En los primeros meses de su segundo mandato, el presidente estadounidense Donald Trump promulgó un número considerable de órdenes ejecutivas con el fin de cumplir con celeridad sus promesas electorales sobre la inmigración. Una de ellas, la Orden Ejecutiva 14160, tiene por objeto revocar el derecho ius soli a la ciudadanía de los hijos de inmigrantes indocumentados y de aquellos que se encuentran temporalmente en territorio estadounidense.
La orden ejecutiva suscitó inmediatamente dudas sobre su constitucionalidad, dado que contrasta claramente con una disposición (la cláusula de ciudadanía) de la Decimocuarta Enmienda, que establece la ciudadanía por nacimiento para toda persona nacida en territorio estadounidense, y fue impugnada ante los tribunales federales. Varios jueces consideraron que se había violado dicha cláusula y dictaron medidas cautelares universales que dejaron sin efecto la orden ejecutiva erga omnes (es decir, en todo el territorio nacional). Sin embargo, el equipo jurídico de la Casa Blanca impugnó la validez de las órdenes judiciales universales ante el Tribunal Supremo, que decidió limitar los efectos de estas sentencias.
En su sentencia Trump contra CASA, el tribunal sostuvo que el uso creciente de las órdenes judiciales universales es incompatible con el sistema jurídico estadounidense y que tales sentencias solo deben aplicarse a los demandantes en el caso. Aunque la decisión no respaldó la orden ejecutiva de Trump, supone una gran victoria política para el presidente y, lo que es quizás más importante, pone de relieve la creciente influencia de la llamada teoría originalista, según la cual la Constitución debe interpretarse de acuerdo con la mejor reconstrucción posible del significado original de sus artículos, cláusulas y enmiendas en el momento en que fueron promulgados. También puso de relieve, una vez más, el inusual nivel de conflicto entre los nueve magistrados.
La batalla contra el ius soli
El ius soli se introdujo en Estados Unidos en 1868, con la Decimocuarta Enmienda, y se considera un resultado directo de la Guerra Civil y un hito en la lenta y gradual emancipación de la población afroamericana. Gracias a esta disposición, se derogó la ignominiosa exclusión establecida por la sentencia Dred Scott v. Sandford, según la cual “un negro cuyos antepasados fueron importados a [los Estados Unidos] y vendidos como esclavos” no podía ser ciudadano estadounidense. Con el Decreto Ejecutivo 14160, promulgado el 20 de enero de 2025, Trump pretendió limitar drásticamente esta disposición legal de larga data al excluir a los recién nacidos cuyos padres se encuentran en Estados Unidos de forma ilegal o temporal. Este decreto desencadenó una oleada de demandas, que dieron lugar a que varios tribunales federales condenaran la medida ejecutiva y dictaran medidas cautelares universales.
En respuesta, el fiscal general, principal abogado de la Administración en litigios federales, llevó el asunto ante el Tribunal Supremo. Curiosamente, el poder ejecutivo pidió al Tribunal que se pronunciara sobre la constitucionalidad no de la orden –que es cuestionada casi universalmente por los expertos jurídicos y constitucionales– sino de las órdenes judiciales universales.
Las órdenes judiciales universales son órdenes judiciales que obligan al gobierno a actuar de una determinada manera incluso con personas que no son demandantes en el caso; en este sentido, otorgan a los tribunales federales una amplia autoridad para limitar las medidas ejecutivas en todo el país. Durante gran parte de la historia de los Estados Unidos, estas sentencias no existían: solo comenzaron a aparecer en la segunda mitad del siglo XX y cobraron importancia en el siglo XXI. En los últimos años, su legitimidad ha sido cada vez más cuestionada, ya que no forman parte del arsenal judicial tradicional derivado de la Ley del Poder Judicial de 1789 y porque permiten a cualquier juez federal anular temporalmente las acciones ejecutivas, lo que fomenta el forum shopping, por el que activistas y grupos de interés tratan de llevar los casos ante jueces que consideran más favorables a su causa.
