Donald Trump, Jared Kushner y Benjamín Netanyahu en Jerusalén.

El inaceptable “acuerdo del siglo” de Donald Trump

Ana Garralda
 |  1 de agosto de 2018

El anuncio por parte de los principales asesores de Donald Trump para Oriente Próximo –su yerno Jared Kushner y su asistente para asuntos internacionales Jason Greenblatt– de un “acuerdo del siglo” para poner fin a un conflicto de más 70 años parecía una certeza el pasado junio. La premisa inicial es que sucedería después del mes de Ramadán. Sin embargo, el empeoramiento del estado de salud del Presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, junto a las conversaciones aún en ciernes con países árabes sunitas –que parecen estar dispuestos a sacrificar la causa palestina a cambio de mayores presiones contra Irán– han provocado que, semanas después, el anuncio siga sin producirse. “Hasta el momento ni siquiera está claro que vaya a ver la luz, y mucho menos, que esto pueda suceder de forma inminente”, afirman fuentes diplomáticas de la embajada estadounidense en Jerusalén.

Hoy, con Abbas recuperado, la incertidumbre continúa. El 10 de julio presidió la última reunión del Comité Central de Fatah, en la que volvió a reiterar su rechazo al “acuerdo del siglo” de Trump porque, en su opinión, “está dirigido a liquidar la causa palestina”. Desde el principal órgano de decisión del partido, Abbas volvió a desacreditar la mediación estadounidense, toda vez que Washington reconoció a Jerusalén como la capital de Israel y trasladó hasta allí –de forma oficial, que aún no real– su embajada de Tel Aviv. Tales movimientos han desencadenado una crisis sin precedentes entre Ramala y Washington, que se ha traducido en una reducción drástica de los contactos entre ambas administraciones.

Abbas sigue negándose a recibir a Kushner y Greenblatt, aun cuando uno de los objetivos del último viaje realizado por Kushner –en el que también visitó Egipto, Jordania, Arabia Saudí y Qatar– fuese ultimar los detalles del borrador de plan de paz. Un programa que ha dicho estar dispuesto a presentar pese a no contar con la aprobación de una de las dos partes implicadas. El yernísimo de Trump respondió al boicot cuestionando la capacidad del presidente palestino para conseguir la paz, culpándole del grave deterioro de la situación en Gaza –bajo bloqueo israelí desde hace más de una década– y de pensar más en su supervivencia política que en las necesidades de su pueblo.

Gaza y el Sinaí

 Tras la filtración de la propuesta de Trump, se especula que, con el tiempo, la Franja de Gaza sería anexionada por Egipto a cambio de ambiciosas inversiones económicas –financiadas principalmente por los países sunitas del Golfo– tanto allí como en el norte del Sinaí. Durante años habían proliferado rumores sobre las fuertes presiones ejercidas desde Washington y Jerusalén para que Egipto abriera el depauperado Sinaí, históricamente olvidado por el Cairo, lo que ha propiciado la proliferación de mafias dedicadas al tráfico de seres humanos, armas o drogas.

Según el plan de paz –que Kushner habría compartido ya con los líderes de Arabia Saudí, Qatar o Jordania–, los gazatíes podrían trabajar en proyectos de infraestructuras en el norte del Sinaí –plantas solares, desalinizadoras y varios corredores industriales–. Lo que no se concreta es si podrían habitar allí. Esta idea no disgustaría al actual gobierno de Benjamín Netanyahu: alguno de sus ministros ya presentó (sin éxito) propuestas similares, como la de construir una isla artificial en las aguas costeras de Gaza. Tampoco a la administración estadounidense, que ya en tiempos de George W. Bush planteó al entonces Presidente egipcio, Hosni Mubarak, la cesión a Gaza de un tercio del territorio del norte de Sinaí. Los sucesivos gobiernos egipcios han descartado adoptar semejante medida, si bien la rampante crisis económica que sufre el país, junto a las nuevas alianzas estratégicas entre Israel y países árabes sunitas como Arabia Saudí –principal prestamista de Egipto– podrían estrechar el cerco de la resistencia cairota, logrando que ceda a las presiones de Estados Unidos e Israel.

El megaproyecto de infraestructuras estaría financiado por petrodólares del Golfo, supervisado militarmente por los egipcios –que también controlarían a Hamás– y teóricamente auspiciado por la ONU. Generaría miles de puestos de trabajo, tanto para los palestinos de Gaza –donde la tasa de desempleo entre los jóvenes supera el 60%– como para los egipcios; mayor libertad de movimiento para los gazatíes y un teórico alivio de la crisis humanitaria a la que está abocada la población de la Franja, un territorio que será inhabitable en dos años, según el último informe de la ONU. Una fórmula que, sin embargo, rechaza frontalmente el liderazgo palestino de Ramala y que, sin duda, beneficia al gobierno israelí, que se vería liberado de las presiones internaciones tras más de una década de bloqueo contra la Franja. Israel lograría además su principal objetivo: poner fin al sueño de un Estado para los palestinos en el territorio que ocupa desde hace 70 años.

