La Unión Europea, Putin y el pueblo de Rusia

Fernando Maura
 |  20 de abril de 2015

La Unión Europea se encuentra desconcertada en lo que se refiere a sus relaciones con la vecina Rusia. Quizás porque pensaba que, con la caída del muro de Berlín a finales del siglo pasado, debido el espectacular hundimiento de la Unión Soviética, Rusia carecía de posibilidad de recuperación alguna de su perdido protagonismo. Como en un castillo de naipes, las viejas repúblicas adheridas al imperio de los zares comunistas iban pasando a constituirse en socios de las dos instituciones occidentales más caracterizadas en Europa: la UE y la OTAN.

Hizo falta que asumiera el poder esa figura enigmática, y hasta cierto punto temible, que es Vladimir Putin para advertirnos que las cosas no habían cambiado tanto –o no habían cambiado en absoluto–. Un hombre de trayectoria fascinante, hecho en el servicio a la inteligencia del KGB, seleccionado después por Boris Yeltsin y que ascendería al poder tras haber forjado una relación de hierro con la nueva oligarquía rusa, cuyo poder proviene de la corrupción que trajo consigo el desmantelamiento del viejo Estado soviético.

Putin ha conectado bien con una población que no ha conocido otra cosa que no fuera el engaño. Como en la caverna de Platón, los rusos solo han observado las sombras de sus propias figuras proyectadas en su imaginario colectivo. En la época de la URSS creían que vivían en el mejor de los mundos posibles, como si los recursos que les eran negados por una organización económica ineficaz fueran los únicos posibles. Y de ese engaño pasarían a la segunda de las mentiras, la que les decía que eso que en Occidente se denominaba democracia era exactamente lo que ellos habían obtenido. Eso sí, la Constitución de ese país cumple con todas las condiciones de las democracias formales. Pero no se cumple.

En realidad pasaban los rusos del reino de la oligarquía de la burocracia comunista al imperio de la oligarquía de los grandes negocios y de los más importantes políticos, en feliz maridaje conjunto y sin que siquiera cambiaran los nombres entre una y otra situación histórica. Por lo mismo que los bolcheviques y el Partido Comunista habían acabado por parecerse peligrosamente al régimen de los zares.

En el plano exterior, la Unión Europea no sabe muy bien cómo contener el regreso del viejo expansionismo ruso. Se encuentra ante el dilema hamletiano de quien sabe que no tiene más remedio que proteger a sus ciudadanos del Este, que ayer o antes de ayer eran miembros más o menos directos de la URSS, y la imposibilidad de la guerra. Sin embargo, sus decisiones la van llevando de la mano hacia ese cada vez menos evitable conflicto.

“Rusia seguirá siendo Rusia después de Putin. Y los rusos, no todos están de acuerdo con él”, advierte con ademan profético ese augur de los hechos que vendrán que es Ivo Vajgl, antiguo ministro de Exteriores esloveno y hoy diputado europeo en el grupo ALDE. Y si hay otra Rusia más allá de la de Putin, también deberá existir otra política europea que no consista en contestar a su supremo líder.

Una política basada en la oferta a esa población de lo que constituyen las dos grandes adquisiciones del proyecto europeo: las libertades civiles y el Estado del bienestar. Ambas compatibles con la lucha por la paz, que es causa fundamental de nuestra construcción política y económica.

No es fácil, sin embargo. Menos aún cuando a la anexión de Crimea y al apoyo del Kremlin a los combatientes prorrusos en el este de Ucrania, se unen en la perspectiva expansionista de Putin las de otras naciones en que existen minorías que hablan el ruso, en una política que podría no tener fin y que continuaría desafiando además los principios del Derecho Internacional. Y cuando el opositor Boris Nemtsov ha sido asesinado como consecuencia de una política interior basada en el aislamiento de los disidentes.

No es fácil. Quizá también porque el desconocimiento de esa realidad hace difícil su reclamación. El ciudadano ruso sigue advirtiendo el mundo desde su caverna y a veces se encuentra desorientado ante un Occidente que considera el no va más de la perversión, la inmoralidad y el libertinaje. Dos son las capitales europeas que más detestan los rusos –me decía recientemente un politólogo de aquel país–: Varsovia, donde empezaba el hundimiento del sistema, y Amsterdam, para ellos el centro del vicio por excelencia.

No será fácil, desde luego. Pero es peor apostar por un camino imposible que además solo puede conducirnos a la desgracia.

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