No existen muchos motivos para conmemorar el septuagésimo aniversario de Eurovisión. El festival parece haber perdido tanto sus valores como su credibilidad. Viena, conocida como capital de la diplomacia, será probablemente la tumba de este concurso que durante los últimos cinco años ha estado patrocinado por Moroccanoil, una empresa que, pese a lo que su denominación pueda sugerir, no guarda relación con Marruecos. Tiene su sede en Nueva York y capital de origen israelí. Al otro extremo se sitúa Rusia, excluida de la competición por la invasión de Ucrania, y que ha impulsado su propia alternativa: Intervisión. En este escenario, resulta inevitable preguntarse: ¿Dónde queda Europa?
Moroccanoil, la compañía cosmética israelí especializada en productos de aceite de argán, inyecta en el evento musical una significativa, aunque no revelada, cantidad de millones de euros desde 2020. La Unión Europea de Radiodifusión (UER) no ha hecho pública la cifra del contrato, pero debe ser elevada, a juzgar por el protagonismo que la empresa ha adquirido en el espectáculo.
¿Por qué continúa participando Israel? La respuesta parece clara. La UER, que en 2022 expulsó a Rusia tras el inicio de la guerra de Ucrania y asumió la pérdida de unos 20 millones de telespectadores de una audiencia global de 180 millones, no ha hecho lo propio con Netanyahu tras la ofensiva en Gaza, ya que ello pondría en riesgo la viabilidad del certamen. Eurovisión se sostiene gracias a diversas fuentes: un canon anual de participación que cada Estado abona al organismo europeo (un total de 6 millones de euros), una aportación extraordinaria de la emisora y ciudad anfitrionas (aproximadamente 20 millones), la venta de entradas (unos 10 millones) y el televoto, cuya recaudación es comparativamente marginal. Y, sobre todo, Moroccanoil.
El doble rasero es evidente. No se puede hacer equilibrismo en la coherencia, y la última reunión entre los directivos de las televisiones participantes, celebrada el pasado mes de julio, lo confirma. De aquel comité trascendieron tres detalles. Primero: la negativa rotunda de Alemania e Italia, ambos miembros del “Big Five” y grandes contribuyentes a la red continental, de expulsar a Israel. Segundo: la abstención promovida por Reino Unido, acompañada de un llamamiento al diálogo y del limitado, aunque cada vez más mediático, respaldo al boicot impulsado por España, que podría arrastrar a otros países como Eslovenia, Irlanda, Islandia o Países Bajos. Y tercero: la renovación del acuerdo con la multimillonaria patrocinadora, que garantiza la continuidad del formato en las mismas condiciones hasta 2030. En otras palabras, Eurovisión, tal como la conocíamos, parece haber llegado a su fin. Las dudas se disiparán en la asamblea extraordinaria de noviembre, cuando está previsto que se vote sobre la participación israelí el año que viene, una decisión que llega después de los movimientos de la UEFA y la FIFA.
Desde su debut en 1973, Israel dejó clara su posición. Bloqueó la entrada de la Liga Árabe en el certamen. Túnez lo intentó en 1977 y Líbano en 2005, pero ambos se retiraron, pues su mera participación suponía reconocer al Estado judío. El mayor gesto de desprecio vino de Jordania, que interrumpió la emisión del programa en 1978, cuando Israel resultó vencedor con A-Ba-Ni-Bi. La siguiente competición se celebró en Jerusalén y sirvió para presentar al mundo la capitalidad del país, reforzada con un nuevo triunfo gracias a Hallelujah.
La tercera victoria llegó en 1998 con Dana International y su icónica Diva. Y dos décadas más tarde, en 2018, Netta Barzilai repitió la hazaña con Toy. Todo parece indicar que los años terminados en ocho se han convertido en una oportunidad para el sionismo movilizado de ganar. Esta tendencia se ha visto reforzada en las últimas dos ediciones, cuando las candidaturas israelíes rozaron el podio: en 2024 con Hurricane (titulada originalmente October Rain, en alusión al ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023) y este año con New Day Will Rise, interpretada por una superviviente de aquella masacre en el Festival Supernova.
