El acuerdo de paz entre Armenia y Azerbaiyán, anunciado el pasado agosto en la Casa Blanca, es quizá la señal más clara hasta la fecha de que las intervenciones de mano dura del presidente ruso Vladimir Putin en el Cáucaso Sur han aflojado el dominio ruso sobre la región. Dada la visión de suma cero que Putin tiene de los asuntos mundiales, esta pérdida de influencia podría haberle llevado a adoptar una postura aún más dura en Ucrania tras las conversaciones de paz entre Kiev y Moscú.
El papel de Estados Unidos en la facilitación del acuerdo entre Armenia y Azerbaiyán es una sorpresa para la región. No hace tanto tiempo que Azerbaiyán, Armenia y Georgia parecían estar volviendo al redil ruso. Pero el Kremlin no cede el control fácilmente y asume que la forma más segura de mantener la influencia entre sus vecinos es tenerlos enfrentados y dependiendo de Rusia como mediador.
En Armenia, donde el primer ministro Nikol Pashinyan ha intentado avanzar hacia la integración en la Unión Europea, se cree que el Kremlin ha urdido un complot para instalar a un títere prorruso que reavivaría la guerra con Azerbaiyán por el disputado territorio de Nagorno-Karabaj.
Putin y su círculo parecen haber creído que tenían los medios para afectar al régimen. La oposición armenia es prorrusa y revanchista hacia Azerbaiyán, y Rusia también tiene los medios para fortalecer el bando anti-Pashinyan, a través de líderes religiosos armenios prorrusos y multimillonarios rusos de origen armenio. Pero su intento de subterfugio fracasó.
La situación difiere sustancialmente en Azerbaiyán, donde son las principales fuerzas de la oposición –el Partido del Frente Popular de Azerbaiyán (PFPA, que yo dirijo), y su aliado, el Consejo Nacional– las que abogan por la integración en el teatro euroatlántico y rechazan la cooperación con las autoridades rusas. El Kremlin, al igual que el gobierno, parece temer profundamente la creciente fuerza de la oposición prooccidental y, por tanto, es probable que apoye las tácticas represivas del gobierno.
A diferencia de Pashinyan, el presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, se opone a la integración euroatlántica y sigue abierto a una alianza continuada con el Kremlin, siempre que éste respete sus intereses personales y se abstenga de humillarle o socavarle a nivel nacional o internacional.
Así pues, incluso después del acuerdo de paz con Armenia, es probable que Rusia no intente derrocar a Aliyev, sino más bien presionarle para que reafirme su subordinación.
Georgia presenta otra dificultad. El Kremlin está satisfecho con el actual gobierno del Sueño Georgiano, dadas sus políticas internas represivas y su retórica antioccidental. Pero como Rusia ocupa desde hace tiempo el 20% del territorio georgiano, el gobierno debe enfrentar una opinión pública vehementemente antirrusa.
Antes del acuerdo entre Armenia y Azerbaiyán, resolver la cuestión georgiana, consolidando su influencia, era probablemente el último acto de revanchismo de Putin en el Cáucaso Sur. Mientras el gobierno georgiano permaneciera bajo el control de Bidzina Ivanishvili, un oligarca que hizo su fortuna en Rusia, se podía contar con su cooperación.
Si el Kremlin lograba un dominio incuestionable sobre Armenia y Azerbaiyán, esa demostración de hegemonía regional permitiría al gobierno georgiano presentar a sus ciudadanos una disyuntiva: someterse a Rusia (como ha hecho Bielorrusia) o arriesgarse a una mayor ocupación.
Pero ahora que el dominó Armenia/Azerbaiyán ha caído, Putin tendrá que reconsiderar sus planes. Hay pruebas fehacientes de que el Kremlin había movilizado a los líderes de la oposición prorrusa en Armenia en las semanas previas a que se alcanzara el acuerdo con Azerbaiyán. Esta quinta columna contra Pashinyan –compuesta por figuras religiosas pro-Kremlin, y apoyada por el multimillonario ruso de origen armenio Samvel Karapetyan– llegó a pedir al ejército de Armenia que derrocara al gobierno.
Sin embargo, Pashinyan se mostró más decidido y vigilante de lo que muchos (incluido el Kremlin) esperaban. No sólo frustró el intento de golpe, sino que el sentimiento antirruso en Armenia se intensificó, contribuyendo a impulsar el acuerdo con Azerbaiyán.
Mientras tanto, el Kremlin había estado presionando a los azerbaiyanos dentro de Rusia con detenciones masivas, torturas y deportaciones. El objetivo más probable era amenazar a Aliyev con un aumento del malestar social debido a la avalancha de repatriaciones. Pero estas maquinaciones tampoco dieron el resultado deseado. Azerbaiyán respondió deteniendo a ciudadanos rusos en Bakú y en otros lugares, y la opinión pública cambió bruscamente en contra de Rusia.
Los estrategas del Kremlin probablemente esperaban que la afinidad ideológica de Aliyev con Putin –ambos se oponen a la democracia y a la influencia occidental– facilitaría un acuerdo. Pero Aliyev reconoció que Putin buscaba una para debilitar el control de Aliyev sobre el poder.
Aliyev no tiene intención de compartir el control de Azerbaiyán, ni siquiera con Putin. En consecuencia, aceptar un acuerdo de paz con Armenia auspiciado por Estados Unidos, y dar la bienvenida a la influencia de Washington en la región, parecía una apuesta mucho más segura en comparación con confiar más en Putin. Sin embargo, dada la enorme riqueza mineral y energética de Azerbaiyán, es poco probable que Rusia se limite a aceptar estos reveses. Buscará nuevas formas de ejercer presión.
En esta coyuntura crítica, Estados Unidos, los Estados miembros de la OTAN, la Unión Europea y Occidente en general deben trabajar para consolidar la paz incipiente que está surgiendo en el sur del Cáucaso. Eso significa prestar un apoyo sustancial a la región para garantizar que los intentos de dominación de Rusia lleguen a su fin.
Y lo que es más importante, la comunidad internacional debe condenar inequívocamente el apoyo de Rusia al intento de golpe de Estado en Armenia (y su orquestación), así como su actual campaña de presión en Azerbaiyán. Las declaraciones públicas de los líderes de la OTAN y la UE en apoyo de las aspiraciones del Cáucaso Meridional a la integración euroatlántica reforzarían significativamente los esfuerzos regionales para escapar de la influencia rusa.
También debería ejercerse una mayor presión internacional sobre el gobierno de Georgia, que debe permitir las reformas democráticas, y sobre Aliyev, a quien debería informarse explícitamente de que la liberación de los presos políticos y la garantía de la libertad de prensa, reunión y asociación son cruciales para reforzar la independencia de Azerbaiyán.
En cada caso, acabar con la represión interna y fomentar la democracia son esenciales para asegurar un apoyo occidental significativo frente a la presión rusa. En última instancia, el deseo de Putin de dominar el Cáucaso Sur puede producir el efecto contrario: una pérdida total de influencia.
Para lograr este resultado, los líderes de la región deben actuar con responsabilidad, sus poblaciones deben prepararse para hacer los sacrificios necesarios por la democracia y la libertad, y los funcionarios occidentales deben demostrar previsión, prudencia y valentía.
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