradaca al escenificaba contra sus enemigos autos de fe en los que la muchedumbre gritaba. Así, el joven jesuita se hizo marxista sin dejar de ser jesuita. Castro solía citar de memoria largos párrafos de Martí, de padre valenciano y madre canaria. Ya en el poder celebró su centenario con un desfile militar con antorchas, a la usanza falangista.

Martí forjó con su intensa prosa y su muerte de mártir un nacionalismo místico. Tras separarse de sus compañeros, acompañado solo de su ayudante, Ángel de la Guardia, Martí cabalgó, sin saberlo, hacia un grupo de soldados españoles ocultos en la maleza y cuyos disparos le hirieron de muerte. La Capitana, el cortometraje que ganó el festival Mujeres y Revolución de 1975, iba sobre la historia de una partisana de las guerras de la independencia que, si bien podía conmutar una sentencia, envió a la muerte a un traidor, su hijo.

Zanatta aporta una anécdota reveladora. Cuando en julio de 1992 Castro visitó Láncara, la aldea de Lugo en la que nació su padre, Manuel Fraga, por entonces presidente de la Xunta de Galicia, dijo que el líder cubano era “el ejemplo mismo de la hispanidad”. Compañeros y religiosos lo recordaban citando a José Antonio Primo de Rivera y frecuentando los sitios de batallas donde el ejército español había frenado la ofensiva de los Rough Riders de Theodore Roosevelt.

 

La larga sombra del racismo

Durante la guerra, los mambises eran representados en las caricaturas de la prensa española como negros grotescos y primitivos, una especie “de hidra ponzoñosa que había que descabezar”, como señala Pérez Vejo.

Según escribe Moreno Fraginals en La historia como arma (1983), el último cargamento de esclavos del que se tenga pruebas fehacientes fue desembarcado en Cuba en abril de 1873. Entre 1518 y 1873, según sus cálculos, la trata llevó al Nuevo Mundo a no menos de 9,5 millones de negros africanos.

En algunas plantaciones solo un 10% de los niños llegaba a la edad adulta. Dinamarca abolió la trata en 1802, Inglaterra en 1808 y Holanda y Francia en 1814. En Lima, San Martín declaró libres a los hijos de esclavos nacidos desde el 28 de julio 1821, cuando proclamó la independencia. En 1854, Perú abolió la esclavitud al considerarla un “crimen moral”.

Entre 1810 y 1860, los precios de los esclavos se quintuplicaron en Cuba debido a la clandestinidad del tráfico. Según el censo de 1841, la población negra superaba a la blanca y la esclava a la libre. Según un expediente del Real Consulado, la tasa anual de suicidios de la isla era más alta del mundo por la cantidad de esclavos que se quitaban la vida como último recurso de rebeldía ante sus amos.

En 1868, el primer acto de Céspedes, autoproclamado general del ejército libertador, fue liberar a sus 54 esclavos. Julián Zulueta, marqués de Álava, dueño de una de las mayores fortunas de España, amasada en Cuba, llegó a poseer 1.280 esclavos en la isla.

La Sociedad Abolicionista –fundada en Madrid el 7 de diciembre de 1864 por el puertorriqueño Julio Vizcarrondo y de la que fueron miembros, entre otros, Emilio Castelar y Benito Pérez Galdós– dio por cumplida su labor en diciembre de 1888, con la plena abolición en Puerto Rico y Cuba. Cuando Castelar pidió la extensión a las Antillas de la de 1837, fue objeto de burlas. En 1844, Narváez prohibió sus actividades públicas. Vizcarrondo tuvo que exiliarse. En 1870, la Conferencia Internacional de París criticó a España por su indiferencia ante “el mayor azote de la humanidad”.

En 2013, fue despedido de su trabajo como editor literario en La Habana Roberto Zurbano. Su culpa, publicar en The New York Times un artículo titulado “Para los negros en Cuba, la revolución no ha comenzado”. El 25 de marzo, la ONU conmemora el Día Internacional de recuerdo de las víctimas de la esclavitud y la trata transatlántica. Este año, los países del Caribe celebraron la fecha reclamando compensaciones a las antiguas metrópolis esclavistas: Reino Unido, Francia, España, Dinamarca, Alemania, Holanda y Portugal.