La fiesta de Putin
El futuro se adivina complicado para Eurovisión. Rusia ha demostrado su voluntad de contraatacar mediante Intervisión, una plataforma concebida para exhibir la diversidad del mundo multipolar y desafiar la hegemonía cultural euroatlántica en un nuevo pulso entre bloques. Esta alternativa, inaugurada el pasado sábado 20 de septiembre en el Live Arena de Moscú, tiene como propósito, según el Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, “promover la música auténtica lejos de la perversión y los abusos sobre la naturaleza humana”, en contraste con los torsos desnudos, las mujeres barbudas y las banderas arcoíris que se dejan ver en la versión europea.
El presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, que ejerció además de maestro de ceremonias, abrió la gala con un mensaje de bienvenida: “Con esta celebración respondemos a la demanda de diálogo, justicia y progreso mundial a través del poder unificador de la música, fortaleciendo la amistad entre los pueblos y el respeto a los valores tradicionales”. En la lista de invitados a la fiesta rusa figuraban democracias debilitadas, poliarquías emergentes, autocracias orgullosas y regímenes de dudosa legitimidad, muchos de ellos tradicionales aliados del Kremlin, convocados para amenizar un contexto geopolítico especialmente convulso.
Este proyecto no es nuevo. Entre 1965 y 1980 ya funcionó como instrumento de entretenimiento y cohesión del bando soviético, con el objetivo de contrarrestar la influencia capitalista. Putin ha querido rescatarlo y actualizarlo por decreto presidencial en un momento de máxima confrontación, como herramienta de poder blando para continuar la guerra por otros medios. La cita ahora viene a ser una réplica de Eurovisión, en lo artístico y lo simbólico, y que mejora en lo técnico, inteligencia artificial incluida, pero que rezuma propaganda y moralidad, aunque, también, mucha ambición: quiere convertirse en un acontecimiento de escala planetaria, bajo la atenta mirada del Kremlin, al tiempo que intenta superar las sanciones a las que le tiene sometido Occidente. Para ello, Rusia invitó el pasado fin de semana al 52% de la población mundial, el 49% del PIB global. Una convocatoria dirigida a más de 4.000 millones de personas procedentes de los BRICS, la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y, sorprendentemente, de Estados Unidos.
La OCS se ha consolidado como uno de los foros más influyentes del mundo, un contrapeso tanto al G7 como a la OTAN, un espacio en el que el Sur Global trata de articular un nuevo orden internacional. La XXV cumbre de esta alianza económica y de seguridad, que se ha celebrado recientemente, tuvo tres protagonistas: Rusia, empeñada en sortear el aislamiento derivado de la contienda ucraniana; China, interesada en asegurar sus suministros estratégicos frente a la presión de Washington; e India, que mantiene una postura de contención, pero consciente de su potencial para disputar la supremacía a la dupla sino-rusa. Los tres mostraron disposición para sostener una agenda compartida frente a las injerencias occidentales. Llevado al terreno musical, esta coordinación puede interpretarse como un teléfono rojo entre Moscú, Pekín y Nueva Delhi, configurando una primera coalición en Intervisión, el “Big Three”, que pretende marcar con su batuta las dinámicas de juego.
Los nuevos “twelve points to…”
La campanada la dio Vietnam. El país que en los años ochenta figuraba entre los más pobres del mundo presume hoy de haber reducido la pobreza a menos del 3% de su población. Un logro atribuido al doi moi, la política de renovación iniciada en 1986 que orientó a la nación hacia una economía socialista de mercado, y que ha impulsado una expansión sin precedentes en lo que va de siglo. Para sorpresa de muchos, el representante Dúc Phúc, ídolo del V-Pop y abiertamente homosexual, se alzó con la victoria tras obtener 422 puntos. Su actuación, inspirada en la leyenda del santo inmortal San Giong, símbolo de la resiliencia del pueblo vietnamita frente a los invasores extranjeros, evocó un paralelismo con un conflicto que concluyó hace medio siglo: una alegoría posmoderna a la Segunda Guerra de Indochina, con la eterna victoria de David sobre Goliat.
En el podio lo acompañaron Kirguistán, en segundo lugar, y Qatar, que se llevó la tercera posición. La distribución de los célebres 12 points recayó íntegramente en un jurado compuesto por un profesional de cada televisión participante. A diferencia de Eurovisión, ni el público ni las diásporas tuvieron oportunidad de votar, un hecho que no sorprende viniendo de una república con escasa tradición de sufragio popular. Este diseño del sistema de votación refuerza la percepción de que esta reducida oligarquía musical pudo estar condicionada por criterios no estrictamente artísticos.