Trump vs. CASA
Por una mayoría de 6 a 3, que refleja la división entre los jueces nombrados por los republicanos y los nombrados por los demócratas, el Tribunal Supremo dictaminó que las medidas cautelares universales dictadas en relación con el Decreto Ejecutivo 14160 “probablemente exceden la autoridad equitativa que el Congreso ha otorgado a los tribunales federales” y, por lo tanto, no pueden tener efecto erga omnes. La opinión mayoritaria, redactada por la jueza Amy Coney-Barrett, la última incorporación de Trump al Tribunal en octubre de 2020, se basa en un análisis histórico que se apoya principalmente en la decisión de 1999 Grupo Mexicano de Desarrollo, S.A. contra Alliance Bond Fund, Inc. Para determinar qué herramientas pueden utilizar los jueces federales, es necesario identificar las que utilizaba “el Tribunal Superior de Cancillería de Inglaterra en el momento de la adopción de la Constitución y la promulgación de la Ley Judicial original”. Dado que en ese momento no existían equivalentes a los mandamientos universales, estos se consideran incompatibles con el marco jurídico estadounidense y los efectos de las decisiones de los tribunales inferiores deben limitarse a los demandantes reales.
La sentencia no fue inesperada. De hecho, varios magistrados del Tribunal Supremo habían expresado sus dudas sobre los mandamientos universales en casos anteriores y habían pedido explícitamente que se aclarara la cuestión. Cabe destacar que la sentencia no respalda el contenido del decreto ejecutivo de Trump: como se indicó claramente durante los alegatos orales, los magistrados mayoritarios se centraron únicamente en el alcance, y no en la constitucionalidad del decreto.
No obstante, los tres jueces designados por los demócratas se opusieron firmemente a la sentencia. En la opinión disidente principal, redactada por la jueza Sonia Sotomayor, criticaron la decisión de la mayoría de separar la evaluación de las medidas cautelares del propio decreto ejecutivo, ya que, en su opinión, la clara inconstitucionalidad del decreto explica eficazmente la razón por la que se justifican las medidas cautelares universales. Sotomayor y las otras dos juezas designadas por los demócratas, Elena Kagan y Ketanji Brown Jackson, expresaron su preocupación por que la prohibición de las medidas cautelares universales creara asimetrías jurídicas, en las que solo quienes tuvieran los medios económicos para demandar al Gobierno podrían protegerse de las medidas ejecutivas inconstitucionales. También cuestionaron la interpretación histórica de la mayoría, citando la Bill of Peace británica como fundamento de las medidas cautelares universales estadounidenses.
La victoria del originalismo
En la actualidad, es difícil evaluar el impacto total de Trump v. CASA. La jueza Sotomayor llegó incluso a advertir que “ningún derecho está a salvo” bajo este nuevo régimen jurídico. Por el contrario, el juez Brett Kavanaugh (otro nombrado por Trump) predijo cambios mínimos: en su opinión, el Tribunal Supremo emitirá sentencias a nivel nacional y los ciudadanos, en situaciones específicas, tendrán la posibilidad de recurrir a acciones colectivas. Es importante señalar que algunas organizaciones ya han interpretado este último instrumento como un sustituto viable de las medidas cautelares universales: un tribunal federal aprobó recientemente una de ellas, anulando de nuevo el decreto ejecutivo de Trump, ya que el juez identificó a los niños nacidos en Estados Unidos de padres residentes temporales o irregulares en el país como una “clase” en su conjunto. En este sentido, queda por ver hasta qué punto el tribunal permitirá que se desarrollen las acciones colectivas en los próximos meses y años, a fin de comprender el impacto real de Trump v. CASA.
Más allá de las cuestiones de ciudadanía, la sentencia arroja luz sobre la orientación ideológica del actual Tribunal Supremo. En particular, la decisión reafirma la importancia de la llamada interpretación originalista entre los jueces. Según el originalismo, las leyes deben interpretarse basándose en la intención de sus redactores; por lo tanto, cuando se trata de normas con más de dos siglos de antigüedad (como la Ley del Poder Judicial), hay que reconstruir la lógica de los legisladores de la época y aplicar la ley en consecuencia. Desde la década de 1980, esta doctrina ha ganado adeptos, especialmente en los círculos conservadores, que la consideran una salvaguarda contra las interpretaciones progresistas de la Constitución. De hecho, los presidentes republicanos han nombrado cada vez más jueces que abrazan esta teoría y, en la actualidad, cinco de los nueve –Neil Gorsuch (otro nombrado por Trump), Samuel Alito, Clarence Thomas, Kavanaugh y Coney-Barrett– están asociados a ella.