Anexión de Jerusalén y el Valle del Jordán

En consonancia con su Declaración de Jerusalén del 6 de diciembre de 2017, por la cual reconoció oficialmente a la ciudad santa como capital de Israel, y su posterior ceremonia de traslado progresivo de la Embajada de Tel Aviv a Jerusalén, el presidente Trump está claramente en contra del plan de partición aprobado por la Asamblea General de la ONU en noviembre de 1947. Igualmente, se opone a la división de la ciudad, incluso si hubiera un acuerdo al respecto entre las partes en conflicto, en línea con el plan de partición acordado a mediados de los años 90 por el dirigente izquierdista israelí Yosi Beilin y Abbas, entonces secretario de organización de la OLP.

La propuesta de Trump pasa por reconocer los barrios palestinos de Jerusalén que quedaron extramuros tras la construcción de la barrera de separación en 2004 como capital potencial de un futuro Estado palestino, mientras los que quedan intramuros –entre ellos la ciudad vieja y barrios contiguos, pero también otros enclaves periféricos– permanecerían bajo jurisdicción israelí. Los palestinos tendrían una capitalidad meramente simbólica, pues se quedarían fuera de la ciudad propiamente dicha.

Esta prerrogativa de indivisibilidad de Jerusalén queda también recogida en la controvertida Ley Básica de Nacionalidad recientemente aprobada por la Knéset. Según su polémico articulado –lesivo no sólo para la minoría árabe que forma el 20% de la población, sino para otras minorías como los drusos, que sirven en el Ejército– la ciudad santa se consagra como capital única e indivisible de Israel. Este punto pondría en peligro el apoyo de las monarquías del Golfo. El rey saudí Salman ha advertido que retirará su apoyo si los palestinos no reciben la parte oriental, en consonancia con la Iniciativa Árabe de Paz de 2002, que reivindica el retorno a las fronteras de 1967 y el carácter palestino de Jerusalén Este.

A diferencia de la Administración Obama, que planteó una devolución progresiva del Valle del Jordán a los palestinos y una explotación conjunta de los recursos del Mar Muerto, la propuesta de Trump se asemeja más a la llamada “Iniciativa de Estabilidad” del ministro de Educación y líder el partido Hogar Judío, Naftali Bennet. Según esta, Israel se anexionaría unilateralmente el 50% de Cisjordania (incluyendo el próspero Valle del Jordán y los accesos al Mar Muerto) y en contraprestación concedería la ciudadanía a los palestinos y beduinos que residen allí (razón por la cual Israel intenta actualmente evacuar poblados beduinos en la zona). Se anexionaría el máximo de posible de territorio con el mínimo de población necesario para que resultase aceptable para la comunidad internacional.

De llevarse a cabo, esta medida dejaría a los palestinos de Cisjordania condenados a la dependencia económica, dado que los principales recursos naturales de los que disponen están en el Valle del Jordán, por no hablar del potencial turístico del Mar Muerto. Esta situación conduciría a la emigración al vecino Reino de Jordania, donde la minoría palestina ya representa un porcentaje muy alto de la población tras las olas migratorias de 1948 y 1967. Jordania ha absorbido tantos refugiados iraquíes durante la pasada década y sirios durante ésta (casi un millón desde principios de 2011 hasta hoy) que su población rechazaría este proceso.

Asentamientos, fronteras y refugiados

Desde su fundación, Israel ha jugado la baza de no disponer de fronteras definidas para expandirlas en función de contiendas militares y coyunturas políticas, siendo la actual muy favorable a sus intereses. Pero según se acerque el momento de partir el territorio demandará unas fronteras seguras e internacionalmente reconocidas.

Siguiendo la doctrina de seguridad nacional israelí, la Administración Trump demanda también la anexión de territorio en la parte Este de Israel, especialmente en la que está a la altura de las ciudades de Netanya (en el lado israelí) y Tulkarem (en el palestino) donde el país es más vulnerable a potenciales ataques con cohetes de corto alcance, similares a los que emplean las milicias de Gaza. En el este hay grandes bloques de asentamientos como el de Ariel, que serían anexionados a Israel sin que éste tuviese que ofrecer nada a cambio (como sí hizo en las conversaciones de paz de Camp David en julio del 2000, cuando planteó una permuta de terrenos fronterizos con Egipto junto a la Franja de Gaza).

Incluso en los momentos de mejor entendimiento entre Israel y la Autoridad Palestina, a finales de los años 90, el número máximo de refugiados palestinos a los que se permitió retornar fue de 100.000 –sobre un total de 5 millones, según la ACNUR–. En estos momentos es difícil pensar que la oferta de Trump plantee algo más que un número simbólico de en torno a 10.000. A partir de ahí, la propuesta estadounidense abogará por que los refugiados que lo deseen puedan regresar al emergente y muy reducido Estado palestino; y que países de acogida –Jordania, Líbano y Siria, pero también las monarquías del Golfo Pérsico– los nacionalicen y hagan ciudadanos a cambio de ayuda económica.

Trump vendría pues a apoyar el modelo maximalista israelí, reduciendo a Palestina a una mera «Autonomía Plus», sin contigüidad territorial, viabilidad económica ni el mínimo nivel de soberanía para considerarse Estado. Se enterraría definitivamente el modelo de dos Estados defendido por todas las administraciones estadounidenses anteriores.

 

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