De hecho, el espectáculo dejó en el aire una anomalía significativa. El triunfo de un candidato LGBTI+ que contrasta con la retórica oficial sobre la moral. Este resultado sugiere dos lecturas: o bien los jurados premiaron de forma transversal la calidad de la canción vietnamita, o bien lo hicieron puramente interesados en reforzar la cuestionada legitimidad del renacido certamen. O bien ambas. Sea como fuere, la anfitriona tuvo que tragarse el sapo y solicitó, después de cantar, no ser evaluada por los jueces, envolviendo su petición con palabras de agradecimiento hacia los asistentes por apoyar el formato: “Rusia ya ha ganado porque estáis todos aquí”. Una decisión que puede interpretarse como un intento de salvaguardar la neutralidad del concurso y de evitar acusaciones de parcialidad.
Estados Unidos estaba sola en una final en la que todos los actores funcionaban aparentemente como un monolito. Su retirada repentina no contribuyó a mejorar la percepción de la competición. La presencia de EEUU resultaba ya paradójica, aunque debe valorarse la capacidad de Putin para tejer complicidades, incluso con figuras como la del presidente Donald Trump. Ambos líderes, rivales en lo político, pero cercanos en su concepción del poder, parecen reconocerse como iguales. El plante de los norteamericanos, quizás motivado por el reciente avistamiento de cazas rusos en el espacio aéreo de la Alianza Atlántica, o bien por no verse humillados relegados a la última posición de la clasificación, se convirtió en el tema central de una velada politizada. El incidente fue atribuido por los organizadores a “una presión política sin precedentes del Gobierno de Australia”. Una injerencia del país oceánico y, por ende, occidental, dado que la representante poseía la doble nacionalidad, estadounidense y australiana. Todo hace pensar en una bomba de humo contra el desafío de Oriente, organizado tras la subida arancelaria, en encontrar alternativas al dólar, reducir los costes de las transacciones entre los socios y disminuir la dependencia de un Norte Global sobredimensionado y sobrerrepresentado.
Con la marcha de la Casa Blanca, se dibujó un nuevo tablero. Asia Central (con la órbita exsoviética encabezada por la fiel Bielorrusia y los “reinos de taifas” de Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán), junto con China, y los países del Golfo –Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Qatar– se erigieron en bastiones regionales intercambiándose de forma descarada sus puntos en función de afinidades históricas, culturales y geográficas, completando muchos de ellos el Top 10. En contraste, el Sur Global se mostró más fragmentado, tanto África, con un Egipto desmarcándose de la asociación pérsica otorgando los máximos votos a India, como también, sorprendentemente, Latinoamérica, menos cohesionada de lo que cabría esperar, con una Venezuela rompiendo la expectativa por un bando latino unido al regalar sus puntos a la CEI. También cosecharon modestos resultados los tentáculos rusos de Serbia y Kenia, rezagados en la tabla al igual que los emergentes Brasil y Sudáfrica. Y Estados Unidos, que había desaparecido del mapa, se decantó por Etiopía, su único amigo en la fiesta, con quien mantiene estrechas relaciones en el Cuerno para garantizar el comercio mundial en el estrecho de Bab el-Mandeb, combatir el terrorismo islámico y contener la influencia sino-rusa. Todos estos giros inesperados beneficiaron a unos pocos: Colombia, Madagascar y, en especial, a Vietnam. Los tres se llevaron la mayoría de los 12 points convirtiéndose en nodos clave en las votaciones, los verdaderos ganadores de la noche.
De esta terna, la victoria de Vietnam lo posiciona como un auténtico país bisagra, capaz de aglutinar buena parte de los apoyos en el panorama polarizado de Intervisión. La teoría geopolítica sostiene que este tipo de Estados no controlan por sí mismos la agenda global, pero son decisivos en el equilibrio mundial. Pragmatismo, estabilidad y capacidad de adaptación son los mantras de dichas potencias que, lejos de alinearse en uno u otro bloque, aprovechan las tensiones para avanzar en sus objetivos nacionales. En esa misma lógica se inscribe Arabia Saudí, que tomará el relevo del festival en 2026. La elección de Riad no es casual: el reino wahabí aspira a consolidar su liderazgo en la Península Arábiga, pasando del hermetismo a la apertura como centro financiero. Así lo marca el plan Vision 2030 para la Bolsa de Tadawul, una transformación socioeconómica sin igual que traerá turismo, tecnología y comercio, y proyectará al mayor productor y exportador de petróleo como un puente de entendimiento entre el imperialismo y la aspiración por un mundo más justo.

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