Bajo el lema “Todos somos hermanos”, Francisco ha realizado uno de los viajes más simbólicos de sus ocho años de pontificado. Con una agenda organizada al milímetro, ha procurado visitar zonas de mayoría kurda, suní y chií, cuidando el equilibrio étnico y religioso de un país tan fragmentado; el Papa ha vuelto a los orígenes en Ur, visitando la ciudad natal del patriarca Abraham; ha dejado su huella en Mosul, a escasos metros de la mezquita donde en junio de 2014 Abu Bakr al Bagdadi se autoproclamó califa Ibrahim al frente de un seudocalifato desmantelado apenas cinco años más tarde; y hasta pudo darse un relativo baño de multitudes en Erbil, capital del Kurdistán iraquí, oficiando una misa para unas 10.000 personas. Aunque nada ha sido tan relevante y simbólico como el encuentro en Nayaf con Al Sistani, figura muy influyente en el terreno político, y a quien Francisco agradeció su defensa pública de las minorías.
Mucho menos brillante, por fuerza, es el balance cosechado en términos operativos durante los tres días de su periplo por una tierra donde los cristianos son hoy una minoría menguante. En el último censo de 1987 se contabilizaron 1,4 millones; en marzo de 2003,…

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