La guerra en la pantalla entre Israel y Palestina es tan larga como el conflicto real entre ambas naciones. Durante el medio siglo que siguió a la formación de Israel en 1948, el Estado sionista controló por completo la narrativa cinematográfica, en parte debido a las recientes secuelas del Holocausto y a la creencia de los productores y estrellas judíos estadounidenses en el concepto utópico de una nación judía.
Producciones de Hollywood como Éxodo (1960), de Otto Preminger, protagonizada por Paul Newman; El Malabarista (1953), de Edward Dmytryk, y La sombra de un gigante (1966), de Melville Shavelson, ambas protagonizadas por Kirk Douglas, establecieron la encarnación principal del mito de Israel: una tierra pura poblada por hombres destrozados y traumatizados que defendían su hogar de las garras de los árabes brutales e invasores.
En la década de los setenta, y tras la masacre de Múnich de 1972, los palestinos se consolidaron como la nueva especie dominante de terroristas internacionales en películas como Domingo negro (1977), de John Frankenheimer, y Carga maldita (1977), de William Friedkin.
La llegada de los largometrajes palestinos en la década de los ochenta, con Memoria fértil (1981), de Michel Khleifi, y Regreso a Haifa (1982), de Kassem Hawal, presentó al mundo por primera vez narrativas cinematográficas palestinas completas. Durante los siguientes 40 años, y a pesar del constante control del mundo occidental y las severas limitaciones de financiación, las películas palestinas fueron en ascenso, mientras que la narrativa nacionalista israelí pasó gradualmente de moda y cayó en desgracia entre los críticos y los espectadores.
El cine israelí durante la guerra
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