INFORME SEMANAL DE POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 1248

Afganistán: Rusia teme la amenaza terrorista

Mientras los talibanes se centran en consolidar el Emirato Islámico de Afganistán, imponiendo su rigorista visión del islam, Rusia toma la delantera en el tablero internacional para evitar que el país se convierta en un santuario yihadista.

El nuevo Afganistán sigue buscando acomodo dentro y fuera de sus fronteras. En el interior, después de su intento frustrado de participar en la Asamblea General de Naciones Unidas en septiembre, y a la espera de obtener el reconocimiento formal por parte de algún país, las huestes de Hibatullah Akhundzada –sobre el que aumentan las sospechas de que podría estar muerto– han comenzado ya a ejercer el poder o, lo que es lo mismo, a imponer su rigorista visión del islam a los casi 40 millones de afganos. Como era previsible, lo hacen imponiendo su dictado en todos los órdenes de la vida nacional, sin atisbo de la moderación que algunos les quieren asignar en un intento por lavar su imagen.

En el exterior, mientras tanto, destaca el activismo de Rusia. No tanto para sustituir a Estados Unidos como principal actor extranjero implicado en Afganistán, sino para evitar que el país se convierta en un santuario yihadista que pueda afectar a sus intereses. Moscú no busca recuperar política y militarmente el control de una casilla del tablero de ajedrez mundial que tantos problemas le planteó al final de la guerra fría. Su interés principal es impedir que Afganistán vuelva a ser refugio y base de partida para los diversos grupos violentos que pudieran planear y ejecutar ataques contra la propia Rusia o contra países de Asia Central donde Moscú mantiene una significativa influencia. Muchos de ellos son miembros de la alianza militar de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, gracias a la cual Moscú mantiene su mayor base en el extranjero, en Tayikistán.

El ruso es un planteamiento que otros países de la región comparten, lo que explica su participación en la reunión celebrada en la capital rusa el 20 de octubre en el marco conocido como “Formato de Moscú”. Creado en 2017 y en el que inicialmente se integraron Rusia, Afganistán, India, Irán, China y Pakistán, el formato ha posibilitado que en alguna ocasión se reunieran representantes de 10 países –EEUU, miembro de la “troika ampliada” para Afganistán, de la que también forman parte Rusia, China y Pakistán, finalmente renunció a participar– y establecer un diálogo directo y a puerta cerrada con representantes del gobierno interino talibán, en lo que constituye su primera participación en un marco internacional desde que tomaron el poder. Según lo que ha dejado saber Zamir Kabúlov, representante especial del presidente ruso para Afganistán, la reunión ha servido para “conversar sinceramente” sobre la situación de seguridad y de los derechos humanos, y para proponer una conferencia auspiciada por la ONU sobre la asistencia humanitaria a Afganistán. En todo caso, el propio Kabúlov ya se había encargado antes de rebajar las expectativas sobre los posibles resultados del encuentro, argumentando que se trataba de poner en marcha un proceso donde, como ya había advertido el ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, el reconocimiento del régimen talibán no estaba ni siquiera en la agenda.

En paralelo a este ejercicio diplomático, el Kremlin está enviando efectivos y material militar a maniobras conjuntas con algunos de los vecinos de Afganistán, incluyendo el desarrollado en la frontera tayiko-afgana en coincidencia con el encuentro de Moscú. Asimismo, Rusia ha aumentado el suministro de material y armamento a Tayikistán, incluidos vehículos blindados de reconocimiento.

Todos estos movimientos forman parte de un plan para establecer un cordón sanitario frente a cualquier deriva violenta con origen en Afganistán. Un doble esfuerzo del que, de momento, Washington parece haberse autoexcluido, justo cuando su enviado especial, Zalmay Khalilzad, acaba de abandonar el puesto. El desentendimiento puede acabar pasándole factura, no solo por lo que supone conceder más protagonismo a Rusia en un asunto tan delicado, sino por las dificultades que más adelante pudiera tener para recuperar el terreno perdido.

Cabe recordar que Rusia fue una de las pocas potencias que no cerraron su embajada cuando los talibanes tomaron el poder el pasado agosto y que, en lo que va de año, el ministerio ruso de Exteriores ha celebrado al menos tres reuniones públicas con los talibanes. A todo ello se suma el hecho de que formalmente los talibanes son considerados, aún hoy, una organización terrorista a la que, si se toman en consideración las acusaciones de Washington, Moscú habría entregado armas en diferentes ocasiones, e incluso ofrecido recompensas a sus miembros si lograban matar a soldados estadounidenses. ●

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