El lenguaje ayuda a comprender lo que sucede a nuestro alrededor y, a su vez, moldea nuestra forma de pensar. En política, el lenguaje define los parámetros de lo posible. Su importancia aumenta en tiempos de guerra y crisis, cuando la incertidumbre es generalizada. En esos contextos, el lenguaje moldea de manera decisiva las expectativas y puede servir también como herramienta para ocultar grietas e inconsistencias políticas.
Las constantes referencias del presidente estadounidense Donald Trump a un “acuerdo” –sobre una amplia gama de cuestiones, desde el comercio hasta la paz– son un ejemplo evidente de ello. El término se impuso con sorprendente rapidez en la información internacional sobre la errática diplomacia estadounidense y hoy es ampliamente utilizado, incluso por muchos gobiernos y funcionarios de la Unión Europea, a menudo sin comillas –escritas o audibles– y sin distancia crítica. No solo se habla de las acaloradas negociaciones sobre aranceles y contraaranceles como “acuerdos”, sino que incluso la posibilidad aún remota de poner fin a la guerra de Rusia contra Ucrania se plantea en esos términos. De este modo, negociaciones necesariamente complejas sobre un alto el fuego o una paz duradera –que ni siquiera han comenzado– se reducen a algo parecido a una transacción comercial.
Palabras como “acuerdo”, “éxito” o “garantías de seguridad” proyectan una sensación de certeza donde no la hay.
La lista de términos eufemísticos que se popularizan en la política internacional y terminan influyendo directamente en las cuestiones en juego no deja de crecer. La rapidez con la que se adoptan refleja los tiempos que vivimos, marcados por la desaparición de antiguas certezas sobre el orden internacional y la seguridad europea, sin que se vislumbren nuevos equilibrios en el horizonte. Palabras aparentemente decisivas como “acuerdo”, “éxito” o “garantías de seguridad” pretenden proyectar una sensación de determinación y consenso donde no existen. En el contexto de la invasión rusa de Ucrania, este lenguaje –que enmarca tanto la política como el debate público– no solo no contribuye a formular una agenda proactiva y sostenible, sino que obstaculiza activamente su desarrollo.
La reunión bilateral entre Trump y el presidente ruso, Vladímir Putin, en Alaska en agosto, y la posterior cita en Washington con el presidente ucraniano, Volodímir Zelensky, varios jefes de Gobierno europeos, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, fueron descritas ampliamente como “negociaciones de paz”, aunque ni su contenido ni su formato justificaban tal designación.
Los europeos alimentaron deliberadamente las expectativas antes de la reunión, hablando de la posibilidad de un acuerdo que pudiera detener o poner fin a la guerra. Deberían haber sabido mejor. Sin embargo, tras las conversaciones en Alaska y Washington, y ante la ausencia de resultados tangibles, Trump y Putin, junto con los representantes europeos que viajaron a Washington D. C., calificaron los encuentros de “exitosos”. Así, sin avances concretos, los europeos consideraron que su reunión en Washington había evitado “cosas peores” para Ucrania. De este modo, el estilo diplomático de Trump ha rebajado el listón y ha invertido la hipótesis básica de que la posición de Estados Unidos sería de apoyo firme a Europa frente a su agresor, Rusia.
El estilo diplomático de Trump ha invertido la lógica de la relación transatlántica: ya no es Washington quien respalda a Europa, sino Europa quien se adapta al marco discursivo de Trump.
La presencia en Washington de los miembros de la llamada “coalición de voluntarios” europea puede describirse como un ejercicio sin precedentes de mitigación de daños. Para lograrlo, los líderes europeos recurrieron a contorsiones retóricas, cortejaron a Trump y, en última instancia, celebraron que no se hubieran alcanzado resultados tangibles. Aparte de vagas conversaciones sobre una posible participación de Estados Unidos en las garantías de seguridad para Ucrania y de las expectativas poco realistas generadas por la Administración Trump –y repetidas en las capitales europeas– de que una reunión entre Zelensky y Putin pudiera ser inminente, no hubo resultados visibles.
Al centrarse en las garantías de seguridad para Ucrania, los líderes europeos intentan ganar margen de maniobra y credibilidad ante Trump. Sin embargo, tanto la “coalición de voluntarios” como las “garantías de seguridad” transmiten la impresión de que los europeos y sus socios están más decididos, unidos y dispuestos a actuar en el escenario ucraniano de lo que realmente están. Esto tiene consecuencias letales para Kiev. Y aunque es necesario que los gobiernos europeos definan con claridad qué están dispuestos a aportar –y qué no– a la seguridad de Ucrania y de Europa en el futuro, esos planes solo tienen sentido si se perfilan los contornos de un alto el fuego real o de unas negociaciones de paz. Estas dependen en gran medida de Estados Unidos y Rusia, dado que los europeos carecen de la influencia necesaria sobre el terreno para incidir en ellas. Sin esa capacidad, cualquier debate sobre garantías de seguridad queda en el aire. El hecho de que la cuestión del alto el fuego haya vuelto a desaparecer del panorama apenas unas semanas después de las supuestas conversaciones de paz en Alaska y Washington es prueba de su vacuidad.
La referencia más reciente –y probablemente efímera– de Trump a la “victoria de Ucrania” evocó la posibilidad de que el país recuperase los territorios actualmente ocupados por Rusia. Pero en un momento en que los socios europeos de Ucrania han rebajado su retórica sobre “ganar la guerra”, el comentario de Trump anuncia una nueva ronda de enredos lingüísticos que oscurecen, en lugar de aclarar, la formulación de la política. El precio que los líderes europeos han pagado por obtener, de forma intermitente, un asiento en la mesa de Trump es el de intentar influirle desde dentro de su propia realidad. El lenguaje ambiguo es una parte esencial de ese mundo. En cierto modo, ha cobrado vida propia, desconectada de las realidades sobre el terreno. Aunque pretende proyectar certeza y poder, distrae, gana tiempo y evita la formulación de una política coherente.
En ausencia de un apoyo fiable por parte de Estados Unidos –una realidad que la sociedad y los dirigentes ucranianos han comprendido mejor que muchos de sus socios europeos–, no existe consenso en Europa sobre el necesario apoyo financiero y militar a Ucrania ni sobre la imposición de sanciones más duras contra Rusia. Los representantes europeos son menos extravagantes y estridentes que Trump, pero también gesticulan, produciendo instantáneas de postal con el expresidente y recurriendo a un lenguaje ambiguo en lugar de políticas eficaces. Cada día, Ucrania paga con vidas humanas el precio de esta falta de dirección.
Artículo publicado originalmente en el blog Carnegie Europe’s Strategic Europe el 30 de septiembre de 2025.

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