La sentencia y su razonamiento histórico (basado en las prácticas judiciales británicas del siglo XVIII) son emblemáticos de la influencia del originalismo en el tribunal. También es revelador que el principal precedente del caso Trump contra CASA –el mencionado Grupo Mexicano de Desarrollo– fuera redactado por Antonin Scalia, posiblemente la figura más importante del originalismo estadounidense. La propia sentencia de 1999 dividió profundamente al tribunal y llevó a la entonces jueza Ruth Bader Ginsburg, que redactó una opinión disidente, a criticar la visión estática del originalismo sobre la ley, abogando por una interpretación más adaptable, capaz de reflejar los inevitables cambios sociales que se producen a lo largo de las décadas y los siglos.
Un tribunal dividido
Durante sus mandatos, los jueces Ginsburg y Scalia discreparon a menudo de forma tajante. Sin embargo, siempre mantuvieron un respeto mutuo y, según ellos mismos, una sincera amistad. Ese espíritu parece ausente en el tribunal actual, tras una serie de sentencias profundamente controvertidas con connotaciones políticas, como la decisión que anuló el precedente de 50 años que reconocía el aborto como un derecho constitucional o la que establece la inmunidad absoluta del presidente frente a acusaciones penales por actos realizados en el ejercicio de sus funciones constitucionales. El caso Trump contra CASA ilustra claramente esta situación. La opinión disidente de Sotomayor critica duramente la sentencia mayoritaria, pero el enfrentamiento entre Coney-Barrett (apoyada por los otros cinco jueces de la mayoría) y Brown-Jackson es aún más agudo. En su opinión, Jackson afirma que la sentencia supone una “amenaza existencial para el Estado de derecho” y acusa al tribunal de permitir que la Casa Blanca desmantele protecciones constitucionales fundamentales. Coney-Barrett, por su parte, se burla de la visión de Jackson sobre la autoridad judicial, afirmando que “haría sonrojar incluso al más ferviente defensor de la supremacía judicial” y que “contradice más de dos siglos de jurisprudencia, por no hablar de la propia Constitución”.
Estas declaraciones, junto con otras incluidas en la sentencia, muestran un Tribunal profundamente dividido, que refleja la polarización actual de la política estadounidense: una tendencia especialmente preocupante en una nación que, más que nunca en su historia reciente, necesita instituciones sólidas capaces de restaurar un sentido de respeto mutuo que trascienda las diferencias ideológicas. Esta situación es una consecuencia directa de la politización de los nombramientos del Tribunal Supremo que se ha producido en los últimos años. Una politización atribuible principalmente a los republicanos, que –especialmente con su decisión de 2016 de no considerar la nominación de Merrick Garland al Tribunal Supremo y la activación de la “opción nuclear” para confirmar a Gorsuch– dejaron clara su intención de desplazar bruscamente hacia la derecha el centro de gravedad de la institución. No obstante, los demócratas, en respuesta a la deriva del Partido Republicano, también han tomado decisiones que han exacerbado aún más esta dinámica: en particular, el presidente Biden optó por un perfil claramente progresista como el de Jackson en 2022, en lugar de una figura capaz de crear consenso y dialogar con el ala conservadora del Tribunal. Es cierto que en las décadas anteriores los partidos políticos también intentaron nombrar para el Tribunal figuras alineadas ideológicamente. Sin embargo, en los últimos años, este comportamiento se ha radicalizado significativamente: basta comparar los votos de confirmación en el Senado obtenidos por Roberts y Sotomayor (nombrados por Bush y Obama en 2005 y 2009, respectivamente) con los obtenidos por Coney Barrett y Jackson.
Salir de esta situación no es fácil, dada la persistente polarización de la arena política estadounidense. Sin embargo, aún hay dos esperanzas. La primera es que el paso del tiempo y el enorme peso del cargo puedan suavizar las tensiones entre los jueces (especialmente los más jóvenes). La segunda es que ninguno de los jueces de tendencia progresista sea sustituido antes de las elecciones de mitad de mandato de 2026, un acontecimiento que inclinaría aún más el Tribunal hacia la derecha y permitiría al presidente más antidemocrático de la historia de Estados Unidos configurarlo como nadie ha logrado hacerlo en las últimas décadas.
Artículo traducido de la web del Istituto Affari Internazionali (IAI).

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