Tras el brutal ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023, Israel se había granjeado una nueva simpatía en amplias partes del mundo. Con su excesiva e inhumana reacción no solo contra Hamás, sino contra los habitantes de Gaza y de Cisjordania, y con otras operaciones (Irán, Hezbolá) ha ganado tiempo y territorio, y ha debilitado a sus adversarios más inmediatos.
¿Gana en seguridad? Está por ver, pues ha perdido la estatura moral sobre la que se mantenía. Aunque la idea sionista fuera previa, la creación del Estado de Israel fue una respuesta al genocidio nazi (para desgracia de los palestinos que no tuvieron nada que ver). Más allá de las consideraciones jurídicas, con la guerra de Netanyahu, Israel se ha tornado en genocida, impulsor de una limpieza étnica y violador de diversos tipos de derechos y de las normas internacionales. Se ha situado en el campo de los verdugos. Sin por ello garantizarse su futuro, pese a que sus actuales dirigentes busquen una solución definitiva, que nunca se alcanzará.
En un Israel cuya sociedad, política y geopolítica se han transformado en los últimos lustros, el antiguamente llamado “campo de la paz”, los partidarios de un acuerdo con los palestinos, había desaparecido. ¿Puede estar volviendo? Algunas figuras destacadas, como el historiador Yuval Noaḥ Harari, han adoptado una posición abiertamente crítica contra su gobierno. Asoman manifestaciones públicas. Pero la opinión pública israelí no está ahí. Aún parece no importarle demasiado el creciente aislamiento de su país en el mundo. Siempre cuenta con EEUU. Y China y Rusia no están en su contra. 8 de cada 10 israelíes tienen una visión negativa de la ONU, en sí y para lograr una paz según el Centro Pew, la peor valoración en casi veinte años.
La guerra inmoral, ilegal y aparentemente sin fin –o con el objetivo de alcanzar la imposible seguridad total de una vez y por todas que persigue Netanhayu– está alimentando un mayor antisemitismo –algo diferente del antisionismo– en el mundo. Muchos judíos no estaban de acuerdo, pero, ante el shock provocado por el ataque de Hamás, muchos judíos han callado ante las atrocidades impulsadas, decididas, por el gobierno de Netanyahu. Solo ahora empiezan a despertar.
Netanyahu ha ganado tiempo. Para empezar en su disputa con la Justicia, que le persigue por delitos propios de corrupción y otros.
Ha ganado tiempo y seguridad temporal descabezando y debilitando a Hamás, pero no ha acabado con esta organización tras casi dos años de guerra. Algunos rehenes del 7 de octubre, vivos o muertos, siguen en manos de Hamás. A Hamás, que Israel contribuyó a impulsar para socavar a la Autoridad Nacional Palestina, tampoco parece importarle mucho la suerte de los gazatíes. Ni de los cisjordanos. Pero ni entonces ni ahora el liderazgo israelí comprendió que, aunque Hamás era y es una organización terrorista, es mucho más. Es también una idea. Y con ese u otro nombre, con esa u otra forma, persistirá mientras persista el problema. Israel, con Ariel Sharon, se “desconectó” de Gaza, pese a ser la potencia ocupante. Ocupar de nuevo Gaza no servirá. Vaciarla, tampoco. Ni Cisjordania ¿Y qué serán dentro de 10 años los niños y niñas que hayan sobrevivido a este horror en Gaza con cinco o seis? ¿Serán los terroristas de los años 30? De nuevo, se gana tiempo, quizás seguridad a corto plazo. No a largo.
¿Rehacer el mapa de Oriente Próximo con un Gran Israel sin o con pocos palestinos? Con un Israel que hubiera anexionado y vaciado de palestinos casi toda Cisjordania y Gaza. Rodeado de Estados árabes que no pueden seguir acercándose, para los que Jerusalén es su tercera ciudad santa. Poco antes del ataque de Hamás, Arabia Saudí se estaba aproximando a Israel, por medio de los llamados Acuerdos de Abraham entre israelíes y otros países árabes, impulsados por Trump I. El ataque de Hamás les detuvo. Aunque los saudíes quisieran, ahora no pueden. Tienen que cambiar muchas cosas.
El penúltimo rediseño de una región con rayas pintadas por estrategas europeos que desconocían el terreno (Sykes-Picot en 1916), ya se empezó con los errores de estadounidenses, y de otros, con la invasión de Irak en 2003. Después con los de Siria, que veremos cómo acaba. Irán ha perdido fuerza en sí, en Siria, en Líbano con un Hezbolá diezmado, o en Yemen con los hutíes también castigados. Hay que reconocer que la inteligencia israelí funciona (pero, aparentemente, no funcionó el 7 de octubre de 2023).
Aunque, de nuevo, Israel ha ganado solo tiempo. Ni siquiera el ataque contra centros nucleares iraníes ha conseguido acabar con su programa, e incluso puede haber reforzado al régimen de los ayatolás y de la Guardia Revolucionaria, pese a su impopularidad. Incluso si acaba cayendo el régimen de los ayatolás, la cuestión nuclear –civil y militar– persistirá, salvo que medie un acuerdo internacional, que se hubiera podido lograr y que Trump socavó tras apoyarlo. Claro que cabe pensar que Trump mandó sus misiles contra Irán no solo para intentar parar o al menos frenar el programa nuclear iraní, sino para embridar el ataque israelí.
La masacre y otros crímenes israelíes en Gaza, las operaciones en la moteada Cisjordania, el impulso a colonos en territorios ocupados, persiguen también enterrar la solución de dos Estados, Israel y otro palestino, aunque sea demediado. Pese a las ensoñaciones inmobiliarias de Trump, la idea ha resucitado. Bélgica, Francia, Reino Unido, Canadá, Australia y otros se disponen a reconocer tal Estado, y el gobierno holandés ha entrado en crisis por las políticas a seguir frente a Israel. El gobierno de Pedro Sánchez se les había adelantado.
Uno piensa que la solución en dos Estados no es viable, pero es la única que hay. Y es una idea fuerte. Aunque quizás, como apunta una parte de los críticos israelíes o judíos de otros lugares, antes que de dos Estados habría que hablar de mejorar drásticamente la situación de los derechos políticos, sociales, de movimiento y económicos de los palestinos, y dar marcha atrás en los asentamientos judíos en los territorios ocupados y reocupados. “Los palestinos no necesitan un Estado sino justicia”, decía este verano el escritor palestino-estadounidense Ahmed Moor.
Nada es fácil, pero nadie pretende que lo sea. Todo esto pasa también por la renovación de una Autoridad Palestina corrupta que no ha convocado elecciones en casi 20 años. Nadie parecía tener gran interés en ello.
Aunque las guerras cambian las realidades, éstas pesan y regresan una y otra vez, a veces bajo nuevas faces monstruosas. Netanyahu no las suprimirá, ni siquiera con la ayuda de Trump. Pensar que Israel conseguirá vivir en una cierta paz, no es posible, desde luego no es posible así. Solo un entendimiento con los palestinos, y con sus vecinos, podría llevar a Israel a vivir en paz, en seguridad, como algunos, como Isaac Rabín, entendieron. Para ello no bastará ganar tiempo ni territorio, sino que será esencial que Israel recupere la estatura moral perdida, sin Netanyahu, claro, lo que requerirá una expiación y recuperar un sentido democrático que ha perdido. Esa paz habrá que inventarla. Quizás imponerla. No les interesa solo a ellos, sino a todos. O se volverá contra nosotros también. Nosotros, esos europeos que, como dice Josep Borrell, han “perdido el alma en Gaza”.

Qué se juegan Europa y las nuevas generaciones


