Sin la presión del secretario de Estado, Antony Blinken, es razonable pensar que los sectores conservadores más duros podrían haber intentado obstaculizar que Bernardo Arévalo, Pedro Castillo y Lula da Silva asumieran el gobierno tras ganar las elecciones en Guatemala (2023), Perú (2021) y Brasil (2021), respectivamente. Con Donald Trump, esa influencia se ha diluido hasta casi desaparecer. Y no por casualidad.
Durante su visita a Catar en mayo, Trump afirmó que la transformación y el progreso económico del Golfo se habían producido “sin necesitar de sermones extranjeros sobre cómo debían vivir o gobernarse”. Con ello, daba a entender que la democracia dejaría de ser un eje de su política exterior.
Todo apunta a que la promoción de la democracia ha dejado de ocupar un lugar central en la política exterior estadounidense. No son solo palabras. En la última asamblea general de la Organización de Estados Americanos (OEA) en junio, el subsecretario de Estado, Christopher Landau, dijo que la Casa Blanca estaba evaluando la pertenencia de EEUU a todas las organizaciones internacionales multilaterales, incluidas las interamericanas. Landau fue especialmente crítico con el supuesto “fracaso” de la OEA en las crisis de Haití y Venezuela pese a que el organismo no tiene instrumentos para hacer cumplir sus resoluciones y no es un organismo supranacional.
Pero su papel está lejos de ser irrelevante. Desde 1962, sus misiones han supervisado más de 3.000 procesos electorales. Desde 1979, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) documenta y denuncia sus violaciones y ha respaldado procesos de justicia transicional y anticorrupción en El Salvador, Guatemala y Perú, entre otros países.
Pero dado que EEUU tiene previsto abandonar la OMS en enero y la UNESCO en diciembre de 2026, no sería extraño que Trump decidiese que la OEA ha dejado de serle…
